En 2007, en la borrachera aperturista que para China supusieron los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, el Gobierno entonces presidido por Hu Jintao presentó su proyecto estrella para el Everest. Primero construiría una autopista hasta el campo base norte de la montaña más alta del mundo y, después, un hotel con spa, un museo y un helipuerto. A 5.150 metros de altitud, una ciudad de vacaciones. Los vaivenes políticos en el país y las protestas en el Tíbet entre 2010 y 2012 hicieron que los planes se encogieran -ni siquiera se puso la primera piedra del resort-, pero igualmente se asfaltó una pista desde la ciudad de Shigatse hasta los pies del Himalaya. ¿El resultado?
El pasado viernes, una tormenta sorprendió a más de 500 senderistas en los caminos entre el Everest y el Cho Oyu, y durante varios días se realizaron labores de rescate, con un fallecido que lamentar. Fue una tragedia, una concatenación de adversidades, pero sobre todo fue la demostración de que no hace falta hollar el techo del mundo para estar en peligro. Basta con acercarse.
«China construyó infraestructuras con la intención de controlar el Tíbet, empezó a llevar allí a vivir población de la etnia mayoritaria y a montar una especie de parque temático turístico alrededor del Everest, el Cho Oyu, el Makalu y el Lhotse, los cuatro ‘ochomiles’ de la zona. En festividades como la Golden Week, su Semana Santa, miles de senderistas chinos sin experiencia ni aclimatación se plantan a 5.000 metros de altitud con un cortavientos y unas zapatillas de ciudad. Y luego caen dos metros de nieve en una tormenta y pasa lo que pasa», cuenta Sebastián Álvaro, montañero, escritor y director de Al filo de lo imposible en TVE durante 27 años, que conoce bien la zona porque allí rodó un documental sobre la mítica expedición de George Mallory y Andrew Irvine en 1924.
EFE
Según sus cálculos, las informaciones oficiales que hablan del rescate de cientos de personas en apenas 48 horas tienen que ser imprecisas porque «allí no hay equipos de alta montaña». «Nunca sabremos qué ha ocurrido de verdad», apunta. «Desde Tingri, el poblado más cercano, enviaron a unos cuantos bomberos que no tienen experiencia y que están superados por toda la gente que acude al campo base norte del Everest», analiza Álvaro. Y los datos le dan la razón.
Medio millón de visitantes
Tal y como se vanagloria el propio Gobierno chino, el año pasado se superó por primera vez el medio millón de visitantes en lo que llaman la «zona escénica del Everest», una cifra exagerada. Aunque tiene una superficie que duplica la española, el Tíbet apenas cuenta con tres millones de habitantes y sus servicios públicos son mínimos. No hay cifras de accidentes -mucho menos de fallecidos- pero es muy posible que haya habido desgracias anteriores en la región.
AFP
Lejos de la indignación mundial que provocan las colas en el techo del mundo, en los últimos años se han multiplicado las caminatas alrededor de la base y, con ellas, los peligros. «En el lado chino del Himalaya hay un altiplano que apenas tiene vegetación y en las agencias de turismo del país se vende como una zona amable para hacer caminatas. Los chinos van allí con muy poca conciencia y muy poca preparación. Y, de repente, se encuentran a 5.000 metros. Hay que pensar que el pico más alto de la Unión Europea es el Mont Blanc, que tiene 4.800 metros», subraya Sergi Unanue, dueño de la agencia Mundo Recóndito, vecino de Pekín durante un año y autor del libro Un sendero entre las nubes, sobre la Gran Ruta del Himalaya. «Hay un riesgo muy evidente al hacer que zonas tan extremas del mundo sean tan accesibles. De la parte china no se habla tanto porque no viajan tantos extranjeros, pero también ocurre en la parte nepalí», añade Unanue.
Mover el campo base, misión imposible
En el sur del Himalaya, en Nepal, también se ha intensificado la actividad a los pies de las grandes montañas, aunque no se han lamentado tragedias desde la avalancha que en 2015 causó la muerte de 22 personas en el campo base sur del Everest. Cada año se informa de entre tres y cinco fallecimientos por edemas cerebrales causados por el mal de altura, pero la siniestralidad es baja si se tiene en cuenta que anualmente unos 30.000 montañeros visitan la zona. Aunque ya son muchos, en Nepal difícilmente se vivirá la turistificación extrema que se da en China. Los presupuestos de los dos países no tienen nada que ver, la orografía de ambas zonas es muy distinta y los turistas proceden de lugares diferentes.
En la zona nepalí, mientras las agencias de viajes que dirigen los sherpas consideran que el negocio está en las alturas, los trekkings al campo base sur son mayoritariamente organizados por compañías extranjeras y sus clientes llegan más preparados. Suelen estar bien informados, contar con consejo y ayuda de estas empresas en cuanto a material o comida y normalmente invierten tiempo suficiente para aclimatarse -entre 10 y 12 días para hacer la ruta-.
Este invierno, el Gobierno de Nepal, presidido por Ram Chandra Poudel, anunció que había acabado la llamada «autopista al Everest», y numerosos medios internacionales así lo publicaron, pero no dejaba de ser una pista entre Katmandú y Surke, cerca de Lukla, un trayecto que los turistas ya solían hacer en avioneta. En principio, la zona es más segura, aunque la amenaza se cierne sobre el campo base sur en forma de deshielo. Por culpa del calentamiento global, el glaciar de Khumbu sigue fracturándose y eso aumenta el peligro sobre el campamento. Hay un proyecto para moverlo 300 o 400 metros más abajo, pero falta presupuesto y logística. No hace falta hollar el techo del mundo para estar en peligro. Basta con acercarse.