Su último Grand Slam (Roland Garros 2022) lo firmó con 36 años, una edad no sólo prohibitiva para cualquier tenista, sino para los más grandes de la historia. Para entonces, Rafa Nadal ya sólo competía por la eternidad. Este jueves 10 de octubre de 2024 se cierra la puerta definitivamente para alguien cuya fiereza competitiva y constancia en el trabajo guardan evidentes semejanzas con las de Michael Jordan, Muhammad Ali, Eddy Merckx o Michael Phelps, abocados por diferentes razones a un adiós más temprano. En el olimpo de los grandes deportistas de la historia está él. Sin duda.
La “biblioteca infinita” de Jordan
Mucho se ha escrito sobre los rituales de Nadal con las botellas de agua, la cinta del pelo o las líneas de la pista. Una conducta, al borde del trastorno obsesivo compulsivo, que le emparenta con Michael Jordan, acostumbrado a repetir, casi enfermizamente, el mismo patrón. Un café antes de vestirse, un chicle, sus shorts de North Carolina por debajo de los calzones, la milimétrica alineación de los cordones de sus zapatillas, siempre nuevas cada noche, las protecciones en el codo y el gemelo izquierdo… Y el grito de guerra, tras salir el último a la pista: “What time is it? Game time!” Con la victoria resuelta, solía disfrutar del último cuarto desde el banquillo, con hielo en las rodillas.
“Su cabeza era como una biblioteca infinita de imágenes, momentos y jugadas. Recordaba cada acción y cómo había respondido a ella. Sabía cómo prepararse para lo que le esperaba”, proclamó Tim Grover, su preparador físico, como si hablara del tenista de Manacor. Y lo que aguardaba a Jordan en la temporada de su adiós suponía un desafío superlativo. Las lesiones de Scottie Pippen y Steve Kerr le obligaron a disputar una media de 39 minutos durante 103 partidos. En febrero de 1998 había cumplido 35 años.
No se puede entender ese último tiro en el Delta Center, para el sexto anillo, sin las miles de horas junto a Grover, que se personaba en su mansión de Highland Park, entre las cinco y las siete de la mañana. “A veces, cuando llegaba, él ya había empezado y yo miraba el reloj, como si me hubiese equivocado de hora”, contaba el fisio. Jordan le había dado un mes de prueba y su relación duró 15 años. “Cuando se retiró, me dijo: ‘Si vuelvo a verte por mi barrio, te pego un tiro”.
Ali: “Lo odio, pero lo soporto”
Al volante de un destartalado coche, Gene Kilroy y Bundini Brown recorrían las colinas de Deer Lake (Pensilvania) insuflando ánimo a un campeón en horas bajas. Era el verano de 1978 y Muhammad Ali sudaba la gota gorda para eliminar esas bolsas de grasa que tanto llamaron la atención en febrero, durante su pelea ante Leon Spinks. “Me arde el pecho, tengo la garganta seca, siento que me voy a desmayar. Mi cuerpo me pide que pare, pero me obligo a seguir corriendo. Me duele todo. Lo odio, pero lo soporto porque sé que tengo que sufrir. Sólo unas semanas más de dolor para vivir bien el resto de mi vida”, admitió The Greatest. Quería acabar con aquel desconocido que, con las apuestas 15-1, le había arrebatado sus cinturones del Consejo y la Asociación Mundial.
La pésima preparación de Ali en Miami Beach había desencadenado una de las derrotas más sonadas en la historia del boxeo. Rodeado de un séquito de aduladores, el coloso que mandó a la a lona a Sonny Liston, George Foreman o Joe Frazier ni siquiera pudo completar una decena de sesiones ante sparrings.
Así que Kilroy y Brown, bajo la supervisión de Angelo Dundee, decidieron regresar al centro de entrenamiento de Deer Lake. Y la disciplina de antaño dio fruto a Ali, que el 15 de septiembre, con 36 años y nueve meses, se tomaría la revancha ante Spinks en Nueva Orleans. Su última victoria como profesional. Porque como él mismo supo después, jamás debió subir al ring en 1980 ante Larry Holmes, ni un año más tarde frente a Trevor Berbick.
Merckx: “Quise seguir, de forma desmedida”
El 19 de julio de 1977 muchos aficionados aún se preguntaban por qué ni un solo corredor francés figuraba entre los positivos por dopaje del Tour. Mientras, Jacques Goddet, director de carrera, reiteraba sus críticas contra el pelotón, que le había obsequiado con dos semanas de lo más tediosas. Después de 16 etapas, sólo 49 segundos separaban a los cuatro primeros de la general. Mientras, Eddy Merckx aguardaba su turno a 3:02.
Era el séptimo Tour de El Caníbal, a quien Raphaël Geminiani había convencido para liderar el equipo Fiat. Su última oportunidad de romper el récord de Jacques Anquetil, tras la maldita caída dos años antes en Valloire. Una doble fractura de mandíbula, una llegada a París alimentándose a base de papillas de arroz. “Insistí en seguir, de forma desmedida, pero hubo consecuencias para mi cuerpo durante el tramo final de mi carrera”, confesaría después.
Sin embargo, bajo un calor del infierno en Chamonix, Merckx sigue confiando en sus fuerzas ante Bernard Thévenet, vigente campeón. Acaba de cumplir 32 años y ni siquiera parece importarle su intoxicación alimentaria, ni esos litros de agua ingeridos la víspera para orinar en el control antidopaje. Pero las más de seis horas camino de Alpe d’Huez supondrán el mayor suplicio de su vida. “Aún hoy me pregunto cómo conseguí alcanzar la cima del Glandon. Tuve que cambiar las ruedas dos veces, sólo por ver si conseguía mejorar algo, pero en el descenso vomité. Jamás sufrí tanto”, relató años más tarde. Cuando cruza la meta, a 13:51 de Hennie Kuiper, el neerlandés ya ha recibido su trofeo como vencedor de la etapa.
La agonía de Phelps
Bob Bowman, el entrenador con quien mantuvo una relación de amor-odio desde los 11 años, le describía como un “tipo solitario”, con una asombrosa capacidad de concentración durante los entrenamientos y un corazón “extraordinariamente bondadoso” con los niños que se le acercaban después de cada sesión. Al fin y al cabo, Michael Phelps veía en los chavales el cariño que siempre faltó en su infancia, marcada por un trastorno de hiperactividad.
Su obsesiva preparación a las órdenes de Bowman, con siete horas de trabajo diario, sumada a una genética sin igual, propulsaron a Phelps a la cima del olimpismo. 28 medallas, 23 de ellas de oro, en cuatro Juegos. Ningún dominio tan soberbio como el mostrado en los 200 metros estilos, la prueba que engloba velocidad, resistencia y técnica, con cuatro oros entre 2004 y 2016.
Sin embargo, la disciplina espartana se hizo trizas tras su segundo adiós, en Río de Janeiro, con apenas 31 años. “Cuando nadaba, la piscina era mi válvula de escape. Canalizaba toda la rabia acumulada y la usaba como motivación. Pero ahora ese escape ha desaparecido”. Ahí se vio Phelps ante el reverso tenebroso del deporte, con las crisis de ansiedad y los intentos de suicidio.