Verstappen, en su celebración en el podio.JOHN THYSAFP
La Fórmula 1 se va de vacaciones. Tres semanas que algunos aprovecharán para cargar las pilas y otros para lamer sus heridas antes de que entremos en las últimas diez carreras de este campeonato. Haciendo números fáciles, Max Verstappen podría prolon
Hazte Premium desde 1€ el primer mes
Aprovecha esta oferta por tiempo limitado y accede a todo el contenido web
Al cronista no le resulta fácil narrar epopeyas con guion repetido. Ya sabemos que cuando lo extraordinario se transforma en cotidiano lo atractivo pierde lustre. Sin embargo, la reiteración de historias mayúsculas mantiene su encanto. Eso es lo que sucede con Tadej Pogacar. El esloveno cautiva por su estilo, intensidad y descaro. Este domingo volvió a impactar con su abrumador triunfo en la prueba en ruta del Europeo disputado en la zona de Drôme-Ardèche (Francia).
Nuevo laurel para el infatigable coleccionista de oros y de maillots arcoíris. Pogy, cuádruple vencedor del Tour de Francia y bicampeón Mundial, ya suma 106 victorias, 18 de ellas en esta temporada. La plata fue para Remco Evenepoel. La misma historia que en el Mundial de Kigali. Venganza imposible para el Pitbull.
Tercero fue el nuevo fenómeno francés Paul Seixas (19 años). Cuarto, el italiano Christian Scaroni. El sexto puesto fue para el español Juan Ayuso, que peleó hasta el final para subir al podio. Una sexta plaza que cerró un excelente campeonato de la expedición española, con tres medallas de oro (Paula Ostiz, en crono y en ruta júnior, y Paula Blasi, en línea sub-23) y un bronce (Héctor Álvarez, en ruta sub'23).
La prueba en ruta masculina se disputó en un quebrado recorrido de 203 kilómetros, con más de 3.300 metros de desnivel, con salida es Privas y meta en Guilherand-Granges. La subida a Saint-Romain-de-Lerps (6,8 kilómetros al 7,3%) se superó tres veces a mitad de carrera y la de Val d'Enfer (1,7 kilómetros al 9,3%) se ascendió en seis ocasiones. El campeonato se presentó como el primer desafío de un día, al estilo clásica, del nuevo tridente del ciclismo mundial: Pogacar-Vingegaard-Evenepoel.
La cita comenzó a decidirse a 100 kilómetros de la meta, cuando Jonas Vingegaard se quedó a cola de un grupo cabecero de más de 50 unidades. El danés negaba con la cabeza, certificando que sus características de corredor de fondo no se amoldan a los exámenes de un día. Poco después, en un descenso de Saint-Romain-de-Lerps, aceleró Evenepoel y a su estela se colocaron Pogacar, Ayuso, Mohoric, Skjelmose y Sivakov. Todos ellos a un minuto y 15 segundos de un grupo de 13 fugados que fueron neutralizados a 90 km de meta.
Abandono de Vingegaard
A falta de 74 km para la llegada, sucedió lo que todos esperaban y nadie pudo evitar. La enésima copia de una obra consabida. Atacó Pogacar y Evenepoel peleó por seguirle. El belga claudicó en el intento y fue alcanzado por Seixas. Por detrás conectaron Ayuso y Scaroni. A esas alturas de la carrera, Vingegaard ya había abandonado. El danés no competía desde el caótico final de la Vuelta a España.
A 60 kilómetros de la conclusión, la ventaja del esloveno sobre el cuartero perseguidor ascendía a 23 segundos. Evenepoel, enrabietado, comandaba la caza, con Ayuso por detrás en las dura subida a Val d'Enfer, sin dar relevos. A 50 km, la renta sobrepasó los 40 segundos. Una progresión que el esloveno mantuvo en las tres últimas vueltas del circuito francés, hasta llegar al minuto en la línea de meta. A falta de 38 km, Evenepoel se cansó de la falta de colaboración de sus compañeros y se marchó en solitario. Entonces, Ayuso administró energías para pelear el bronce con Seixas y Scaroni. Y en esa pugna, el más listo fue el francés, el nuevo ídolo de una afición que busca un heredero sólido para Bernard Hinault. Ayuso se quedó descolgado en la última subida. En la recta final fue superado por el letón Toms Skujins, que venía en el grupo posterior y le arrebató la quinta plaza.
