Campeón del mundo como jugador y seleccionador, ganó tres Copas de Europa consecutivas con el Bayern Múnich y fue dos veces Balón de Oro. Falleció este lunes a los 78 años, tras padecer varias enfermedades graves.
(GERMANY OUT) 1974 FIFA World Cup in Germany Final in Munich: Germany 2 – 1 Netherlands – Captain Franz lt;HIT gt;Beckenbauer lt;/HIT gt; raising the trophy at the award ceremony| right: Sepp Maier, Paul Breitner – 07.07.1974 Identical with image no 390465 (Photo by Werner Schulze/ullstein bild via Getty Images)ullstein bildMUNDO
Está aceptado en el mundo del fútbol que el quinteto formado, por orden cronológico, por Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Maradona y Messi constituye el repóquer de máximas estrellas históricas. Muchos expertos, periodistas y analistas han incluido a Franz Beckenbauer en ese Olimpo, elevado entonces a la sexta potencia. Nadie, en el fondo, estaría interesado en discutirlo, y mucho menos dispuesto a negarlo.
Escalafón arriba o escalafón abajo, ¡qué más da!, Beckenbauer figura entre los seis, entre los 10, entre los 12 mejores futbolistas de todos los tiempos. Y quizás en el primer lugar en elegancia, una virtud suplementaria, que une la estética a la eficacia. Si hubiera que definir con una sola palabra su estilo, su desenvolvimiento en la cancha, sería esa: elegancia. La elegancia hecha clase. La clase hecha elegancia, no exenta de una contundencia sin violencia alguna, fruto de una técnica exquisita.
Esbelto, bien parecido, dotado de una innata, hipnótica distinción en su figura y movimientos, era un placer para la vista verlo jugar, desplazarse, avanzando con una extraña e indefinible mezcla de rapidez y lentitud. Parecía rápido porque progresaba, recordando la velocidad, con el balón sorteando contrarios que, impotentes, no podían arrebatárselo. Parecía lento porque sus gestos se producían sin brusquedad alguna, imitando la pereza. Era ambas cosas, rápido y lento. Rápido o lento cuando convenía. Lento o rápido cuando le urgía. Dominaba los tiempos mientras gobernaba los espacios. Mostraba una delicada, casi displicente, forma de regatear y pasar, y un disparo potente.
Nacido en Múnich el 11 de septiembre de 1945 en el seno de una familia de clase media (su padre era director de una oficina de correos), en una Alemania recién derrotada y ya deshecha desde la segunda mitad de la guerra, representa la primera generación de alemanes inocentes. El fútbol fue una de las herramientas, de los caminos de reconstrucción del país. Él contribuyó a reconstruir el Bayern. Cuando, en junio de 1964, debutó en sus filas, el equipo vegetaba en la Segunda División.
La columna vertebral
Pero allí estaban ya, conjuntados, tres elementos humanos que, en sus puestos, en cualquier equipo, constituyen la columna vertebral del conjunto: un portero (Sepp Maier), un defensa central-centrocampista (Beckenbauer) y un delantero centro (Gerd Müller). Naturalmente, con ese terceto fundamental, casi fundacional en su trascendencia, el Bayern ascendió de categoría y empezó a reinar en el fútbol alemán y, en buena medida, en el europeo, poniendo de paso las bases de la mejor Mannschaft de la historia, en pugna contemporánea con la Holanda de Cruyff.
Maier y Müller eran dos futbolistas clásicos en sus posiciones. Pero Beckenbauer revolucionó el puesto de líbero. Casi lo creó. Alemania ya había descubierto al elegante prodigio, pero el resto del planeta lo hizo en el Mundial de Inglaterra, en 1966. El joven Beckenbauer (21 años) causó sensación jugando en el centro del campo. Alemania perdió la final (4-2) ante los anfitriones, con aquel gol fantasma de Hurst. Pero, de algún modo, y siempre basada en el también dominador Bayern, comenzó a imponer un estilo y una calidad que condujeron a la consagración del fútbol alemán en la década de los 70.
