Fútbol femenino
Opinión
Abran paso a la España de Salma, una España moderna, optimista, valiente y mestiza. Ojalá fuera la España que viene, convertida esta selección campeona en un colectivo que va por delante de su país, varado en los caladeros malolientes de la política. No es la primera vez que sucede en nuestro deporte. Los Juegos de Barcelona, en 1992, subieron a la gran platea internacional a una España que había consumado su Transición y el título en el Mundial de Sudáfrica, en 2010, demostró, como lo había hecho antes el baloncesto, que nos podemos entender más de lo que nos odiamos si encontramos un objetivo común. Nadie gana tanto en equipo como España, nadie. Que tomen nota en el Congreso. La mujer había pasado a formar parte de esa corriente, y ahí estaban ya hace más de una década con más medallas en los Juegos de Londres que los hombres, algo que se repitió en Río. El fútbol consigue, hoy, que lo que sabíamos unos pocos lo sepa ya todo el mundo mientras en muchas casas se escucha el grito: “Mamá, quiero ser como Salma”.
Lo gritaba también Jess, una adolescente de origen indio, aunque entonces con un ‘alter ego’ masculino. ‘Quiero ser como Beckham‘ es una deliciosa película dirigida en 2002 por Gurinder Chadha, en el Londres que se paralizó durante la final mucho más que cualquier ciudad española. Narra la historia de una chica que intenta vencer los prejuicios de sus padres, indios, para jugar al fútbol, algo que también debe hacer la inglesa Jules, a la que interpreta una jovencísima y ecléctica Keira Knightley. Veinte años después, Inglaterra es el país en el que más ha evolucionado el fútbol femenino y donde su seleccionadora, la neerlandesa Sarina Wiegman, se ha convertido en un icono al que han propuesto, incluso, como sustituta de Gareth Southgate en la selección masculina. A pesar de su excepcional trabajo, una derrota siempre atempera los buenos propósitos.
Sin embargo, la pluralidad racial de la sociedad inglesa no se refleja en el perfil de su selección, de inmensa mayoría blanca. Los deseos de Jess siguen pendientes. La sociedad española no tiene un perfil semejante, pero la presencia de Salma, convertida en la gran aparición internacional del Mundial, expresa esa integración natural, sin artificios como las nacionalizaciones exprés que no deberían hacerse a cambio de medallas fáciles, como la del base estadounidense Lorenzo Brown, porque es un agravio comparativo para quienes esperan pasaportes que dejen atrás una vida de mierda o cuelgan de la valla de Melilla. Sólo en casos de persecución política, como la de la ajedrecista iraní Sara Khadem, es justificable. Nacida en Zaragoza, de padre español y madre africana, Salma es como la atleta Ana Peleteiro, con su mismo color de piel y su mismo ‘swing’: española, mestiza y sin complejos.
Camino de este éxito, el fútbol femenino fue impulsado por la política, con inyecciones económicas, procedentes de los fondos europeos, para acometer el proceso de profesionalización. Ha sido importante, pero esto viene de más atrás, porque una generación campeona del mundo no se hace en un año. Hay muchos clubes que no son secciones de los grandes equipos masculinos, que no tienen su caja, y mucho trabajo desinteresado.
En ese crecimiento ha habido guerras internas y errores a las que no son ajenas las jugadoras, al confundir empoderamiento con poder absoluto, pero a estas mujeres les importan poco los cupos. Van por delante de los planteamientos de la política, como si vivieran en el futuro. Piden más y más, más dinero y más medios, porque si algo tienen todas en común es la ambición y la competitividad, a la que ha tenido que rendirse el pactista Jorge Vilda, al dejar fuera de la titularidad en la final a la doble Balón de Oro, Alexia Putellas. Una vieja canción de la España cañí decía que “la española cuando besa, es que besa de verdad”. Ahora ya sabemos cómo compite, con calidad, cabeza, corazón y lo que huelga decir, todo reunido en la forma de golpear la pelota de Olga Carmona, camino de la final, del título y de la utopía. Abran paso y disfruten.