El belga, que ya avisó de que se iría en el caso de que su mujer diera a luz, no tomará la salida en Moutiers.
Van Aert, tras la etapa de CourchevelANNE-CHRISTINE POUJOULATAFP
Con el trabajo hecho y el Tour sentenciado para su compañero Jonas Vingegaard, Wout van Aert ha decidido este jueves abandonar la carrera y marcharse a casa. No tomará la salida en Moutiers. El motivo está más que justificado: su mujer, Sarah, está a punto de dar a luz a su segundo hijo.
Ya lo había avisado el belga y ese interrogante, la posible ausencia de un corredor total como él al lado de Vingegaard, era uno de los hándicaps a los que se enfrentaba el Jumbo Visma en su intento de reválida del Tour con el danés. Pero ha sido una vez que todo esta ya resuelto, con más de siete minutos de distancia con Pogacar en la general tras la contrarreloj de Combloux y la etapa reina de Courchevel, cuando Van Aert ha anunciado su abandono. “No era un dilema”, ha afirmado en las redes sociales de su equipo. “Es una sensación extraña, pero hemos decidido que mi lugar está en casa”.
No ha sido un Tour tan extraordinario para el belga como el pasado. Se marcha sin ninguna victoria parcial y sin tantas exhibiciones. Aunque ha dejado su impronta con alardes como el de la etapa del Gran Colombier y siempre con su habitual estilo ofensivo. La anterior edición sumó dos etapas en línea, en Calais y en Lausana (además de cuatro segundos puestos) y la contrarreloj de Rocamadour. Y se llevó el maillot verde de la regularidad. Esta vez se despide habiéndose quedado muy cerca del triunfo parcial sobre todo en la etapa de San Sebastián, donde fue sorprendido por Victor Lafay. También fue segundo en la jornada de montaña con final en Saint Gervais y tercero en la crono.
Su próximo objetivo será el Mundial de Glasgow, el 5 de agosto.
Tantas veces no se aprecia lo que aportan los que ya estuvieron allí, los intangibles de los 'veteranos', el ADN competitivo único de tipos como Rudy Fernández, Sergio Rodríguez y Llull -fundamentales también en la última Euroliga-, ausentes en Berlín, huérfano el Madrid de sus líderes y un tanto a la deriva durante más de media hora ante el último clasificado. Sin nada en juego, con seis derrotas consecutivas, con bajas como las de Procida y Spagnolo, el equipo de Israel González compitió mucho más de lo previsto y sólo sucumbió en la orilla. Un triunfo poco alentador en cuanto a sensaciones para Chus Mateo, pero tan rico en lo deportivo: sella el factor cancha en cuartos de final y deja casi amarrado el primer puesto (de principio a fin) en la temporada regular. [79-86: Narración y estadísticas]
Porque el Real Madrid sigue siendo líder, bien lejos el resto, aunque la noche en el Mercedes Benz Arena, donde en dos meses se disputará la Final Four, no fuera para presumir. Sin el trío de veteranos y también sin Musa, en el tercer partido a domicilio de los cinco que va a encadenar, los blancos sólo resolvieron en la recta de meta, sin alardes, casi por pura inercia, impulsados por lo que fue su resorte toda la noche en Berlín: el rebote ofensivo.
Si había que reforzar sensaciones, la visita al colista no fue el lugar adecuado. El Madrid, tan pleno en Bolonia y Málaga, despejando dudas y esquivando baches, fue un espejismo de plenitud en Alemania. Un equipo a arreones, desganado por momentos, sorprendido en otros ante la osadía del Alba. Mediado el tercer cuarto, perdía de 13 (51-38), sin haber aprendido la lección de una gris primera mitad.
Rebote ofensivo
Así que otra vez se tuvo que poner manos a la obra, reaccionar en defensa, encomendarse a Hezonja y pasar el apuro. Era la segunda vez que tenía que remontar, esta vez con un parcial de 1-14, también Yabusele decisivo en la anotación y Tavares en la pintura (aunque sólo anotara una canasta). Un resurgir clave para no pasar más sudores y para no salir con la cara colorada de Berlín.
Ya el amanecer no presagió nada bueno. Los cinco primeros minutos fueron una antología del disparate, un ratito para frotarse los ojos. Tras el 9-2 de arranque, el Madrid se pasó un buen rato en 'área' contraria. Lanzaba y fallaba y atrapaba el rebote ofensivo (hasta siete). Una absurda sucesión. Erró sus 10 primeros triples (cuatro de ellos Campazzo), la mayoría completamente liberados. Y cuando se quiso dar cuanta iba 10 abajo (15-5).
Alocén y Abalde le dieron el primer alivio, un parcial de 2-14 entonces, pero el Alba siguió valiente, con su ritmo endiablado y sus triples (cuatro Matt Thomas, tres Olinde...). Y el dominio de otro gigante: Koumadje dejó una de las acciones de la temporada, un mate brutal ante Poirier. Y los alemanes, algo tiernos, sólo sucumbieron cuando, en los últimos minutos, se vieron con opciones reales de tumbar al Madrid, al líder.