Pogacar estuvo dos horas caminando en soledad para coronarse en un campeonato Europeo que conoció la mayor notoriedad de las solo nueve ediciones disputadas. El campeón multiplica la repercusión de los escenarios a los que acude. Es un filón.
Decimoctavo triunfo de una temporada espléndida, con victorias en más del 50% de las pruebas disputadas y con podios en el 90%. Venció en el Tour de Francia, Mundial en ruta, Dauphiné, Lieja-Bastoña-Lieja, Flecha Valona, Tour de Flandes, Strade Bianche, Tour de UAE. Fue segundo en París-Roubaix, Amstel Gold Race y G.P. de Montreal; y tercero en Milán-San Remo. En la contrarreloj del Mundial de Ruanda fue cuarto; y en el G.P. de Quebec, 29º. Asombroso.
A la hora de glosar la carrera de Rafel Nadal, que este jueves anunció su retirada del tenis el mes próximo en las Finales de Copa Davis, me resulta inevitable evocar nuestra primera conversación. Fue el 15 de agosto de 2004, tras dejar sobre la tierra de Sopot la huella prístina de una carrera difícilmente homologable, que registró, con el decimocuarto Roland Garros, el último de sus 92 títulos 18 años más tarde. En aquella charla, a través del teléfono, surgía la voz tenue de un muchacho que, como explicó en el vídeo testamentario de su adiós, estaba lejos de imaginar el viaje que iba a trazar en la historia del deporte.
No por esperada, desde que su cuerpo se negó a obedecer su apetito de insaciable competidor, deja de estremecer una noticia capaz de imponerse en las cabeceras de todos los diarios e informativos, de arrinconar por unas horas el impacto del fragor de las guerras y la tormenta política de su país. Se marcha uno de los más grandes deportistas de siempre, cuyos logros, entre los que se encuentran nada menos que 22 títulos de Grand Slam, cinco Copas Davis, 209 semanas como número 1, un oro olímpico individual y otro en dobles, trascienden el puro valor del éxito y estarán siempre unidos a la forma de lograrlos.
Porque la figura de Nadal está asociada a un espíritu incombustible, a ese never say die que le acompañó también en la vocación de un cierto espíritu nietzschiano por su afán de reescribir un eteno retorno. Fueron muchas las ocasiones con motivos suficientes para firmar la rendición, y desde muy pronto, con la temprana aparición, a los 19 años, de los problemas endémicos en el escafoides del pie izquierdo que amenazaron con cortar el seco el majestuoso vuelo de su raqueta.
Pero el jugador al que ya hace tiempo echamos de menos, resignados al azote contumaz de los percances físicos que sólo le han permitido disputar 19 partidos esta temporada y únicamente tres el pasado año, se reveló capaz de abrirse paso una y otra vez, de reivindicar su nombre frente al empuje de las nuevas generaciones y de mantenerlo vivo en esa pugna irrepetible con Roger Federer, que le precedió a la hora de dejar caer la hoja roja, hace ya dos cursos, y con Novak Djokovic, aún en danza, agotando las últimas reservas de su combustible.
Nunca el tenis disfrutó de tres protagonistas tan ilustres conviviendo en un mismo y largo período, prolongado durante casi cuatro lustros, algo que proyecta aún más lejos su legado. Nadal fue el primero en cuestionar la rapsodia de Federer, de discutir con sus propias armas su reinado. Lo hizo ya derrotándole por sorpresa en el Masters 1000 de Miami, en 2003, y llevándole al límite en la final de ese mismo torneo un año después, y proclamó en voz muy alta, meses más tarde, superándole en las semifinales de Roland Garros, en la antesala de la primera de sus copas de los mosqueteros, que este juego entraba en una nueva era.
Lin Cheon, una foto del Big Three, Djokovic, Federer y Nadal.Lin CheongAP
Nadal y Federer caminaron de la mano, separados por la red pero juntos a la hora de enviar un mensaje de profundo calado en su exclusiva narrativa, que incorporaba, al lado del hermoso contraste de personalidades y estilos, los principios de una sana disputa puramente deportiva que alcanzó los 40 partidos. En ella se detuvieron escritores como David Foster Wallace, autor de El tenis como experiencia religiosa (Ramdom House), donde, sin disimular su fascinación por Federer, a quien dedicó el libro, recoge la capacidad de retroalimentación que siempre hubo entre ambos.
