De la mano de Arrigo Sacchi inició una de las mayores dinastías del fútbol mundial, con 29 títulos y cinco Copas de Europa.
El 10 de febrero de 1986, Silvio Berlusconi compró el Milan a cambio de 25.000 millones de liras. Una decisión delicada, no tanto por el dinero, sino porque con ella contravenía el consejo de Moro, su vidente de cabecera, que desde hacía tiempo le venía advirtiendo sobre el gafe que arrastraban los rossoneri. Nada quedaba de aquel campeón de Europa (1963, 1969), asediado por las deudas y aún magullado por su reciente descenso a la Serie B. Tal era el influjo de Moro, que Berlusconi había llegado a plantearse la opción del Inter. Y si aquella operación no llegó a concretarse fue más bien por la férrea negativa de Ivanoe Fraizzoli, presidente nerazzurri. A Berlusconi, por tanto, no le quedaba sino desafiar al mal fario.
El 18 de julio de 1986, entre los acordes de La Cabalgata de las Valkirias, Il Cavaliere aterrizó en helicóptero sobre el Arena Civica de Milán para lanzar su primer discurso como propietario: «Aunque caro, este club para mí es un asunto del corazón. Recordad que las mujeres hermosas también cuestan dinero».
El dueño del incipiente imperio mediático Finninvest concebía ya el fútbol como el mejor imán de las audiencias televisivas. Un negocio de pasiones desbordadas con el que engranar su máquina de hacer dinero. Pero también un aparato propagandístico con el que asociar su imagen a la de un equipo inmortal. Por eso eligió a Arrigo Sacchi. Un entrenador revolucionario y arrogante, maniático y contracultural, conocido en el mundillo como el Profeta de Fusignano.
Los conflictos con Van Basten
«En mi fútbol, el líder es la idea del juego y el colectivo. Puedes tener los mejores músicos y solistas, pero no escucharás ninguna melodía si no están coordinados por un director y una partitura», sostenía Sacchi, un enamorado del Ajax de Rinus Michels al que Berlusconi obsequió no sólo con Paolo Maldini, Franco Baresi o Roberto Donadoni, sino con lo más selecto del fútbol holandés.
La aplastante superioridad de Marco van Basten, Ruud Gullit y Frank Rijkaard ante el Real Madrid en las semifinales de la Copa de Europa de 1989 puso en alerta a todo el continente. Sin embargo, en la previa de la final ante el Steaua, el influyente periodista Gianni Brera aún se permitió sugerir que las opciones de éxito pasaban por el catenaccio y los contragolpes. Sacchi recortó su artículo para enseñárselo a sus jugadores. Gullit, indignado, lanzó una incendiaria arenga en el vestuario. Aquel 4-0 en el Camp Nou sigue siendo considerado hoy una de las mayores exhibiciones del torneo.
Sin embargo, la infernal exigencia física y táctica de Sacchi causaba estragos en Van Basten, un tipo poco acostumbrado a que le apretasen las clavijas. Berlusconi, conocedor de la situación, debió mediar más de una vez. Hasta que una noche, en Verona, se hartó del asunto: «Puede que algunos de vosotros no estéis el año que viene, pero Sacchi sí». Porque si algo definió al Berlusconi presidente -aparte de la fe inquebrantable en su proyecto, por mucho que se alejase de la corriente- fueron sus pactos de sangre.
Desembolsos estrafalarios
De lealtad aprendieron, a las bravas, Adriano Galliani, Ariedo Braida o Silvano Ramaccioni, consejeros aúlicos en cuestiones futbolísticas. Todos fieles, incluso en las peores circunstancias. Como aquel 21 de marzo de 1991 en el Velodrome de Marsella, la más infausta noche del Milan cuando, tras un apagón, Galliani retiró al equipo alegando razones de seguridad. La UEFA apartaría al equipo un año de sus competiciones, inhabilitando otro más a Galliani. En cualquier caso, también entonces era preciso inmolarse en nombre de Sua Emittenza.
El ciclo del gran Milan se cerraría en 1994 con Fabio Capello, otro personaje que Berlusconi se había sacado de la manga. Un colosal 4-0 para enterrar al más brillante Barça de Johan Cruyff. Ya por entonces, volcado en la política, Berlusconi seguía con cierta distancia los asuntos del balón. Sus patinazos, como el multimillonario traspaso de Gianluigi Lentini o la cerrazón con Fernando de Napoli, fichado sólo para arrebatárselo a los rivales, dieron paso a una transición. La última edad de oro llegaría con Carlo Ancelotti, una apuesta de riesgo, ya que no había dado la talla con Inter y Juventus. Las clarividentes apuestas por Clarence Seedorf, Andrea Pirlo o Kaká valieron otras dos Champions más.