El hombre que este domingo fue homenajeado en Roland Garros hace tiempo que se convirtió en un modelo inmejorable, en la referencia, no sólo para muchísimos aficionados al tenis sino también para quienes trabajamos desde los márgenes de la cancha. Si algún jugador encarna la palabra resiliencia, ése es Rafael Nadal, quien fue capaz de perseverar en su patrón de juego y en su actitud sin perder nunca la esencia hasta ganar en 14 ocasiones el torneo. El tenista español se las ingenió siempre para resolver los distintos problemas que le surgieron en su triunfal travesía por el templo de la arcilla.
Todo lo hizo simple, aunque ni mucho menos lo fuese. Un desfile de rivales con distintas cualidades y características, pelotas que cambiaron cada cierto tiempo, como las condiciones climatológicas y su propio estado físico, que en bastantes ocasiones se convirtió en un nuevo desafío al que hacer frente. Sus formidables cualidades técnicas podían verse superadas por algunos (pocos), oponentes, pero no así su capacidad de adaptación y una actitud donde nunca cupo la queja sino que prevaleció la inteligencia para poner los medios que le ayudasen a salir ganador.
Nadal fue el competidor por naturaleza, un tenista único. Su carácter insaciable le animó a seguir hasta que ya no le acompañaron las fuerzas. Él nunca se detuvo. Ganó, ganó y ganó con la dedicación diaria de un artesano, de quien no piensa en la cosecha ya lograda ni en la que pueda estar por llegar sino en el puro deleite de esmerarse en ser mejor cada día y con ello poder optar a nuevos logros a través del humilde perfeccionamiento de sí mismo.
Constante aprendizaje
Él transformaba las excusas a menudo esgrimidas por algunos de sus colegas en motivos constantes para la superación. No caía en lamentos sobre asuntos que estaban fuera de su alcance sino que se afanaba en vigilar aquellos que podían estar bajo su control. No perdía tiempo en enfadarse. Tuve la fortuna de conocerle cuando era un muchacho. Ya entonces sin perder detalle, en un afán de aprendizaje constante que figura entre sus principales virtudes. Seguía aprendiendo cuando daba la impresión de que ya nos lo había enseñado todo.
París, donde ya habían dejado su rúbrica grandes jugadores españoles, le miró con cierto recelo cuando empezó. Para el público local, anhelante del triunfo de uno de los suyos, resultaba duro asumir que el relevo de los SergiBruguera, CarlosMoyà, Albert Costa o Juan CarlosFerrero lo iba a tomar otro tenista del país vecino. Con el paso de los años, y de los reiterados triunfos, incluso los más renuentes a aceptar la rotunda evidencia acabaron por dispensarle el reconocimiento y la admiración que se ganó como ningún otro. Antes del emocionante tributo que se le rindió en su Philippe-Chatrier, ya fue uno de los elegidos para llevar la antorcha olímpica en los Juegos de París del pasado año. Desde un territorio que se adaptaba como anillo al dedo a su forma de jugar se proyectó sin las habituales reservas de los tenistas españoles a una superficie más hostil, como es la hierba. También en Wimbledon, lejos de su hábitat natural, protagonizó gestas inolvidables, como lo hizo en Melbourne y Nueva York, logros sólo al alcance de quienes crean su particular y exclusiva estirpe.
Gracias por todo, Rafa. Gracias por tanto.