La generación perdida

La generación perdida

La final de Wimbledon, como la reciente de Roland Garros y las de todos los majors desde 2024, ha seguido profundizando en el cambio de relaciones de poder en el tenis. La semifinal entre Djokovic y Sinner fue algo más que un partido físicamente desigual, por no decir desequilibrado, entre los representantes de dos promociones dispares. Entre un jugador de 38 años y otro de 23. En la otra semifinal, Alcaraz se enfrentó a Taylor Fritz, de 27 años, cinco más que él y uno de los destinados a alfombrar su camino y el de Sinner. Igual, en principio, que Frances Tiafoe (27), De Miñaur (26), Jack Draper (23), Musetti (22), Rune (22), Ben Shelton (22), etc…

Djokovic ha alargado en el tiempo la presencia en las pistas de la sociedad conformada por él mismo, Rafael Nadal y Roger Federer. Una entidad disruptiva que era también, en su conjunta solidez, una entente igualitaria. Una terna de individualidades homogéneas. Tres superdotados que, en su reparto de los grandes, los medianos e incluso los pequeños torneos, establecieron una barrera, prácticamente un vacío, terra nullius, entre ellos y todos los demás. Una vez instituida, nunca fue amenazada, discutida, superada. Acaso Murray podría haber completado un trébol de cuatro hojas. Pero las lesiones le cortaron demasiado pronto las alas.

La tripartita superioridad de Roger, Rafa y Nole, nacidos entre 1981 y 1987, supuso una brusca toma del Palacio de Invierno. Una revolución más que una transición. Los que vinieron después, nacidos entre 1993 y 1998 (Thiem, Berrettini, Medvedev, Tsitsipas, Zverev, Rublev, Ruud…), no hicieron lo mismo. Les han faltado talento y suerte. El talento necesario para imponerlo sobre la mala suerte de haber coincidido con el trío. La suerte para compensar el insuficiente talento. Resignados, y ya que no podían conquistar el terreno, esperaron para ocuparlo a que sus propietarios lo abandonaran. Y puesto que eran incapaces de trepar al árbol para coger la fruta, se la comerían después de que cayera al suelo.

No lo han logrado. Cuando Federer y Nadal dejaron solo a un Djokovic declinante por la edad y desorientado por la falta de referencias, una especie de orfandad generacional de consecuencias también psicológicas, se las prometieron felices. Y entonces aparecieron de la nada, o desde un lejano e improbable parvulario, Alcaraz y Sinner, nacidos ya en el siglo XXI. No son tres, así que no ocupan tanto espacio. Pero, justamente por ser dos, podrán tocar a más en adelante.

En eso están. Hacia eso van. En eso andan, camino de certificar poco menos que definitivamente que todos aquellos inmediatos aspirantes a suceder a los tres grandes constituyen una generación perdida que ha dado paso a la gemela eclosión de Alcaraz y Sinner. Tendrán que conformarse de nuevo con las migajas del festín. Emparedados entre aquel triunvirato y este duopolio, se lamentan en bloque. Entre dos luces que los oscurecieron, entre dos aguas que los ahogaron, entre dos fuegos que los abrasaron, arrastran su frustración de rebeldes con causa y sin efectos. Quizás, en el futuro, muchos aficionados pensarán que no existieron.

kpd