Entre 1970 y 1976, el Bayern, también vencedor de la Recopa en 1967, ganó tres Copas de Europa consecutivas (1974-75-76) y una Intercontinental (1976). También, entre 1969 y 1974, cuatro Bundesligas. La selección fue semifinalista en México70, campeona de Europa en 1972, del mundo en 1974 y subcampeona europea en 1976. En México, en el memorable partido ante Italia que (4-3) llevó a la azzurra a la final, es inolvidable la figura de El Kaiser, lesionado en el hombro, desempeñándose con un brazo en cabestrillo. Ni siquiera así perdió la elegancia. Incluso la incrementó a causa de las dificultades para mantenerla en tales circunstancias.
Todas las facetas
Balón de Oro en 1976 y 1977, Beckenbauer, 103 veces internacional en tiempos en los que jugaban muchos menos partidos de ese tenor que ahora, se fue al Cosmos neoyorquino en 1977. Volvió a Alemania, al Hamburgo, en 1980. Y, de nuevo al Cosmos en 1983. Como entrenador fue campeón del mundo en 1990. Su impacto en el Bayern, al que también entrenó, fue absoluto y abarca todas las facetas. Lo presidió durante 15 años. Y como presidente honorario ha fallecido.
Resulta especialmente doloroso comprobar cómo la vida, en forma de enfermedades, se cebó prematuramente en alguien tan dotado para, en principio, esquivar sus trampas físicas. Pero había sufrido varias operaciones de corazón, un implante de cadera, un infarto ocular que le había cegado el ojo derecho y padecía Parkinson. Los héroes también son frágiles. Parecen irrompibles, indestructibles. Pero sólo en la mejor memoria de sus mejores años.
España ha acudido a 16 de los 22 Mundiales disputados, y ya casi podemos dar por seguro que se clasificará para el siguiente. De los que faltó, uno fue el primero de todos y lo hizo por voluntad propia. Una lástima, porque teníamos un gran equipo.
Ya conté la semana pasada en este espacio que Jules Rimet, con justicia deportiva y buena visión de futuro, decidió que el primer Mundial se jugara en Uruguay, doble campeona olímpica en París'24 y Amsterdam'28. Aquello se votó en el XVII Congreso de la FIFA, celebrado en 1929 en el imponente Salón del Consejo de Ciento de Barcelona. Junto a Uruguay llegaron como aspirantes Hungría, España e Italia, tras ceder Holanda y Suecia sus pretensiones previas en favor de la tercera. Curiosamente fue el conmovedor discurso del representante argentino lo que provocó un voto final unánime a favor de Uruguay. Pero pasado el calor de aquel emotivo alegato, los europeos empezaron a repasar inconvenientes. El principal, claro, la distancia.
Para España Uruguay era, sí, un país hermano, pero un hermano lejano y desconocido. Jugar allí suponía cruzar el océano, y aún rebullía en las cabezas la tragedia del Titanic (1912). Uruguay era visto como un país en el que una clase criolla minoritaria trataba con dificultad de instalar el modo de vida europeo en un mundo de epidemias, indios, bandidos, descendientes de esclavos y aventureros. Como hemisferio sur que era, se jugaría en invierno, con un tránsito desde el verano español (en realidad sería gradual, pues la travesía tomaba 15 días) que podría producir efectos desconocidos en los jugadores. El Mundial exigiría dos meses: medio para ir, uno para disputarlo y medio para volver. Para los pocos amateurs que aún quedaban, suponía solicitar un permiso extra en sus trabajos, o perderse unos exámenes. En el caso de los profesionales, y esto fue decisivo, sus clubes solían aprovechar el verano para jugar amistosos y recaudar ingresos extra con que pagarles.
Uruguay, feliz con sus dos títulos olímpicos y teniendo el campeonato como elemento central de las celebraciones por el centenario de su fundación, en 1830, hizo una oferta muy generosa: pasaje en barco gratis en primera clase para 20 miembros por delegación (entonces no hacía falta más) y alojamiento y comida en Montevideo durante todos los días que durase la competición y ocho más. También una dieta de dos pesos por persona durante la travesía y cuatro durante los días en tierra. El propio hijo del presidente, Juan Campisteguy, encabezaba el operativo.
