EL RUEDO IBÉRICO
Opinión
El martes pasado el deporte noruego se llevó una alegría y un disgusto en forma de dos sorpresas dispares. Por la tarde, en el Giro, se vestía de rosa Andreas Leknessund. Por la noche, en el Bernabéu, no rascaba bola (balón) Erling Haaland. El ciclista se convertía en el segundo noruego en liderar la ronda italiana. El primero, Knut Knudsen, lució la maglia en 1975 y en 1981. Reinaba entonces en su país Olav V. Ahora, desde 1991, lo hace su hijo, Harald V.
Leknessund, un paje en la monarquía deportiva noruega, dejó su huella para la posteridad. Haaland, una testa coronada, dispone este miércoles de la posibilidad de justificar la legitimidad de su título de realeza. Y ante el Madrid, que es más Real que ninguno y, además, el campeón reinante. Haaland, que, con el Salzburgo, el Borussia Dortmund y el Manchester City, ha marcado 35 goles en los 28 partidos de la Champions que ha disputado no puede fallarles de nuevo a los suyos en tan señalada ocasión.
En la Corte del deporte noruego, Erling I es un rey. Pero no tanto ‘el’ rey. Comparte cetro en una nación en la que, gracias a su persona, el fútbol ha cobrado un mayor interés, pero en la que los deportes más populares continúan siendo los de invierno. La ciudadanía entroniza a Aleksander Aamodt Kilde, Lucas Braathen y Henrik Kristoffersen (esquí alpino), Johannes Thingnes Bo (biatlón), Marius Lindvik (saltos), Therese Johaug (esquí de fondo)…
En los salones palaciegos ocupan otros lugares preferentes el ajedrecista Magnus Carlsen, los atletas Karsten Warholm y Jakob Ingebrigtsen, y el triatleta Kristian Blummenfelt. Conserva una enorme popularidad la futbolista Ada Hegerberg desde que, en 2018, obtuviera el Balón de Oro en la primera edición del galardón femenino.
“No somos muchos, pero somos suficientes”, reza, orgullosa, la letra del himno nacional. Lo son para mantener un alto estándar de confort y proyectar sus ventajas a muchas actividades individuales y conjuntas. Entre ellas la deportiva. Noruega, octavo país europeo en extensión y vigesimosexto en población (no alcanza los cinco millones y medio de habitantes), flota en la abundancia de recursos y nada en la opulencia económica. Encabeza año tras año junto a Suiza el Índice de Desarrollo Humano, esa unidad de medida de la satisfacción personal y el bienestar social establecida por la ONU.
Nada ni nadie es perfecto, sin embargo. No existe en la Tierra ninguna sucursal geográfica o ideológica del Paraíso, esa utopía, esa falacia. Pero Noruega es la nación más cercana a sus teóricas dulzuras y promesas. Tampoco sus pobladores, ni siquiera ellos, son felices sin pausa, dado que la dicha completa y continua se reconoce una imposibilidad humana. Pero al menos se hallan instalados en la estabilidad, la solvencia y la eficacia. Tres virtudes terrenales.
Pese a su clima polar, Noruega llega a causar envidia frente a esta abrasadora España y su guiñolesco teatrillo de comedias sin gracia y dramas sin grandeza. Incluso un español por gusto más que por obligación siente a veces la tentación de tararear: “Entre el hielo y el fuego, mamá, quiero ser noruego”.