Red Auerbach dijo una vez que los Celtics no eran un equipo de baloncesto sino un "modo de vida". Ahora que la leyenda verde vuelve a recuperar el trono, a ganar el anillo 16 años después y a situarse (de nuevo) por encima de los Lakers en esa eterna batalla por la hegemonía (18 títulos a 17) en la NBA, retumban las enseñanzas del entrenador y dirigente fallecido en 2006, las volutas de humo de los puros con los que festejaba los triunfos en el viejo Garden, la forja de un destino emparentado con la competitividad, con el baloncesto al 100%, con los mitos también en la cancha. Ese halo de energía flotaba en la peculiar ciudad de Boston, en una noche como las de antaño.
Todo empezó con el pionero Red y siguió con Bill Russell. Y este anillo logrado ante los Mavericks de Luka Doncic casi por la vía rápida, perdiendo apenas tres partidos en todos los playoffs (y 18 en temporada regular), es en honor al gigante fallecido hace dos años. Estos Celtics de los 'Jays' (Tatum y el MVP Jaylen Brown) que perdieron las Finales de 2022 contra los Warriors y se llevaron un buen sofocón el curso pasado en la final del Oeste contra los Heat, han vuelto a desempolvar el añejo espíritu guerrero de la franquicia creada por Walter Brown en 1946, la primera en elegir a un jugador negro en el draft, la primera en colocar a cinco jugadores afroamericanos juntos en la pista (1963), la primera en tener un entrenador de color (1966). Todo por obra de Auerbach, el verdadero creador del mito celtic, autor de sentencias igual de inolvidables. "Yo siempre buscaba chicos con buen carácter y procedentes de un buen programa. Para mí, como si llevaba falda escocesa", reivindicó tras elegir a Chuck Cooper en 1950, dos meses después de llegar al cargo.
Bill Russell y Auerbach, en una foto de archivo.AP
Con Red y Bill juntos se creó una de las mayores dinastías del deporte en EEUU, con 11 títulos de 1957 a 1959. "Auerbach, como Santiago Bernabéu en el Madrid, fue el eje de todo. Él tiene una idiosincrasia muy particular: veía lo que otros no. Tenía un concepto y un ojo para jugadores muy marcado. Y luego iba renovando. Cuando se retira Bob Cousy, vienen Sam y KC Jones. Nunca perdía calidad en el equipo. Y el gran mérito es que sólo había 12 equipos, todo agrupado, con jugadorazos en todas las plantillas. Jerry West, Oscar Robertson, Will Chamberlain... Quedar tantas veces campeón así es una proeza", reflexiona el periodista Antonio Rodríguez, autor del libro 'La leyenda verde', todo un experto en la mitología Celtic.
Que incluye nombres propios que pueblan el cielo del actual TD Garden, que sigue conservando partes del parquet de madera de roble procedente de los bosques de Tennessee del original, reutilizadas tras haber sido barracones de la segunda guerra mundial. Bob Cousy, John Havlicek, Tom Heinsohn, KC Jones, Dave Cowens y después Larry Bird, Kevin McHale, Robert Parish y la rivalidad con los Lakers elevada hacia cimas que relanzarían (junto a un tal Jordan a continuación) la NBA hasta lo que es hoy en día... También episodios malditos, como las trágicas muertes de Len Bias (por sobredosis, horas después de que los verdes lo eligieran como número uno del draft) y Reggie Lewis (un paro cardíaco súbito en un entrenamiento) y la travesía en el desierto de 22 años hasta volver a ser campeones con Garnett, Allen o Paul Pierce.
"Los 80 fue otra época dorada. Larry Bird fue elegido en el draft un año antes de que pudiera jugar en la NBA. Auerbach sabía que iba a ser icónico. Y le rodeó con tipos que quizá nunca hubieran sido estrellas. McHale, Danny Ainge, que estaba entre el béisbol y el baloncesto, Parish... Un equipazo. Las muertes de Len Bias y Reggie Lewis impidieron que hubieran conseguido mucho más en los 90", admite Rodríguez.
Las cosas siguen igual en Boston, una ciudad donde "la religión era el hockey hielo, con los Bruins", donde las tradiciones se respetan como en ningún otro sitio. El mismo escudo con el Shamrock irlandés, la misma camiseta, el mismo logotipo con el Leprechaun, ese duende de la mitología gaélica que diseñó Zangfeld, el hermano de Auerbach. Pero desde aquel 2008 hasta ahora han pasado un buen puñado de años y de expectativas. Hasta dos anillos de los Lakers, incluido el de las Finales de 2010. Y la enésima reinvención y de decisiones de las que marcan el porvenir. Esta vez, con dos pilares elegidos consecutivamente en el tercer puesto de los draft de 2016 y 2017. Y de los refuerzos que han hecho insuperables a los del religioso Joe Mazzulla (su nombre ya junto a los de Auerbach, Russell, Heinhson y Doc Rivers), especialmente el de Jrue Holiday (Porzingis se perdió demasiados partidos por lesión) llegado desde el que parecía su principal rival en el Este, los Bucks. Todo por obra en los despachos de Brad Stevens, otro que pasó del banquillo a la gerencia con decisiones trascendentales.
Jaylen Brown, tras conquistar el anillo y el MVP.ELSAGetty Images via AFP
Ahora, el heredero del Celtic Pride es Tatum, cinco veces All Star, oro olímpico en Tokio (también estará en París). Un chico de 26 años formado en Duke, profundamente admirador de Kobe Bryant y que no se ha perdido ninguno de los 130 partidos que los Celtics han disputado en playoffs desde la temporada 2016-2017. Y la pareja que forma con Brown, el escudero perfecto que ha logrado un merecido MVP tras unos playoffs pletóricos.