Mientras se corría la correspondiente etapa de la Vuelta a Arabia (AlUla Tour) por cintas de asfalto atravesando rojizos y solitarios páramos marcianos. Mientras se anunciaba que, a causa de un corte en el ojo sufrido por Tyson Fury, no se celebraría en Riad el 17 de febrero el combate con Oleksandr Usyk por la unificación de los cuatro cinturones de los pesos pesados. Mientras sucedía todo esto y algunas cosas más, el viernes arrancó en México la tercera temporada de la Liga Saudí de Golf. El LIV, esa competición rival del PGA Tour que ha causado un cisma en el golf mundial.
El multimillonario fichaje del mediático Jon Rahm puso el foco en una organización que, incluso en el pragmático deporte superprofesional, merece la antipatía que suscita toda actividad regida exclusivamente por el imperio del dinero. Si el dinero corrompe, el dinero absoluto corrompe absolutamente.
También vicia el deporte. Desde nuestra incompetencia para juzgar decisiones ajenas, la compra de Rahm, así como la de Nadal, por parte de la teocracia suní no ha contribuido a mejorar entre nosotros la imagen de ambos. Nunca la deteriorará hasta el punto de regatearles un ápice de admiración y gratitud. Pero el tránsito a Oriente no ha servido para aumentarlas. Una cortés negativa de quienes no necesitan ni más publicidad ni más caudales les hubiera incluido oficialmente entre aquellos para los que el dinero no lo es todo. Al menos siempre y según con quién.
La PGA ha reaccionado volcando en los links 2.500 millones de dólares aportados por un grupo de dueños de otras franquicias deportivas. La pasta irá a parar a los bolsillos de los jugadores para retenerlos en casa. Error estratégico y ético. En la lucha económica, siempre perderá, perderemos, frente a los países del Golf(o) Pérsico. Y, además, supone aceptar las reglas de un juego perverso y desquiciado. El deporte debe enfrentarse a advenedizos y arribistas con otras armas no tan groseras y oponer la elegancia de la tradición de los viejos hidalgos, no exentos de defectos, a la tosquedad sobornadora de los nuevos ricos, ayunos de virtudes.
No se pueden prohibir ciertas prácticas, pero sí desdeñarlas hasta que se vean obligadas a ahogarse en su desarraigo y artificialidad. Tomemos el ejemplo del fútbol. No ha caído del todo en el garlito y ha dejado para la Liga de Arabia el papel de geriátrico de lujo con incrustaciones de guardería.
El mismo fondo de riqueza soberano saudí (Public Investment Fund) propietario del LIV y de los cuatro clubes más importantes del país cerró el grifo en el mercado de invierno. En el veraniego, la Pro Saudi League se gastó 950 millones de euros. En el invernal, 23. El fútbol en Arabia, como en China en su momento, no despega, ni el país recibe por su mediación un prestigio político al que no se hace acreedor entre las democracias del mundo.
El Corán dice otra cosa. Pero, según la Biblia, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios. Según el Evangelio de la pelota, es más difícil que Arabia acceda al trono del fútbol que un balón entre en un hoyo de golf.