El español, que rompió la sequía del ciclismo nacional en el Tour, continúa la labor medioambiental de su compañero fallecido hace un mes. “Tenía una motivación especial, no iba a parar”
Bilbao, dedicando al cielo su triunfo en Issoire.CHRISTOPHE PETIT TESSONEFE
Cuando Gino Mäder se dejó la vida en un barranco en el descenso del Albulapass, durante la Vuelta a Suiza, no hace ni un mes, Pello Bilbao hizo las maletas y volvió a casa, roto de dolor como todos sus compañeros del Bahrain Victorius. Allí, en Gernika, con su niña Martina, de un año, encontró el consuelo psicológico a la pérdida del amigo, al sopapo de realidad de unos tipos que se juegan el pellejo en la carretera. En Issoire, bajo un calor como no se recordaba, se escondía el más especial de los homenajes. En esos últimos 25 kilómetros en los que Pello voló a 59,8 por hora, encelado a por el fugado Neilands, atento a cada intento de sus rivales de aventura, iba el recuerdo a Gino. «Él me ha dado las razones para querer hacerlo. Ha sido mi inspiración», confesaba el protagonista.
Fue el triunfo de las emociones. También el que pone en valor la carrera de un tipo siempre a la sombra de los grandes nombres, fuera de todas las apuestas y titulares, aunque ahí luzca su palmarés, dos quintos puestos y un sexto en el Giro, dos etapas allí. De un corredor de maduración lenta, al que la bicicleta le llegó por la gente de su cuadrilla que competían en el club del pueblo, la Gernikesa. Que compaginaba estudios universitarios y el sueño del profesionalismo y mantenía la dieta «como podía». Y, por último, fue la victoria del fin de la maldición, 1816 días y 100 etapas después, la 66 del ciclismo español en el Tour, cinco «largos» años después. «Sentía un poco de presión, porque todos me señalaban».
«Tenía una motivación especial, no iba a parar», confesaba el héroe del día, felicitado por todos en meta, compañeros y rivales, incluso el guiño de Van Aert. Tan convencido de sí mismo camino de Issoire, cuando al fin cuajó la fuga y ahí estaba él, que no iba a ahorrarse ningún esfuerzo. «Neilands era el más fuerte, pero gastó mucha energía en su ataque. Colaboramos y a falta de tres kilómetros sabía que era el más fuerte. Con sangre fría para seguir los ataques y poder moverme. Crucé la línea y saqué todo. Para Gino», proclamaba Bilbao, quien, de pasó, encuentra nuevas motivaciones para lo que queda hasta París.
La general
Porque, con el zarpazo, brinca el vizcaíno a la quinta plaza de la general, por detrás de Carlos Rodríguez, a menos de dos minutos del podio de Jay Hindley. «No pensaba mucho en ello, pero es un gran salto. Por qué no pelear ahora», admitía, consciente de que el alarde de ayer necesitará tiempo para recuperar, aunque el miércoles se augura tregua, al fin.
Se honra al compañero en la victoria, en ese «control de las emociones» que para Pello fue la clave, especialmente en el arranque en casa que le descentró un poco. «Esos días perdí un poco el control. Soy una persona fría, trato de tenerlo todo controlado, y empezar en mi tierra me distrajo un poco, estaba abrumado por el contexto», se sinceraba con su perfecto inglés. Pero también más allá del ciclismo está el homenaje póstumo, continuando con el proyecto de Gino, «para mostrar lo grande que era, no sólo en el deporte». Para que Gino tenga «pronto un pedazo de bosque en el País Vasco». Bilbao no dudó en alargar a la trágica muerte de Mäder su iniciativa medioambiental, replantar terrenos deforestados con especies locales. Como hacía el suizo, Pello dona a la asociación Basoaksos un euro por cada corredor que termine después de él en cada una de las etapas del Tour. Con el histórico triunfo de ayer, ya suma 1.307, además de las aportaciones de los donantes.
"Ha sido increíble el viaje". Hace menos de un año, Javier Gómez Noya hacía balance de su carrera en una entrevista en EL MUNDO. Venía del periodo más negro de su carrera en cuento a lesiones, dos cursos sin levantar cabeza, pero también del momento más feliz de su vida fuera del deporte, el nacimiento de su hija Olivia. Este miércoles, el gallego, la gran leyenda del triatlón español, ha anunciado que esta será su última temporada compitiendo a nivel profesional.
A sus 41 años, con 26 de carrera en un deporte que cuando él comenzó todavía se desperezaba, Gómez Noya cierra un ciclo rebosante de éxitos. Pero, para entender el cénit en el que habitó, sus cinco mundiales, su plata olímpica en Londres, sus épicas batallas con los hermanos Brownlee, hay que acudir al origen. Porque, cuando tenía 17 años y era ya una joya del triatlón, el padre de Javi recibió una llamada heladora: su hijo debería dejar el deporte para evitar riesgos en su salud.
