Mikaela Shiffrin tras el eslalon gigante en Quebec.Frank GunnAP
Diego Pablo Simeone, nombre literario, senatorial, rebajado en su bella sonoridad por el barrial apodo de “El Cholo”, ha sido elogiado con justicia por alcanzar los 100 partidos de Champions a los mandos de un mismo club. Un hito que lo emparenta con
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En el brasero portugués, precursor del horno extremeño y andaluz, Wout van Aert hizo la gaviota, ese aleteo con los brazos cada vez que gana. Casi gafado, lo ha hecho por segunda vez este año. Estaba, pues, extremadamente contento, como quien rompe un mal fario. El rojo de su jersey es el fuego de una antorcha. El belga se da el relevo a sí mismo.
Etapa de vísperas. De víspera de entrar en España. De víspera de la primera jornada montañosa. Etapa para sprinters. Los poquitos, y no de gran alcurnia, que hay. Está Kaden Groves, que es bueno, sí, pero no de los mejores. Y un crepuscular Bryan Coquard. Y un Wout van Aert, que ya sólo es rapidito. A medida que ampliaba y mejoraba sus capacidades, fue perdiendo filo. Pero le dio de sobra para, aunque partió de lejos, como el día anterior, dar buena cuenta de Groves y de Abersturi, cuyo tercer puesto revela que, efectivamente, la Vuelta no es país para sprinters. Demasiada montaña concentrada en erizadas microetapas. Así que no vienen los velocistas. Los equipos se confeccionan sin ellos.
Etapa dividida en dos partes. La primera la protagonizaron Luis Ángel Maté, Xabier Isasa, Ibon Ruiz y Unai Iribar. Dos Euskaltel y dos Kern Pharma. Formaciones modestas con afán, con necesidad de dejarse ver mientras puedan. Los cuatro, especialmente Maté y Ruiz, sólo pretendían puntuar en el puerto de Teixeira para subir al podio como líderes de la montaña. El puerto de Teixeira es de cuarta categoría por el porcentaje (3,2%), pero de segunda por la longitud (17 kms.). Eran puntos golosos antes de que cueste mucho más ganarlos.
El cuarteto, tras Teixeira, y por las mismas razones, aspiraba a aguantar hasta el alto de Alpedrinha, de cuarta, a 45 kms. de la llegada. Lo logró. A partir de ahí, el pelotón pasó de permisivo a implacable. Generoso, comprensivo, pero no hasta el extremo de correr riesgos, no había dejado que la ventaja del cuarteto sobrepasara los cinco minutos.
El absurdo esfuerzo de Campenaerts
Isasa soltó a sus compañeros de fatiga, honor a todos, que se abandonaron a su suerte. A falta de 20 kms. para la meta, arrojó la empapada toalla. Y ya nadie sacó los pies del tiesto, abocada la etapa al sprint final desde el mismo banderazo de salida, cada cual en su papel de aspirante, de ayudante o de cesante. Y algunos, en los últimos 4 kms. de la zona de protección, hasta de ausentes. Un postrer, breve y absurdo esfuerzo de Campenaerts, una pompa de sudor, acabó en nada. Y Van Aert, poderoso, se llevó por delante, dejándolos por detrás, a todos.
El maillot rojo le sienta muy bien. A él y a la Vuelta. No estamos seguros de las auténticas aspiraciones del fenómeno belga. Pero todos estos esfuerzos iniciales parecen indicar que sus apetitos no son máximos, aunque sí es posible que duraderos, al menos hasta el domingo, hasta Granada.
La cuarta etapa, con la llegada en alto en el Pico Villuercas, de primera, con un segunda, un tercera y otro primera en el camino, debe empezar a dar pistas acerca del auténtico futuro de la carrera.
En su continuo camino sin obstáculos, ni fronteras, Armand Duplantis volvió a batir su récord del mundo de salto con pértiga. A las primeras de cambio de una temporada presidida por los todavía lejanos Juegos Olímpicos, en la cita inaugural de la Liga de Diamante, en Xiamen (China), como quien no quiere la cosa, como siguiendo una rutina y obedeciendo a un deber autoimpuesto sea el día que sea, se elevó hasta los 6,24. Un centímetro más de su plusmarca anterior.
Todo empezó, con 6,17, en 2020. Hasta hoy, centímetro a centímetro, como es lógico. No va a ser de cinco en cinco. Y, una vez batido el récord, un objetivo supremo en sí mismo, el atleta se detiene y se reserva para la próxima ocasión.
Mondo no necesitó más que cuatro brincos para irse tan arriba, para encaramarse a un nuevo (y siempre provisional) cielo. Sobrepasó a la primera los 5,62. Un divertimento. Hizo lo propio con los 5,82. Un calentamiento. Y con los seis metros. Un convencimiento. Y luego con los 6,24. Un monumento.
