Agassi y Nike, una historia de rebelión y tinieblas que cambió para siempre el tenis

Agassi y Nike, una historia de rebelión y tinieblas que cambió para siempre el tenis

El 30 de abril de 1986, justo un día después de cumplir 16 años y convertirse en tenista profesional, Andre Agassi cerró su primer acuerdo comercial con Nike en el restaurante Rusty Pelican de Newport Beach (California). Aquel día, el único adulto que le acompañaba era su hermano Philip, de 23 años, quien tuvo que telefonear con urgencia a su padre antes de aceptar las condiciones: 20.000 dólares por el primer año y 25.000 por el siguiente. Sólo unos meses después, Tinker Hatfield tomó un vuelo hacia Las Vegas para conocer a aquel adolescente. Phil Knight, el fundador de Nike, había entregado personalmente un ambicioso proyecto a su mejor diseñador. Hatfield lo denominaría Air Tech Challenge. Ni él ni Agassi sospechaban entonces que aquel encargo iba a cambiar para siempre el modo de entender el tenis.

Antes de empezar con los primeros bocetos, Hatfield garabateó tres palabras en la parte superior del papel: Anti-Country Club. Esa era la idea bajo la que desarrollaría todo. Esa era su lectura definitiva después de numerosas conversaciones con aquel chico, a quien consideraba el vehículo perfecto para convertir el tenis en algo diferente. Nike necesitaba una némesis para Michael Chang, recién fichado por Reebok. Y Hatfield quería desterrar la imagen de un deporte anclado en los clubes y academias, con tanto niño bien paseando su polo blanco a la sombra de las pérgolas. Tras revisar las colecciones previas de Nike comprendió que no se acercaban, ni por asomo, a las del baloncesto o el running. Agassi, con su estrafalario mullet y su pose antisistema, era la pieza perfecta para encajar el puzle. A condición, claro, de que aquella pieza no se rompiera.

“Dicen que lo que quiero es llamar la atención, destacar sobre el resto. De hecho -como con mi cresta mohicana-, lo que intento es ocultarme. Dicen que pretendo cambiar las costumbres del juego, cuando en realidad lo que procuro es que el juego no me cambie a mí. Me llaman rebelde, pero yo no tengo la menor intención de serlo, y sólo participo de una rebelión adolescente normal y corriente. (…) Me comporto igual que cuando vivía en la Academia Bollettieri: me resisto a la autoridad, experimento con la identidad, envío mensajes a mi padre, me rebelo contra la falta de libertad de elección en mi vida”. Así recuerda Agassi aquellos días en Open (AKA Publishing, 2009), uno de los mejores libros sobre deporte -por obra y gracia de J.R. Moehringer– jamás publicados. El que compendia las contradicciones del campeón de ocho torneos de Grand Slam. “Detesto el tenis, lo odio con toda mi alma, y sin embargo sigo jugando, sigo dándole a la pelota toda la mañana y toda la tarde, porque no tengo alternativa”.

“La imagen lo es todo”

El conflicto de Agassi se encarnaba en El Dragón, una máquina lanzapelotas modificada por Mike, su padre, que escupía centenares de bolas en cada entrenamiento. Aquella pesadilla jamás le abandonaría. Tampoco durante el trienio 1989-1991, el establecido por Nike para consagrar a Andre en el altar mediático. La hot lava de sus Air Tech Challenge -a medio camino entre el baloncesto y el tenis- fue subiendo, palmo a palmo, hasta inundar la licra de sus mallas, los tonos jean de sus célebres pantalones lavados al ácido, los degradados de sus camisetas fluorescentes. Su cabeza, en fin, bullía como un volcán.

De algún modo se sentía prisionero de aquella frase (“La imagen lo es todo”) con la que en 1989 había rematado un anuncio al volante de un Lamborghini. “Dicen que ese eslogan demuestra que no soy más que un charlatán, que comercio con mi fama, que sólo me preocupa el dinero, no el tenis. Ese eslogan omnipresente y la oleada de hostilidad, críticas y sarcasmo que suscita, me resultan atroces. Me siento traicionado por la agencia de publicidad, por los ejecutivos de Canon, por los periodistas deportivos, por los aficionados. Me siento abandonado”, evoca en Open. ¿Hasta dónde podría seguir por ese camino?

“Por entonces se sentía muy manipulado, al ver que hacían negocio con su identidad. Cuando te presionan puedes rebelarte a través de una imagen, como aquella célebre peluca que usaba para disimular su incipiente calvicie”, explica a este diario el mental coach Vicente Cuairán, con más de una década de experiencia en el circuito. Cuairán hace referencia a aquel Roland Garros de 1990, cuando Agassi tuvo que afrontar demasiadas preguntas de los periodistas sobre su ropa. “Me asombra que se preocupen tanto. Y me asombra que a mí me preocupe tanto que lo anoten bien. Pero en realidad, lo que me pasa es que prefiero que escriban sobre el color de mis pantalones que sobre mis defectos de carácter”, rememora, con la hipnótica prosa de Moehringer. Tras ver mancillada la arcilla de París con aquellas Air Tech Challenge II, el presidente de la Federación Francesa (FFT) amenazó con un código de vestimenta similar al de Wimbledon.

Agassi, en un anuncio de Nike de 1991.

