Cuando era niño, Adrián Vicente (Madrid, 1999) se acurrucaba con su padre en el sofá en su casa de Mejorada del Campo y veía películas de Van Damme, Bruce Lee y Jackie Chan. «Terminaban y ya estaba por el salón pegando patadas», revive ahora que hizo del taekwondo su vida, con billete para París (-58 kilos), donde tratará de superar los cuartos de Tokio y continuar con la tradición española olímpica de este deporte nacido en Corea.
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Pero tantas veces la reacción a un hecho inesperado es lo que define a las personas, lo que propulsa las tramas posteriores. Hace seis años, este chico espigado y sonriente, que habla tan rápido como golpea, tenía 19 y se vio en mitad de una guerra. La Federación de Taekwondo, apoyándose en los resultados, había decidido que iba a ser él quien representara a España en Tokio en detrimento de Jesús Tortosa, quien había logrado la plaza para el país. En mitad de ataques, denuncias e insinuaciones, él optó por el silencio.
«Soy una persona positiva y afronto todo así. Pero esos meses… Yo no dije ni mú, me callé la boca, no actué. Pero sí, fue duro. Por redes me atacaron mucho, me insultaron, me llamaba ‘robaplazas’. Gente anónima. Yo pasaba. E intentaba que todos a mi alrededor estuvieran tranquilos. Pero fue chungo, difícil», recuerda ahora de aquel trayecto que le obligó a «tener que demostrar algo». «Pensaba, si no gano, a ver qué van a pensar. Era top 10 mundial y decían que acababa de llegar. Pero en el Europeo hice final. Sólo faltó la medalla en los Juegos. Ahora vendrá. La verdad es que maduré», cuenta si atisbo de rencor.
Porque el tiempo parece haberle dado la razón. El año pasado fue bronce mundial y junto a su amiga, paisana y tocaya Adriana Cerezo (ambos empezaron en el mismo gimnasio de Alcalá de Henares) disparan las expectativas nacionales (también tienen billete Javi Pérez Polo y Cecilia Castro). «Eso nos preguntamos nosotros, de dónde viene la tradición. Tenemos un gran bagaje, las medallas están aseguradas. La clave es el alto nivel que hay en España, en la competición interna que tenemos», apunta.
Adri, que además de su dedicación al taekwondo estudia dos carreras a la vez (Educación Infantil e INEF), no fue el típico niño prodigio. «No empecé hasta los 12. Hubo una exhibición del club al que luego iría. Había atletas coreanos, dando patadas por el aire, rompiendo maderas… Terminó y dije: ‘Mamá, yo quiero hacer eso’», hace memoria del flechazo. «Tenía un poco el biotipo: alto, patas largas… Mi entrenador lo vio, pero durante más de un año sólo entrenábamos. No tenía ninguna base. Y las primeras competiciones fueron fatal, me quedaba bloqueado, me entraban muchos nervios. Pero me gustaba. Mis padres me decían, ‘pero por qué sigues’»
Fue en un Campeonato de España en 2016 cuando se convenció de que realmente era lo suyo. Cinco años después estaba a centímetros de una medalla en Tokio, aunque eso supusiera un trago «agridulce». «Las semanas posteriores estaba triste y melancólico», desvela quien hace bandera de su normalidad, de sus paseos por Meco con sus perros los fines de semana, de su vermut y sus cenas de desconexión, de ese lado tan opuesto a su agresividad en el tapiz. «Soy delgadito, no tengo aspecto fiero… pero soy cañero. Me va la gresca y muchas veces me tienen que frenar. Entro a los palos, me encanta. Pero hay que ser inteligente, si voy 8-0, no voy a seguir yendo. Pero entrenando, si toca gresca…», ríe Adrián mientras sueña con verse de oro en el Gran Palais de París en unos meses.