Berlín no es Madrid, ni Viena, ni Johannesburgo ni Kiev. Ni falta que hace. Berlín es Berlín, y desde este domingo el nombre permanece ya para siempre en la historia de un país, España, como la ciudad donde la selección culminó una epopeya maravillosa, la de su cuarta Eurocopa, tejida desde la diversidad más bonita, desde la fe, ciega, en un imposible, desde la humildad, sincera, de quien se reconoce en el compañero, más allá de su color y el de su camiseta, desde la convicción, firme, de que el camino era el correcto, desde la seguridad, en fin, de que esto era real. Vaya que sí. España, la reina, recupera el trono de Europa 12 años después, nadie tiene más Eurocopas, cuatro, nadie la quiso más en Alemania, expulsando en su camino a cuatro campeonas del mundo, ganando los siete partidos, llevándose todos los trofeos individuales (el mejor joven y el mejor jugador) deleitando la vista unas veces y mordiendo los labios otras, como ayer, cuando desmanteló a Inglaterra en un cuarto de hora sublime, pero se levantó con la mandíbula firme del gol del empate. [Narración y estadísticas (2-1)]
España ha sido el equipo más completo, el mejor. Luis de la Fuente ha construido una familia que, además, observa el futuro con una sonrisa, pues los niños, los fabricantes del primer gol, son insultantemente jóvenes, y el corazón del grupo ronda los 27 años. Ríe hoy España y mira a los que nunca le dieron ni el pan ni la sal, pero los mira con el corazón limpio, sin reproches. España es campeona de Europa con todas las letras, nadie se ha acercado siquiera a ella desde el pasado 15 de junio, cuando debutó en este mismo estadio, en esta misma ciudad, Berlín, que no es Madrid, ni Viena, ni Johannesburgo ni Kiev. Berlín es Berlín, qué carajo.
El Olímpico vio a una selección madura, respetuosa, tranquila, con los niños sentados en el sofá sin pedir de comer en casa ajena, pero mirándose con la picardía de quien no va a aguantar mucho y termina levantándose sin permiso para coger una chuchería. Eso hicieron Lamine Yamal y Nico Williams nada más comenzar la segunda parte, desmontar el partido con una trastada, y de ahí nació el partido que enseñó, escrito está, todas las versiones de este equipo: la brillante, hasta el empate, y la madura, desde él, para levantar el trofeo con una sonrisa mestiza, millenial, una sonrisa que reconoce al diferente como igual, una lección de fútbol, y de vida, para todo un país.
Enredados en la tensión
En fin, que el saque de inicio correspondió a Inglaterra. El balón fue directamente a Pickford sin pasar por nadie, y el portero del Everton mandó una pelota larguísima que salió por línea de fondo. Ese saque lo hizo España en corto, de Unai Simón a Le Normand, y la jugada salió limpia para morir, como todas las de la primera parte, en la maraña que los ingleses montaron en el balcón de su área. Fueron las dos primeras jugadas del partido, algo así como una presentación de intenciones.
Dos no se pelean si uno no quiere, y como hubo uno que no quiso, pues no hubo pelea en la primera parte. Inglaterra salió a que no pasara nada. Pero nada era nada. Ella estaba dispuesta a no atacar, y se metió tan atrás que impidió a España hacerlo. Enredados los dos equipos en la tensión propia de una final, en lugar de un partido de fútbol aquello devino en una partida del Risk, por no recurrir al tópico del ajedrez. Cada movimiento de España era contrarrestado por Inglaterra. Southgate empleó a Foden para perseguir a Rodrigo, y a Mainoo para atosigar a Fabián. Rice vigilaba con el cogote los movimientos de Dani Olmo.
Como quiera que los extremos no podían recibir en ventaja, la cosa se atascó de mala manera. No hubo que contabilizar ni una sola parada de los porteros. España tuvo más el balón, sí, pero fue para nada, mientras que Inglaterra se fue acomodando en esa monotonía en la que metió la noche. Ninguno de los entrenadores había inventado, quizá no había que hacerlo (Southgate metió a Saw en lugar de Trippier, pero vaya), y ninguno de los jugadores quiso pasar a la historia como el tipo que se equivocó en una final. Jugaron todos con miedo, agarrotados, y de ese modo salió un tostón muy serio hasta el descanso.
Inglaterra no quería jugar, y España no quería arriesgar, confiada en que el paso de los minutos validase el día más de descanso que había tenido por jugar su semifinal el martes. El partido, así las cosas, necesitaba que ocurriese algo. Lo que fuera, algo que agitase las cosas en cualquier dirección. Y lo que ocurrió fue que Rodrigo se marchó llorando al vestuario, lesionado, y el faro de España se quedó sin luz. En su lugar apareció Zubimendi, en otra demostración más de que, si falla el titular, aquí juega el suplente. Sin más. Pero claro, en el caso del mejor mediocentro del mundo, la baja podía ser más grave.
No dio tiempo a reflexionar mucho sobre ello pues a los dos minutos llamaron a la puerta los niños con el ímpetu de quien quiere jugar a la pelota en el parque. La cogió Lamine en su banda, tiró la diagonal hacia dentro amagando con la cintura, atrajo la basculación de los ingleses y descargó, justo a tiempo, para la llegada de Nico, que cruzó abajo, imposible para Pickford y sus florituras. Pudo sentenciar Olmo un minuto después, con Inglaterra grogui, pero el caso es que lo que necesitaba el partido, ya había ocurrido, y encima había sido bueno para España.
Ya por delante, la selección, claro, empezó a jugar más suelta y mereció sentencia. Quitó Southgate a Kane, inmóvil, pero el cambio que le dio la vuelta al partido fue la entrada de Palmer. En una mala salida a la presión de Cucurella, Inglaterra armó su mejor ataque y un disparo incontestable del futbolista del Chelsea igualó el partido a falta de 20 minutos, ya con Oyarzabal por Morata en el campo. Pero esta España es mucha España. Agarró de nuevo la pelota, tranquilizó al personal y fue acumulando ocasiones hasta que Cucurella, un catalán que vive en Londres, encontró a Oyarzabal, un vasco sin complejos, para poner el punto y final a una preciosa historia de amor por el fútbol y por la vida. La vida de todos para todos. La vida en España.