Final (1-0)
El internacional español decide una final muy disputada, donde el Inter compitió a gran nivel y exigió la mejor respuesta de Ederson (1-0).
El éxito, el de verdad, duele por inalcanzable. No depende de ganar un partido. Tampoco de alzar una Champions porque ya toca. Porque dicen que eres el mejor, y el mejor sólo puede ganar, nunca perder. Ni siquiera tiene que ver con la riqueza, aunque no se adivine la última moneda del pozo; ni con haber reescrito fundamentos de un deporte que sospecha de quien innova. O, mucho peor, de quien se obsesiona y sufre. El éxito, el de verdad, es quedar en paz. Pep Guardiola lo ha conseguido. Y mucho tendrá que agradecérselo a un futbolista al que la fama y la industria le traen sin cuidado. Rodri Hernández marcó un gol por el que siempre será recordado y con el que el Manchester City logró tumbar al formidable Inter para conquistar la primera Champions de su historia. La tercera de Guardiola.
Lejos del cobijo de Leo Messi, el mejor futbolista de siempre, y de aquel Barcelona que convirtió lo inverosímil en rutina, con las Copas de Europa de Roma y Londres como huellas imperecederas, el técnico de Santpedor pasó 12 años intentando descubrir si sería capaz de romper el techo de la desconfianza. Con la Champions de Estambul ante el regocijo del jeque Mansour bin Zayed, que no asistía a un partido de su equipo desde hacía 13 años, el grupo de Guardiola completa una temporada de ensueño al enhebrar la Copa de Europa a la Premier y la FA Cup.
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La primera lejos de Messi y del ‘pequeño país’
No es Estambul una ciudad que invite a la coherencia. Guardiola y Simone Inzaghi, al menos, trataron de alejarse de ese pegajoso caos turco a partir de unas alineaciones aparentemente cuerdas, y sin más sorpresas que un par de necesarios retoques. Mientras el técnico del City dejó en el banquillo a Kyle Walker -la ausencia de un extremo puro en un rival con dos puntas le hizo apostar por Nathan Aké como tercer central-, el entrenador del Inter agradeció ofrecer la titularidad a un multiusos de la trinchera como Marcelo Brozovic.
Imposibilitar la circulación
El primer acto, gomoso y por momentos insoportable, evidenció una de las máximas del fútbol en las que sólo uno repara cuando ya es demasiado tarde: no hay rival más incómodo en una final que un equipo italiano. Y ese Inter en el que pocos reparaban, que había ido pasando rondas a la chita callando, consiguió desnaturalizar por completo a ese City que venía practicando el mejor juego del continente. Las razones fueron múltiples, aunque Guardiola ya había avanzado algo en la víspera.
Una escuadra italiana, con 0-0, se ve ganadora. Y los nerazzurri así se comportaron, mezclando una presión sostenida gracias a la solidaridad de sus piezas, y haciendo imposible una circulación limpia por parte de su rival. Lo sufrió Rodri, que partía como mediocentro único mientras John Stones, desde el interior, elaboraba todo lo que no podían Ilkay Gündogan, Kevin de Bruyne, Jack Grealish o Bernardo Silva, quien había inaugurado la noche buscando la escuadra. Inzaghi, además, procuraba mantener un tres contra tres en el frente descolgando al carrilero Denzel Dumfries junto a Edin Dzeko y un Lautaro Martínez que no pudo coronar su gran año con el Inter. El campeón del mundo con Argentina recordará por años el balón que le sacó Ederson en el segundo tiempo aún con 0-0, después de que entre el meta y Akanji se hubieran desentendido del cuero con grosera pachorra.
Erling Haaland, con Francesco Acerbi colgado en su chepa, corría de un lado a otro esperando balones que nunca llegaron. No fue su ésta su final. Sólo pudo encontrarlo De Bruyne en el primer tiempo, pero su disparo, ya escorado, lo repelió André Onana. Pero justo cuando el City parecía que podría encomendarse al belga, los demonios volvieron a cruzarse en su camino. A la media hora se sentó, con la musculatura a punto de estallar. Intentó seguir. Incluso se atrevió a jugar cinco minutos más mientras Phil Foden aguardaba ya con la camiseta puesta. Pero su cuerpo ya no respondía. Su destino, así, tuvo que ser el mismo que en la final de 2021, cuando salió del campo llorando tras un golpetazo contra Antonio Rüdiger, entonces defensa del Chelsea.
Dramática desesperación
El Inter no había sumado una sola ocasión antes del descanso. Pero su hinchada gritaba sin parar. Los aficionados del City, mientras, adoptaban la postura de quien mira la obra tras la verja. Brazos cruzados, cara de interés y a esperar a la llegada de la excavadora como quien contempla una pintura dadaísta. Quien encontró la insospechada solución fue Manuel Akanji, antesala del centro rechazado a Bernardo Silva y del glorioso remate a gol de Rodri.
El Inter no quiso rendirse. Federico Dimarco incluso estrelló el balón en el larguero antes de que se entrometiera Romelu Lukaku, sustituto del lesionado Dzeko. Pero el ariete belga, tal y como le ocurrió en el Mundial, se reencontró con la fatalidad. Su desesperación fue ya dramática cuando, ya en el minuto 88, vio cómo le arrebataba el empate con el pie Ederson, heroico hasta el último pestañeo.
Guardiola, con el rostro compungido, desencajado en su alegría, quizá comience a comprender ahora aquella vieja letra de Jaques Brel: «No hay trampa peor para unos amantes que vivir en paz».