Rafa Nadal podría haber borrado su nombre de los Juegos de París, podría haberse apartado, incluso podría haberse retirado. Desde que volvió a las pistas este año después de una grave lesión, su cuerpo no es el que era, su tenis no es el que era y además últimamente arrastraba nuevos dolores en el muslo derecho. Si antes de su debut el sábado en el cuadro individual hubiera anunciado que nada, que imposible, que era incapaz de jugar, ¿quién le hubiera reprochado nada? 22 Grand Slam, 14 de ellos aquí en Roland Garros, un sinfín más de éxitos y, entre ellos, dos oros para España, tanta gloria olímpica. Ya lo ha ganado todo, ya no queda nada por ganar. Y sin embargo Nadal quiso jugar en la Philippe Chatrier una vez más. Y sin embargo quiso pelear una vez más.
Antes de su debut el sábado ante Marton Fucsovics ya sabía que este lunes se encontraría con Novak Djokovic, el rival de su vida, el que le discute el título del mejor de la historia. En momentos muy distintos de su carrera, Djokovic aún en plenitud y Nadal en declive, existía el riesgo de sufrir una derrota como la que sufrió este lunes, 6-1 y 6-4 en una hora y 46 minutos. El español lo sabía. Y sin embargo quiso jugar. Y sin embargo quiso pelear.
¿Por qué? Por el mismo motivo por el que Nadal logró todo lo anterior: la ilusión, la ambición, la motivación. Alrededor de Nadal estos meses existe un análisis que se resume así: ¿por qué no lo deja ya? No es una falta de respeto, ni mucho menos una ofensa, es una conclusión lógica: el dolor ya no tiene sentido, no hay nada más arriba del cielo. Pero lo que no recuerdan quien lo sustentan es que, con esos mismos argumentos, Nadal ya tendría que haberse retirado antes, muchísimo antes.
Un homenaje a ambos
Por ejemplo, cuando a los 18 años le dijeron que sufría el síndrome de Müller-Weiss y que por eso le dolía el pie izquierdo como un demonio. O por ejemplo en 2012 cuando se rompió la rodilla izquierda y tuvo que estar recuperándose una temporada entera. La carrera de Nadal fue, es y será lo que fue por su resistencia -su valentía, su cabezonería, se mire como se mire- y por eso este lunes se enfrentó a Djokovic en desventaja.
Tenía que hacerlo y lo hizo. Con el simple hecho de saltar a la pista Nadal honró la leyenda de Nadal en la tierra batida de París y luego, en el segundo set amplió ese homenaje: siempre en pie, siempre, siempre. Su problema fue que Djokovic hizo lo mismo. Pese a la diferencia entre ambos, el serbio no concedió ni un centímetro a Nadal durante la primera hora de juego, implacable al resto, con una velocidad de bola vertiginosa, acertadísimo con sus golpes y se abalanzó sobre la victoria. En el primer set el español salvó la honra -nunca en su carrera ha recibido un 6-0 de Djokovic y sólo uno de Roger Federer– y en el segundo optaba al mismo botín humilde cuando algo ocurrió.
Con 6-1 y 4-0 en el marcador, Djokovic olvidó que delante estaba Nadal u olvidó quien era Nadal. Y pagó el despiste. Con el serbio confiado, el 14 veces campeón sobre esta arcilla empezó a correr, a golpear, a acertar y, claro, empezó a remontar. En un partido en el que sufrió mucho con las dejadas, de repente llegaba a todas. En un partido en el que acumuló 19 errores no forzados, de repente no fallaba una. Nadal no había disfrutado de una sola bola de break hasta entonces y de manera consecutiva quebró dos veces el saque de su adversario. Del 4-0 al 4-4. Pero Djokovic, después de un descanso en el que respiró profundo, se serenó y retomó el control, recuperó su tenis para cerrar el partido y cerrar la rivalidad ante ambos.
Por todos los males que arrastra Nadal la lógica impone que no se volverán a encontrar y si lo hacen será en unos años en un partido de exhibición entre leyendas por el que alguna plataforma audiovisual o algún régimen dictatorial pagará una millonada. Pero si alguna cosa ha demostrado Nadal en los últimos es que llevará su ilusión, su ambición, su motivación mucho más allá de los límites.