El fútbol madrileño se encuentra de luto tras la repentina muerte del futbolista Rubén García Michel, conocido como Rubo, el pasado sábado a los 26 años. Diversos clubes y personas han manifestado su conmoción por el fallecimiento del jugador, cuya carrera dejó una marca en equipos como el Unión Adarve y el San Agustín de Guadalix, entre otros.
Los detalles de su muerte no han sido revelados, pero la noticia fue confirmada por el club AD Unión Adarve en la red social X, donde compartieron un mensaje especial: “Siempre estarás con nosotros. No hay palabras para consolar tantísimo dolor. Te queremos. Descansa en paz”.
Rubén comenzó su trayectoria futbolística en el Unión Adarve, donde fue pieza clave en el ascenso del equipo a la División de Honor Juvenil en abril de 2016. El memorable gol fue recordado con especial emoción por el club.
Posteriormente, Rubo se unió al San Agustín de Guadalix, donde debutó en la extinta Tercera División en la temporada 2017-18, participando en 24 partidos y anotando un gol frente al Leganés B. Su entrega fue vital en la salvación del equipo aquella temporada.
Aunque la siguiente campaña no vio portería, su contribución dentro y fuera del campo fue reconocida y valorada por compañeros y aficionados. El club San Agustín se unió a los mensajes de dolor por la pérdida: “Estamos sin palabras. Gran persona que hizo historia con el club siendo parte del equipo que debutó en Tercera División”.
Además de estos dos clubes, otras entidades importantes del fútbol madrileño, como la Real Federación de Fútbol de Madrid (RFFM), el Getafe CF, el Navalcarnero y el RSD Alcalá, han mostrado su apoyo y condolencias a la familia y amigos de Rubo. El futbolista fue despedido el pasado domingo en el Tanatorio de la Paz, dejando tras de sí un recuerdo imborrable entre todos los que compartieron con él el terreno de juego.
El legado de Rubén García Michel en el fútbol modesto madrileño perdurará en la memoria de quienes le conocieron como un jugador rápido, habilidoso y siempre comprometido con su equipo. Aunque su carrera fue breve, su impacto, tanto en el Adarve como en el San Agustín, será recordado por mucho tiempo en el fútbol regional.
Manolo Lama (Madrid, 1962) lleva un mes metido en el hospital acompañando a su padre, que está grave tras sufrir una fractura de cráneo. Cualquier otro, con motivo, me habría limpiado cuando le pido hacer esta entrevista. Aún más cuando, justo a la hora en que hemos quedado en la puerta del Clínico, su padre sufre una crisis con mala pinta. Le ofrezco dejarlo para otra semana y la respuesta es puro Lama para cualquiera que haya trabajado con o co
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La recta de meta como medida de los límites humanos. Se apagan las luces en el Stade France, rugen las tribunas, se hace el silencio después. Un ritual que se alarga, minutos que se hacen eternos para los atletas antes de los 10 segundos más importantes de sus vidas. Se busca al hombre más rápido del mundo, al que ponga su nombre junto al de Usain Bolt, Carl Lewis o Jesse Owens. Nada menos. Y esta vez no hay favoritos claros, está todo tan abierto que la expectación es maravillosa. Como los segundos que siguen a los 100 metros de París 2024, cuando nadie sabe quién demonios ha podido ganar, de tan parejos que han llegado a la meta. Al fin. Es Noah Lyles con 9,79 segundos, la mejor marca de su vida en el momento más oportuno.
9,794 para ser más exactos. Se impuso el estadounidense, como una centella en París, una brutal remontada tras volver a salir mal de los tacos, para recuperar el trono perdido, 20 años sin un campeón del hectómetro made in USA (desde Justin Gatlin en Atenas 2004). Y lo hizo con idéntico tiempo que Kishane Thompson, sólo cinco milésimas más veloz (9,789). Una final de foto finish. Lyles, el que tanto lo perseguía, el que opositaba a estrella mediática y ahora también deportiva. El histrión, el bicampeón del mundo en Budapest, es ya campeón olímpico en una carrera para el recuerdo. Con su compatriota, Fred Kerley tercero (9,81), y el cuarto más rápido de la historia olímpica, el sudafricano Akani Simbine (9,82).
