El Vietnam de García

El Vietnam de García

La diminuta silueta de José María García salió de los estudios de Onda Cero en la calle Ortega y Gasset la noche del 7 de abril de 2002 con su inseparable puro en la mano derecha. Su marcha de la radio, literal y figurada, se llevó consigo, con las volutas de su habano, una forma de hacer periodismo tan vibrante y espectacular que más de veinte años después continúa viva en el imaginario colectivo.

En un tiempo tan fugaz, en el que los grandes escándalos de la democracia y las exclusivas se volatilizan en tiempo récord; y en el que el archivo sonoro de Supergarcía no está al alcance de nadie (yace silente en un almacén de su propietario); la sociedad española lo sigue teniendo presente, sin embargo, en su cintateca mental con una nitidez asombrosa.

Como dice Raúl del Pozo, resulta increíble que le pidan autógrafos jóvenes que nunca le escucharon pero a quienes la tradición oral les ha legado su imponente figura histórica. Como razona siempre él cuando alguien le pide una foto por la calle: “Si habiéndome retirado hace 20 años la gente me para, es que he sido la hostia”.

García emplazó aquella tarde noche de primavera a su equipo a preparar el programa del día siguiente y con su habitual atuendo de los fines de semana (unos vaqueros rematados por un cinturón de Hermés y una camisa azul de Ralph Lauren que casi parecía blanca de los carruseles que llevaba encima) se marchó para no volver.

La extraordinaria serie documental de Movistar compendia en tres capítulos con un ritmo trepidante su vida y milagros. Pero tras las guerras y los excesos que han contribuido a desdibujar su personaje subyacen miles de grandes scoops que conseguía trabajando como un auténtico salvaje y con un equipo de reporteros capaces de sobrevivir durante meses sin comida en el Amazonas. “Roberto Gómez es un periodista al que sueltas en la Puerta del Sol con 20 euros y vuelve a la media hora con 50″, presumía de quien, junto a José Manuel Estrada, era el gran reportero de la vieja escuela en quien confiaba para obtener los grandes secretos de los vestuarios.

De García llamaba la atención la energía eléctrica que desprendía y su inmensa fortaleza física concentrada en un cuerpo tan pequeño. Sólo descansaba los viernes. El resto de la semana vivía en la radio haciendo llamadas para anticiparse a los acontecimientos. Recargaba las pilas tumbándose a ratos en el sillón de su despacho con los pies en alto y se comía una tortilla francesa para cenar. La gasolina que bombeaba su corazón era ser el primero. Quería a todos los protagonistas antes que nadie y si no era así, con él no entraban.

Castigaba a las estrellas del deporte con el látigo de la indiferencia si escogían los micrófonos de la Ser y tomaba nota para la siguiente. La tensión informativa llegaba al extremo de que en la redacción se respiraba la sensación de tragedia inminente. Cualquier fallo o pisotón desataba la ira de los dioses y la cabina del técnico y la producción era un burladero de Las Ventas en la que mantenía el tipo con una frialdad escalofriante Raúl González Colomo.

Convivían en aquella redacción de la Cadena Cope, plantada en torno al antiguo despacho del director general tomado al asalto por su gran estrella, una orquesta de personajes que sólo funcionaba bajo su batuta y que salió despedida por los aires tras su retirada. En apenas 50 metros cuadrados García mezcló a un antiguo palmero de Lola Flores, Pepín Cabrales, al que reconvirtió en su secretario personal y hombre de máxima confianza, el antiguo campeón del mundo de boxeo Pepe Legrá, al que dio cobijo para que llamara a sus familiares y amigos a Cuba desde la radio durante horas, y a la mejor colección de reporteros y narradores de la época.

Aquel variopinto ecosistema operaba gracias al orden y el criterio de Cristina Gallo y Julio Pulido, que anticipaban sólo con la mirada los deseos de García, como quien sólo con ver al toro sabe por qué costado va a embestir. Pulido decía que después de la tensión que se vivía durante un programa, podías presentar un telediario de TVE sin inmutarte.

Aquella competencia feroz convirtió la lucha por la exclusiva en un teatro de operaciones de la guerra de Vietnam en la que desaparecía, como en las guerras, cualquier tipo de miramiento hacia el prójimo. Y en el que, como en las grandes contiendas, afloraba lo peor y lo mejor del ser humano y el más elemental instinto de supervivencia.

García llamaba siempre a las cinco de la tarde, antes de aterrizar físicamente en la emisora. Sonaba entonces un teléfono fijo de color blanco situado en una mesa de la redacción en el extremo opuesto a su despacho. Tenía un timbre no muy diferente al del resto de terminales de la redacción pero atronaba como la alarma de un submarino nuclear.

Lo solía coger Roberto Gómez, que aplacaba a la fiera con una maestría de subalterno de José Tomás, después de que se hubiera producido una estampida en torno al teléfono fijo. Porque el primero que lo cogía, se llevaba la cornada. Al jefe no le interesaba el dinero sino las exclusivas y para ello empleaba su vida entera. Si las cosas no salían, en aquella plaza se mascaba la tragedia. Y si se conseguían, García también era excesivo en el halago para quitar presión a la olla.

Lograba cruzar al Rey Juan Carlos con Miguel Indurain tras ganar el Tour de Francia gracias a los oficios de Agustín Castellote, el más sólido de sus lugartenientes en antena, y levantaba de la silla a los oyentes con la capacidad innata para improvisar de Ángel González-Ucelay en las grandes vueltas y la precisión de cirujano de Javier Herráez.

Cada Navidad llamaba uno a uno a todos los periodistas de la redacción en secreto. Los reunía de manera casi clandestina, los felicitaba por el esfuerzo y entregaba un cheque regalo de El Corte Inglés que guardaban como un tesoro en el bolsillo. Cuando parecía que sólo lo había hecho con uno solo, empezaba a llamar a todos los presentes en la redacción repitiendo la liturgia. Resultaba cómico ver cómo todos guardaban un secreto con el cheque en el bolsillo hasta comprobar que era una pedrea generalizada.

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