España dijo no, por todos esos argumentos más uno de tono patriotero: a los añorantes del Imperio les parecía inapropiado sumarse a los festejos por la independencia de un territorio que había sido nuestro. Tampoco faltaron razonamientos temerosos: podíamos exponer nuestro futbol al ridículo. Uruguay y Argentina habían sido las finalistas de Amsterdam'28. El fútbol del Río de la Plata era temible y así se había comprobado en la gira de una selección vasca en 1922, con un fracaso que aún escocía.
Pero España era una selección muy buena, la mejor que habíamos tenido hasta la del periodo 2008-2012. Precisamente acababa de soltar un trueno en todo el mundo futbolístico, el 15 de mayo de 1929, al vencer en el viejo Metropolitano a la selección profesional de Inglaterra, que nunca antes había perdido en el continente. Los ingleses inventaron el fútbol, llevaban 40 años practicándolo cuando empezó a calar fuera y sacaban esa ventaja a todos. Los pross, como se les conocía, sólo tenían rival en su propia isla, Escocia. Por el continente se asomaban poco, displicentemente, goleaban y se volvían.
Aquí vinieron para cerrar una gira en la que apabullaron a Francia (1-4) y a Bélgica (1-5). España les enfrentó un equipo con varios nombres que han atravesado el tiempo: Zamora, Quesada, Quincoces; Prats, Marculeta, Peña; Lazcano, Goiburu, Gaspar Rubio, Padrón y Yurrita. Puedo recitarlos de memoria por tantas veces como se los escuché a mi padre, que presenció aquello con 16 años y lo tenía como la fecha más feliz de su adolescencia. España ganó 4-3 y los ingleses arguyeron luego en la prensa que les perjudicó el calor (se jugó a las 17.00 horas), la dureza del campo, la ausencia de Dixie Dean, al que no dejó viajar su club, el Everton, y los consejos que Míster Pentland, acreditado entrenador inglés que trabajaba en España, le había dado a José María Mateos, nuestro seleccionador. Así colocaban parte de nuestra victoria bajo patente inglesa. España dio una campanada similar a la que en 1953 daría Hungría con su 3-6 en Wembley, en el Partido del Siglo.
La selección inglesa, aquel 15 de mayo de 1929.ARCHIVO MARCA
Otro ejemplo de nuestra valía: un mes antes, los mismos que luego ganarían a Inglaterra, salvo Bienzobas en lugar de Padrón, batieron por 8-1 a Francia, que sí acudiría al Mundial, donde hizo un papel aceptable: ganó 4-1 a México y perdió por 1-0 ante Argentina y ante Chile. Sirva como referente para lo que pudiera haber hecho España en aquel campeonato.
Aquel partido de Zaragoza produjo una anécdota simpática. Poco antes España había ganado 5-0 a Portugal en Sevilla, los cinco antes del descanso, y el público se enfadó por la pasividad del equipo en el segundo tiempo. Entonces José María Mateos planteó un desafío al grupo: 100 pesetas por cabeza por la victoria y 50 más por cada gol de diferencia. A todos les pareció de perlas y salieron a golear con ahínco. Ya estaban 8-0 cerca del final del partido cuando Mateos se situó tras la portería de Zamora, que se puso a charlar con él, y entre bromas y veras le dijo: «Si me da cincuenta duros [250 pesetas] me dejo meter un gol. Salen ustedes ganando, porque así se ahorran sesenta duros [300 pesetas]». Estaban en esas cuando llegó un contraataque y mientras Zamora recuperaba la posición le cayó el 8-1. Luego hubo bronca en el vestuario, con todos reclamándole las 50 pesetas perdidas por cabeza.
En fin, que, anécdota aparte, España tenía equipo para haber pisado en Uruguay, pero nos quedamos. Al siguiente, Italia'34, sí nos apuntamos. Al ser el segundo y además en Europa, se inscribieron más de los 16 fijados para la competición, que se habría de desarrollar en octavos, cuartos, semifinal y final. Quisieron acudir justamente el doble, 32, así que hubo que hacer una eliminatoria previa. Se escogió, con buen sentido en aquellos tiempos de viajes todavía penosos, un criterio geográfico. Así que nos tocó enfrentarnos con Portugal.