Agassi se sentía devorado por su propia imagen, la que él mismo se había ilusionado en perfilar durante tantas reuniones con la plana mayor de Nike. A Hatfield, el genio encargado de las Air Jordan desde 1988, le acompañaban Wilson Smith, Devon Burt y Tom Andrich. Cuando Agassi les sugirió un color verde lima y un motivo en forma de Z, en realidad veía el coche de sus sueños. Un trasunto del Corvette que se compró con el dinero de su primer título ATP en Brasil. El eslogan publicitario de las Air Tech Challenge suponía un estudiadísimo escupitajo al establishment: “Irreverencia. Justificada”. Unas semanas después de aquel Roland Garros del postizo capilar, cuando Agassi cayó en la final frente a Andrés Gómez, el presidente George H.W. Bush se dejó fotografiar en Camp David junto a Chris Evert ataviado con unas hot lava.

El palmarés de los majors se estrenó, al fin, en Wimbledon 1992. Por entonces, Agassi ya no sólo era el mejor restador del circuito y la gran esperanza del tenis estadounidense, sino un símbolo de genuina transgresión. No obstante, su juego no despertaba precisamente el consenso de la crítica. Baste rescatar unas líneas de David Foster Wallace en La teoría de cuerdas, su célebre ensayo publicado en Esquire (1996). “Una de las razones por las que el interés del público ha decaído en los últimos años es que el estilo dominante, basado en la potencia, carece de pretensiones. Fíjense alguna vez en Agassi: un hombre tan pequeño y un jugador tan grande carecen de delicadeza y sus movimientos se parecen más a los de un músico de heavy metal que a los de un deportista”.

“Me digo a mí mismo: si gano este partido, me retiro. Y si lo pierdo, me retiro. Pierdo. Y no me retiro”

Andre Agassi, en Open.

La rivalidad con Pete Sampras, explotada hasta la extenuación por la prensa, y el abrumador legado de John McEnroe complicaron aún más las cosas. “Puede haber algún caso, muy remoto, de que ese nivel de tensión vaya bien a algún jugador, pero lo normal es que esa exigencia termine con cuadros de ansiedad, depresión o problemas de conducta. La clave de Agassi se situaba en su punto de exigencia, que no dirigió en la dirección adecuada. El foco debía apuntar a cómo responer ante la adversidad, ante el nivel de errores que podía permitirse en un deporte donde se iba a equivocar, como mínimo, 15 veces en un solo partido. O aprendía a entenderlo como parte del proceso o era imposible que pudiese jugar de una manera satisfactoria”, desarrolla Cuairán.

Uno de los momentos más delirantes llegó en octubre de 1995, durante la primera ronda de Stuttgart, donde tuvo que terminar el partido con una zapatilla que le prestaron desde la grada. “Me siento emocionalmente exhausto y me pregunto por qué, sencillamente, no paro. Por qué no me voy de allí. Por qué no abandono. ¿Qué me impulsa a seguir? (…) Me digo a mí mismo: si gano este partido, me retiro. Y si lo pierdo, me retiro. Pierdo. Y no me retiro”. Una disonancia cognitiva de manual, a juicio de Cuairán: “El deseo de retirarse se enfrentaba a la realidad de no saber qué hacer, porque te has pasado toda tu vida jugando. En su cabeza dialogaban esos dos diablillos, esos dos pensamientos contradictorios”. Casi un año después, tras el oro olímpico en Atlanta, al fin colgó la raqueta por una temporada para volcarse en su relación con Brooke Shields.

Mientras, Hatfield se acomodaba en el trono del diseño. “Con las Air Tech Challenge II ya no sólo los tenistas eran quienes compraban las zapatillas, sino que se convirtieron en parte de la cultura de la calle”, proclamó. Tras aquella colección, a partir de 1991 siguió asombrando con las Huarache, el modelo que Will Smith lucía en El Príncipe de Bel Air. Incluso desde Adidas o Reebok se le reconocía como a un visionario, como el creador de lo nunca visto. En el tenis ya lo había conseguido incluso antes de conocer a Agassi.

El precedente de las Air Trainer

Fue en 1986, durante un vuelo de regreso desde Tokio. Un momento de illuminación del que nacieron las Air Trainer, el mejor híbrido jamás concebido para los pies. Una amalgaba entre el running, las botas de baloncesto y el calzado que cualquier podría llevar al gimnasio, pero que jamás fue pensado para la competición. Era, simplemente, lo más cool del momento. Cuando McEnroe sacó de la caja el primer prototipo enviado por Hatfield, tuvo claro que saltaría a la pista con aquello. Su impacto resultó tan brutal que Nike no dudó en pagar 500.000 dólares por los derechos beatlenianos de Revolution, banda sonora de un anuncio para la historia.

Sin embargo, pese a aquella década de vino y rosas con lo más selecto del deporte mundial, Hatfield también tuvo que tomarse un respiro. Estaba quemado por el éxito. El listón, incluso para un ex pertiguista como él, resulta a veces inabordable.

En el segundo capítulo de la serie documental Abstract: The Art of Design, el genio delinea su propia figura con total transparencia. En sus palabras resuenan innumerables horas de extenuante labor junto a Agassi, Jordan, Sampras o Roger Federer. “Mi trabajo, como provocador, consiste en pensar mucho más allá, en el futuro. Tienes que fijarte en el panorama del mundo y decir: voy a solucionar algunos problemas, voy a aportar características de diseño, lo combinaré todo, me arriesgaré, asumiré el riesgo y lo integraré todo. Esto siempre implica riesgos. Pero si al final la gente no ama u odia tus creaciones significa que no has aportado gran cosa”.

Próxima entrega

New Balance 574, las zapatillas ajenas al marketing.

kpd