El neerlandés conquista su cuarto Monumento con una exhibición en la París-Roubaix más rápida de la historia. Van Aert, sin fortuna, acaba tercero
No habrá una victoria como esta en su carrera, aún con tanto por escribir, todavía las gestas esperando ser contadas. Mathieu van der Poel, el ciclista que no negocia un esfuerzo, el tipo voraz que todo lo quiere, un clasicómano para la leyenda. Se le resistía la París-Roubaix, pero era sólo cuestión de tiempo. La edición 120 del Infierno del Norte le vio entrar en solitario en el velódromo André-Pétrieux, la mano en el casco de la emoción, todos los récords de velocidad pulverizados. Antes, había protagonizado una de esas exhibiciones que el tiempo recuerda.
En la reina de las clásicas no vale sólo con ser el más fuerte. Ni siquiera con saberlo como lo sabía Van der Poel, confiado desde mucho antes de partir. El miércoles, en Scheldeprijs, había realizado un alarde insólito para favorecer el triunfo de su compañero Jasper Philipsen, a la postre segundo en la reina de las Clásicas, un éxito absoluto del Alpecin Deceunik. “Es la mejor forma de llegar a Roubaix”, pronunció en la previa, pletórico el neerlandés, aliado también con la fortuna, “esa parte de la carrera” que no acompañó a su Némesis.
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Porque el brillo de Van der Poel es el pesar de Wout Van Aert. Así será siempre entre ellos. Así lo fue desde que eran niños. Uno gana, otro pierde. Ahora las cartas sonríen de golpe al nieto de Poulidor, en el cénit de su carrera. A los 28 años, en Roubaix conquistó su cuarto Monumento, el segundo de la temporada tras la Milán-San Remo. Sólo Tadej Pogacar le apartó en Flandes de un triplete impensable. Al belga, derrotado en el Mundial de ciclocross también, caído y magullado la semana pasada en De Ronde, todos los inconvenientes le acosaron hasta el mismísimo desenlace. Cuando todo se decidía, en el legendario Carrefour de l’Arbre, cuando ya el mano a mano era imposible de esquivar, su neumático trasero se fue al garete. Es muy probable que tampoco hubiera ganado, pero eso le privó ya de cualquier opción. Acabó tercero, su segundo podio en Roubaix tras el segundo puesto del año pasado.
“Ha sido uno de mis mejores días en bici. Es increíble, difícil de describir con palabras. Es un sueño”, acertó a explicar Van der Poel tras conquistar una edición sin barro pero plagada, cómo no, de incidentes. Porque se rodó como nunca, por encima de los 46,8 kilómetros por hora, y ya en los primeros tramos de pavés llegaron las caídas, las averías, las montoneras, el caos. Peter Sagan fue de los primeros en besar los adoquines, después Van Baarle, triunfador de la pasada edición, también se despidió, en el cúmulo de desgracias del Jumbo Visma.
Porque todo había saltado por los aires mucho antes de lo previsto. Con el ansia de los que se sienten superiores, inaplazable la batalla, incluso antes de atravesar el mítico bosque de Arenberg. En Haveluy ya no se aguantaron más los favoritos. Restaban más de 100 kilómetros, pero la selección definitiva se estaba haciendo. Evidentemente con Van Aert y Van der Poel. También con John Degenkolb, el veterano ganador de 2015, que iba a entrar entre lágrimas después, séptimo, héroe sin premio. Estaba Laporte, arruinado después por un pinchazo, quien sabe si una de las claves de todo lo que iba a pasar después.
Porque el Jumbo se quedó sólo con Van Aert y a Van der Poel le entró por detrás Philipsen. También acudieron Ganna, Kung y Pedersen -tres rodadores brutales-, junto a Degenkolb, siete colosos ya imparables. Y en el Carrefour de l’Arbre, el último tramo de pavé de máxima dificultad, 2.100 metros más de agonía, los nervios insoportables, las fuerzas y los reflejos al límite, llegó el acelerón de Van Aert justo cuando todo pudo haber acabado para su enemigo. En el encontronazo con Degenkolb, hombro con hombro, fue el alemán el que cayó al barro. Van der Poel sobrevivió, pudo rehacerse, atrapar al belga y, otra vez la suerte, cuando se disponía a despedazarle con uno de esos ataques celestiales, el pinchazo del rival. Quién sabe si…
Hasta la meta ya en solitario Van der Poel, haciendo malabares, dominando la bici con una habilidad insólita, riesgos de trapecista. Hasta el velódromo de Roubaix, para ganar tras casi cinco horas y media esa carrera de locos que su abuelo disputó 18 veces y en la que nunca subió al podio.