A las seis menos cuarto ya no cabía un alfiler en torno a la pantalla gigante. El Parque de Berlín era una grada improvisada, una fiesta sin techo, un pulmón colectivo en rojo y amarillo que latía al ritmo de una ilusión que llevaba años fraguándose. Daba igual el calor pegajoso de los 35 grados, las chanclas, las sillas de playa o el sudor en la frente.
Hoy —y solo hoy— todo eso era secundario. Porque España jugaba la final de la Eurocopa femenina contra Inglaterra. Porque era el día en que los sueños de muchas niñas, que un día chutaron balones en campos de tierra, podían coronarse con el único gran título internacional que faltaba en la vitrina de la selección.
“¡Vamos, España!, ¡A por ellas!”, estallaron al unísono las centenares de personas congregadas en el parque. Y con el himno, también las miradas al cielo. Un himno que sonó a decibelios ensordecedores, inundando el aire, retumbando en los árboles, llenando de orgullo el pecho de todos.
No era Basilea, pero poco le faltaba. En Chamartín se vivía con la misma tensión. Las calles aledañas comenzaron a cortarse antes de las cinco de la tarde. Desde la boca del Metro de Concha Espina, emergía una riada de camisetas rojas: el 6 de Aitana, el 11 de Alexia, el 7 de Olga. Era una marea humana con destino claro: el corazón de Madrid palpitaba fútbol femenino.
Fanny y Lola estaban sentadas en una toalla de playa con Unai, su hijo de tres años. “Hemos visto toda la Eurocopa. Como no podemos ir a Suiza, ¿qué mejor que vivirlo desde casa?’, decía Fanny. “Las inglesas son muy buenas, pero estamos convencidas de que vamos a ver triunfar a las chicas”, añadía Lola.
La primera parte fue un nudo en el estómago. Inglaterra salió con todo, obligando a Cata Coll a emplearse a fondo bajo palos. Pero España aguantó el chaparrón y no dejó de mirar hacia delante. Yen el minuto 25, llegó el estallido.
Mariona Caldentey conectó un potente remate de cabeza tras un centro medido desde la derecha, haciendo vibrar el Parque de Europa con un grito seco, eléctrico, que pareció agitar hasta las hojas de los árboles.
En primera fila, a pie de pantalla, también se dejaban llevar por la emoción la alcaldesa en funciones de Madrid, Inma Sanz, y la concejala de Deportes, Sonia Cea Quintana. Aplaudían, saltaban y cantaban como dos aficionadas más.
No hubo que lamentar ningún incidente grave, más allá de algún tirón ocasional que hizo que más de uno se quejara con el aliento contenido al ver la imagen congelada o al escuchar el micrófono del presentador fallar entre chasquidos.
El descanso se hizo eterno, y el gol de la británica Alessia Russo en el 57 dejó un regusto amargo. Hasta los que estaban tumbados en la arena, lejos ya del bullicio, se levantaron con un respingo y se acercaron a la pantalla como si pudieran cambiar el rumbo con la mirada.
La prórroga trajo un nuevo brío para España, un cambio de ritmo que despertó los pulmones del parque. “¡A por ellas!“, “¡No os metáis atrás!“, “¡Que esta final es nuestra!“, se escuchaba entre sudor, nervios y esperanza. Pero los zarpazos de Inglaterra helaban la fiesta: los aficionados se apretaban contra las vallas, inclinados hacia la pantalla como si pudieran entrar en ella para despejar el peligro.
Por suerte, para cualquiera a quien la emoción pudiera jugarle una mala pasada, los operativos policiales y los equipos de emergencias del Samur estuvieron durante todo el partido rodeando a la multitud.
Y el partido se fue hasta los temidos penaltis, esa ruleta cruel que hace contener el aliento y romper corazones. Inglaterra marcó el primero y el golpe fue seco. Pero cuando repitieron y fallaron, volvió la esperanza. Las palmas marcaban el ritmo mientras Patri Guijarro tomaba carrera para clavar el primero de España. Después, todo fue un vaivén: España falló, Inglaterra también. Los errores se encadenaban y la tensión era una losa. Cada lanzamiento era un mundo, una bocanada de nervios y silencio.
Hasta que, al final, Inglaterra se coronó campeona. Y el trago fue amargo.
Entonces solo hubo dos reacciones: quienes se marcharon en silencio, cabizbajos, y quienes se quedaron inmóviles, incrédulos, como si aún esperaran un giro imposible. Pero incluso en la derrota, hubo algo que celebrar.
“No han ganado, pero siguen siendo nuestras campeonas“, comentaba una aficionada, aún con los ojos húmedos.