Ahora mismo, dentro de su seguridad, se trata de un atleta a la búsqueda a tientas de sus propios límites. Para el aficionado, para el periodista, para el atletismo en su conjunto, irlos descubriendo juntos salto a salto, verso a verso, resulta un fascinante ejercicio exploratorio que compensa de sobra la ausencia de incertidumbre en la que se basa la competición deportiva. Continuará. Siempre continuará...
Manolo el del bombo era, en la vida civil,Manuel Cáceres Artesero. Pero saltó a la fama y, por así decirlo, se ganó la posteridad con ese apelativo tan... ¿cómo definirlo?... berlanguiano, valleinclanesco, conmovedoramente esperpéntico.
Tan español en el sentido chusco y, por otra parte, profundamente serio de un carácter cada vez más ligado a un país que sociológicamente ya no existe.
Manolo era el superviviente y, en cierto modo, el único ejemplar de un tipo elemental de hincha, que dedica su vida a una causa secundaria, transformada en principal. Una misión tangencial, convertida en nuclear porque se ve cautivo de ella, una vez que se ve reconocido en sus términos por la gente. Una afición derivada en pasión y, más tarde, en obsesión. En una adicción de la que acabó siendo víctima.
La biografía de Manolo, como la de todo ser humano, se contiene en el fondo, a grandes rasgos, entre su nacimiento y su fallecimiento. Manolo nació en San Carlos del Valle (Ciudad Real) el 15 de enero de 1949 y ha muerto, en la Comunidad Valenciana este 1 de mayo de 2025.
Entre esas dos fechas, una peripecia personal, singular, resumida para sus compatriotas en un uniforme de La Roja, una boina y un bombo con el escudo nacional y una leyenda: "Manolo, el bombo de España".
Ha habido muchos "el... de España". Pero sólo un bombo, que significaba la ruidosa sencillez de una predisposición anímica colectiva, no traducida, por pudor, por vergüenza, a algo tan primario como el aporreamiento de un tambor de ese tamaño. Un latido inocente en su puerilidad y excesivo por ensordecedor en su manifestación.
Manolo caía simpático. Recogía el sentimiento general de apoyo al equipo y lo convertía en un acto simple y contundente que nadie más que él se atrevía a protagonizar. Encarnaba el alma fogosa de una afición que depositaba en él lo más primitivo de su aliento. Curiosamente, él no veía los partidos, dedicado a recorrer, sudoroso, enrojecido, las gradas atizándole al instrumento, vuelto de cara al público, entregado a tratar de que los demás se entregaran a su vez a la Selección. Sostenía, y quizás tenía razón, que más de un gol del equipo se debía a su persona.
Manolo el del Bombo, en la inauguración del mundial de 1982Zarco / Archivo Marca
Empezó a crearse y creerse un personaje que se le escapó de las manos desde sus primeros alientos a los equipos representativos de su lugar de residencia: Huesca, Zaragoza, Valencia... Llegar a la Selección fue algo aumentativo y natural. La causa suprema a la que dedicar una existencia llamada a la inanidad social y el anonimato.
Y ya no pudo escapar de su influencia, de su poder de atracción. Ya no pudo retroceder, aunque su devoción le costaba tiempo, dinero y amarguras. Siempre se quejó de que no recibía el apoyo oficial que merecía.
Quienes viajaban al encuentro de la Selección, periodistas y aficionados, le recuerdan arrastrando penosamente el bombo por el pasillo del avión, pidiendo educadamente perdón a los pasajeros por las molestias y colocando el artefacto, con la comprensiva ayuda de las azafatas, allá al fondo, donde no estorbara.
Asistió a 10 Mundiales. Su primer viaje para animar a la Selección fue a Chipre, en 1970. Su último partido, el 23 de marzo, en Mestalla, en el partido que sellaba en pase del equipo a la Final Four de la Nations League. En el mundial de España, en 1982, iba de sede en sede en autostop. Tenía un bar en Valencia, "Tu museo deportivo", junto a Mestalla. Entre gastos por reformas, cierre por la pandemia y otros azares, lo perdió casi todo y quedó en precaria situación económica. "Tendré que vender el bombo para comer", se lamentaba.
En cierto modo, representaba a la España futbolística no triunfal. Cuando el viento cambió, perdió protagonismo y, por así decirlo, "influencia". Ya no se le "necesitaba" tanto. Y ya era un personaje "quemado" en su propia intensidad ya sin contenido. No lo pasó bien casi nunca. Y bastante mal al final de su vida. Pero probablemente, si volviera a nacer, la repetiría. Después de todo, y estas líneas son una prueba, forma parte de la historia, no sólo futbolística, de España.