Resulta difícil contar la historia de Nadal sin la figura del estilista suizo, como fue inevitable acudir a su némesis a la hora de enfrentarse al también delicado ejercicio de despedir al ocho veces campeón de Wimbledon. También allí, precisamente allí, aconteció uno de los episodios medulares en la historia del zurdo, que es simultáneamente parte de la mejor historia del tenis. En una final, la de 2008, con la impronta de Alfred Hitchcock, sacudida por los azares de la climatología británica, interrumpida y dilatada hasta que la noche insinuó seriamente su aplazamiento, Nadal puso fin a la autocracia de Federer en su territorio sagrado y se convirtió en el primer español capaz de ganar el torneo en el cuadro masculino desde que lo hiciera Manolo Santana. Aquel partido fue considerado entonces como el mejor de siempre. Y diría que tal catalogación mantiene aún toda su vigencia.
Si Santana, a quien tampoco nunca terminaremos de decir adiós, puso al tenis español en el mapa, Nadal trascendió todas las categorías fronterizas. El chico que se inició bajo la estoica tutela de su tío Toni, cuyo nombre aparece en lustrosas versales en la construcción de todos sus logros, como un aparente especialista sobre tierra batida, devino en un profesional capaz de reinventarse para imponer su discurso en todas las superficies.
No sólo ganaría en dos ocasiones sobre el pasto del All England Club, sino que su constante deseo de aprendizaje y superación le llevarían también a tomar el poder en cuatro ocasiones en el Abierto de Estados Unidos y otras dos en el Abierto de Australia, la última de ellas, en 2022, en una plasmación catedralicia de su ardor y resiliencia, levantando un partido imposible a Daniil Medvedev cuando acababa de regresar de otro de sus largos períodos recluido en el arcén. Forma, junto a Donald Budge, Roy Emerson, Fred Perry, Rod Laver, Andre Agassi, Roger Federer y Novak Djokovic, la ilustre nómina de quienes han logrado inscribir su nombre como campeones de los cuatro grandes.
Amor por la Davis
Ese permanente viaje de ida y vuelta sólo ha sido posible gracias al amor y la pasión por aquello que aún seguirá haciendo hasta que ponga el definitivo cierre en Málaga, precisamente en la Copa Davis, en la competición que le alumbró como un entonces insospechado líder. Hace dos décadas, en Sevilla, frente al Estados Unidos liderado por Andy Roddick, con la valentía y complicidad del equipo de capitanes formado por José Perlas, Jordi Arrese y Juan Avendaño, Nadal transgredió el guion para llevar a España a la conquista de su segunda Ensaladera, aunando voluntades junto a Carlos Moyà, el hombre que tomó el relevo de Toni en su rincón.
Su carácter inspirador tuvo un efecto inmediato en nuestro tenis, al frente de jugadores tan importantes como David Ferrer, que será su último capitán, Feliciano López, Roberto Bautista, Fernando Verdasco o Pablo Carreño, todos ellos nutridos por cualidades de las que no sólo adolecía el tenis sino el deporte español en su globalidad. Sin Nadal sería difícil entender un fenómeno como el de Carlos Alcaraz, tan distinto en su manera de desenvolverse en la pista, tan parecido a la hora de interpretar la esencia del juego. Pronto vio en él a alguien armado para tomar su relevo, incluso antes de someterle en su primer enfrentamiento, en Madrid, el día que el murciano ingresó en la mayoría de edad.
Nadal tocó de lleno el corazón de los aficionados de todo el mundo como ahora, con su propia singularidad, lo hace Carlos Alcaraz. Pudimos disfrutarles juntos en los Juegos de París, después de que el mallorquín recibiese el emocionante homenaje de la ciudad y el recinto donde luce su efigie como uno de los portadores de la antorcha olímpica. Aún nos queda un postrero disfrute a partir del 19 de noviembre, con su hasta ahora negada alianza en la Copa Davis, escenario elegido por Nadal para su último baile, quien sabe si para clausurar el formidable relato con un desenlace tan brillante como aquel que le dio comienzo.