Lo decía con acierto Javier Sánchez en su crónica, desde Gdansk, de la derrota de España ante Dinamarca en semifinales: «El balonmano en España es demasiado pequeño para tener una selección tan grande». Esa selección tan grande lo ha vuelto a hacer y ha rematado un Mundial brillante con una medalla de bronce en un partido intenso y vibrante en el que ha demostrado todo lo que es.
España termina una vez más en la elite de un campeonato y sigue estando muy por encima del desarrollo que tiene este deporte en nuestro país. Desde la explosión internacional del balonmano español a mediados de los noventa con el bronce en los Juegos Olímpicos de Atlanta y la plata en el Europeo del mismo año, hemos visto languidecer a nuestra liga mientras el equipo nacional seguía creciendo sin bajarse del cajón.
Sólo dos de los jugadores que este domingo consiguieron este tercer puesto están en la Asobal, algo que no debería ser negativo en sí mismo ni definitivo: también las grandes estrellas del fútbol argentino o del brasileño están en equipos europeos y su fútbol local sigue funcionando a tope. Y como el fútbol de Brasil tiene su sello, el jogo bonito, el balonmano español tiene el suyo, un estilo propio por el que también reclaman a nuestros entrenadores, repartidos por todo el mundo. Una personalidad que no destaca ni por la defensa, ni por el tiro exterior, ni por el contragol, ni por el contraataque… Es una suma de todo y una resta de nada que convierte a la selección en un bloque compacto con pocas fisuras.
Un balonmano con denominación de origen, la de los hispanos -y el de las guerreras en su versión femenina-, en el que cada debutante parece un veterano, en el que los grandes jugadores que parecen insustituibles siempre tienen su relevo. Se le escapó el otro día a Paco Caro, el entusiasta narrador de los partidos de la selección en RTVE, una frase que puede resultar exagerada: «Disfrutemos con el deporte más bonito del mundo». Ninguna exageración para los que nos gusta el balonmano y, por consiguiente, el equipo español.