Aquel doble choque fue la consagración de un grandioso delantero, el guipuzcoano Isidro Lángara, de carrera desdichadamente leve en España. El partido de ida fue en el viejo Chamartín, cuyo solar ocupaba parte de lo que hoy es el Bernabéu. Estuvo precedido por una concentración en El Escorial, algo inédito, prueba de la importancia que se dio al asunto. Hubo lleno de gala (24.000 espectadores), recaudación récord (150.000 pesetas) y presencia del mismísimo presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora. Se disputó el 11 de marzo, con llovizna, y el césped resbaladizo perjudicó a los portugueses, que aún jugaban mayoritariamente sobre tierra en su país. Aquello acabó en un espectacular 9-0, con cinco tantos de Lángara. La vuelta fue una semana más tarde, en el seco y pelado Lumiar de Lisboa.
Isidro Lángara, durante un calentamiento.ARCHIVO MARCA
No contaban los goles, cada victoria valía dos puntos, de modo que en caso de ganar Portugal habría desempate. Empezaron adelantándose los lusitanos en el minuto 8, pero Lángara replicó en el 13 y en el 25, dando una nueva victoria a España. Una vez en el Mundial, marcó el primer día dos a Brasil, eliminándola, y en cuartos cayó lesionado en el durísimo partido contra el anfitrión. Fue el gran archigoleador de nuestro fútbol. Por desgracia, sólo jugó en la selección de 1932 a 1936, dejando un imponente saldo de 17 goles en 12 partidos.
Nació en Pasajes, Guipúzcoa, aunque se crio en Andoain y jugó en el Tolosa, donde le descubrió el Oviedo, que le incorporó en Segunda en la 1930-1931. Al tercer año subió a Primera, con 59 goles suyos en 54 partidos. En sus tres temporadas en Primera hasta la guerra marcó 82 en 63 partidos. Obviamente, fue máximo goleador del campeonato las tres. La guerra le encontró de vacaciones en Andoain y tuvo un apretón tremendo. La Revolución de Asturias de 1934 le había pillado en la mili, como soldado tuvo que acudir a los disturbios y hasta se publicaron fotos suyas, de uniforme y con su casco, disparando a los mineros con el máuser tras un parapeto. Al producirse el golpe de Estado fue detenido e internado en el Bizcargui-Mendi, un barco prisión del que le rescató Eduardo Iturralde, abuelo del conocido ex árbitro. Le tuvo refugiado en el hostal-restaurante de una prima hasta que pudo enrolarse en la selección vasca que emprendió una gira por Europa y América a fin de recaudar fondos para la República.
En América, el grupo, cuyos resultados fueron espectaculares, se dispersó entre varios equipos. Él fue al San Lorenzo, donde tuvo un debut estrepitoso con cuatro goles al River Plate nada más bajarse del barco. Alfredo di Stéfano me contó que estuvo en aquel debut de la mano de su padre y que era capaz de identificarse entre la masa del graderío en una de las fotos lejanas que muestran al jugador celebrando uno de sus tantos. Jugó allí cuatro temporadas derrochando goles hasta que tras una gira del equipo por México le fichó el España para el estreno de la liga profesional mexicana.
En 1946 le pudo la nostalgia y atendió una llamada del Oviedo, que le ofreció 100.000 pesetas de ficha más 1.250 de sueldo, un gran contrato. Viajó en barco hasta Bilbao, y de allí en tren hacia Oviedo, pero se concentró tal multitud en la estación que le apearon en Colloto, a 10 kilómetros. Su regreso fue un trueno en la ciudad, que se colmó de hablillas sobre él y su novia abandonada, sobre si le había o no guardado ausencia. En su reaparición el Oviedo ganó 6-1 al Racing y él marcó cuatro, negando las primeras impresiones de los que le habían visto fondón, con grandes entradas y aire de señor mayor. En la primera Liga marcó 18 goles en 20 partidos e incluso fue convocado a la selección, aunque de suplente de Zarra. En la segunda, 35 años, se quedó en nueve partidos y cinco goles. Regresó a México y allí se quedó, con frecuentes viajes España, siempre con el mismo recorrido: Madrid-Oviedo-Andoain y vuelta. Cuando le atrapó el Alzheimer, en 1990, se asentó en casa de una sobrina, en Andoain. Murió en 1992.