Es la eterna búsqueda del heredero de Usain Bolt -como si fuera posible-, tan grande es su leyenda que nunca deja de estar presente. Pero las comparaciones, las similitudes y, por supuesto, las diferencias se agolpan en los conversaciones de Saint Denis, que luce precioso en estos lila y azul tan elegantes que van haciéndose más intensos a medida que anochece en París.
Pero, ¿quién ganará el 100? ¿Quién será el nuevo rey?, se preguntan los 80.000 ansiosos espectadores, ante el gran momento de los Juegos.
Y se presentan ocho candidatos -que, por primera vez en la historia olímpica, van a bajar todos de 10 segundos en la final-, cada uno con su historia, todo tan igualado (los dos jamaicanos y los dos estadounidenses ya se han quedado entre 9,80 y 9,84 en las semifinales), tan abierto, que el único nombre propio que se repite en las quinielas es, con tantos asteriscos, el de Noah Lyles.
El americano de Florida, el chico que se hizo profesional sin pasar por la Universidad de lo convencido que estaba de sí mismo, se ha pasado el invierno trabajando la técnica, la salida con Lance Brauman, su entrenador, y mejorando sus marcas en el 60. Es el rey del 200, pero quiere también el oro en el 100, como en el mundial de Budapest de 2023. Ese por el que fracasó en Tokio, cuando acababa de dejar los antidepresivos después de una pandemia que le pasó factura mental. «Me costó encontrar el equilibrio entre estar entusiasmado y mantener la calma durante todo el año», reconoció. Nada sencillo para él. En la infancia padeció un grave problema respiratorio , noches en el hospital y el deporte como practica no recomendada.
Quiere ser Bolt, como todos. E intenta imitar su show, pero no es lo mismo. Si Bolt encandilaba, él molesta a sus rivales con su juego psicológico, con sus guiños con las cartas de manga y sus bolos con Snoop Dogg. En la semifinal dedicó miradas retadoras a Oblique Sevilla, que le había superado. En la final, partió como un potro desbocado en la presentación, saltó, gesticuló, corrió hasta casi la mitad de la pista, pidió más al público, se golpeó el pecho. Todo mereció la pena, hasta el abrazo y las lágrimas con su madre, Keisha Caine Bishop, de después.
El abanico de opositores también incluía a otros dos tipos que se manejan por debajo de 9,80. Y que no fueron campeones olímpicos por un suspiro. Heredero de Bolt pretende ser Kishane Thompson (plata), el velocista con la tarea de recuperar el trono para Jamaica, que se quedó sin representantes en la final de Tokio. Las lesiones han sido su hándicap, pero le pule Stephen Francis, el mismo que manejó a Asafa Powell o Shelly-Ann Frazer Pryce. Y acudía a París con el 9,77, la mejor marca de todos este 2024, hace un mes en los trials de Kingston. Y en semifinales planta un 9,80 como aviso a navegantes. Junto a él, Seville y sus 9,81 de la primera serie como argumento, aunque luego no respondiera en la final. Dos chicos de 23 años.
También está Marcell Jacobs, el sorprendente italiano de Tokio, que apenas le da para entrar por tiempos en la final y ahí sí, da la cara, favorito del público, con una salida majestuoso, quinto finalmente, incluso lesionado después.
"En un principio, nuestra idea era dejar esto tras los Juegos, pero ahora no lo tenemos tan claro", dice Sandra Ygueravide. Y se refiere a sí misma y a Vega Gimeno, las veteranas de un cuarteto para la historia del baloncesto español. La valenciana atiende a EL MUNDO -donde fue becaria "hace un montón", pues es licenciada en Periodismo- aún desde París, donde se quedarán unos días más a disfrutar de la Villa y los Juegos.
Para saber más
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