La causa era una valvulopatía (tenía una válvula aórtica bicúspide) y su panorama bastante gris. "Se me vino el mundo encima. Me encontraba perfectamente, entrenaba con normalidad. Y, de repente, te cuentan eso y no lo entiendes", explica el propio Javi en "A pulso", la estupenda biografía que Paulo Alonso y Antón Bruquetas publicaron en 2015.
Apartado de la selección española, su anomalía cardíaca se convirtió en asunto de estado. Tras el terrorífico y desalentador informe del CSD, Javi y su familia buscaron segundas opiniones por todo el mundo. Y los estudios de su 'corazón rebelde y gigante' mostraron un panorama más esperanzador. "En muchos medios de comunicación había sido un chico que podría llegar a ser el mejor del mundo y, de repente, parecía un loco que se podía morir en cualquier triatlón", recuerda en el libro el proceso la triatleta Saleta Castro. "Hubo gente empecinada en que mi carrera deportiva acabara", ha pronunciado en diferentes ocasiones Gómez Noya, nacido en Basilea (Suiza), donde sus padres, ferrolanos, emigraron por motivos laborales.
Noya siguió compitiendo (llegó a ser campeón del mundo sub 23), aunque no fue hasta 2006 cuando la batalla legal se solucionó y pudo volver a correr oficialmente. Se había perdido los Juegos de Atenas, aunque ya su fulgurante carrera estaba lanzada. Dos años después, en 2008, lograba el primero de sus cinco campeonatos mundiales ITU (además de cuatro subcampeonatos y cuatro títulos europeos). Un reinado al que no pudo añadir la corona más preciada y perseguida, el oro olímpico.
En 2012, en Hyde Park, lo rozó, una estupenda plata entre Alistair y Jonathan, los hermanos Brownlee. Cuatro años antes había sido cuarto en Pekín, donde tuvo problemas digestivos -me faltaba experiencia y me sobraba presión", ha reconocido después- y a Río 2016, donde acudía como gran favorito (ese mismo año recibió el Premio Princesa de Asturias de los Deportes) no pudo acudir por una maldita caída con la bici dos meses antes del evento. En Tokio, perjudicado por el año de retraso a causa del covid y por una otitis durante la prueba, se despidió del olimpismo con todos los honores.
Entonces ya había comenzado su salto a la larga distancia, para la que realizó un parón en su preparación de cara a los Juegos. Gómez Noya fue doble campeón del mundo también de 70.3 (2014 y 2017) y en 2018 se preparó para la prueba reina del Ironman, el Mundial de Hawaii. En Kona sólo pudo acabar en la posición 11.
Tras Tokio intentó volver a preparar la distancia Ironman, pero las lesiones trastocaron todos sus planes. Especialmente tras pasar por el covid, donde sufrió "lesiones extrañas", fracturas por estrés. El pasado mes de abril, Javi sufrió otro duro golpe con el fallecimiento de su madre.
En el anuncio hoy de su retirada -"Si bien nunca es una decisión fácil, sé que es lo correcto. Es hora de dar un paso atrás", ha escrito en sus redes sociales-, destacan dos mensajes. Entre todos los que fueron sus rivales y compañeros, ningunos como los hermanos Brownlee. "Gracias por hacerme ser un mejor triatleta cada día. No tienes debilidades. Te echaré de menos, aunque no ganándome en un sprint de una carrera", bromea Jonny. "Estoy agradecido por las numerosas batallas que tuvimos. Constantemente nos empujaste a ser mejores", ha escrito Alistair.
Se marcha Gómez Noya, el deportista del corazón rebelde, el Capitán para siempre del triatlón español.
Los padres de Sergio Rodríguez se conocieron en una cancha de baloncesto. Eso podría explicar muchas cosas. "Cuando nací, los primeros regalos eran juguetes de baloncesto". En concreto, una canasta de los Celtics con la que jugaba compulsivamente en su habitación. Eso, también. O quizá el secreto del chachismo, esa marca ya para la eternidad de un jugador irrepetible, sea una frase de Pablo Laso: "Lo más importante, él ve esto como un juego".
Pepu Hernández, el entrenador que le hizo debutar con 17 años -en el quinto partido de unas finales ACB, en el Palau-, solía usar un juego de palabras con su pupilo, que también lo sería dos años después en el oro mundial de Saitama con la selección. Las letras que conforman el nombre de Sergio son las mismas que riesgo. Riesgo, imaginación, naturalidad, osadía, talento, profesionalidad y sobre todo, de nuevo, mucho amor por algo que él siempre vio como eso, un juego. El asombroso viaje del Chacho durante dos décadas es todo eso. De Tenerife a Getxo con 14 años, del Siglo XXI a Madrid, del Estudiantes a Portland, de Nueva York (paso por Sacramento) de nuevo a Madrid, del Real Madrid a Filadelfia, de la NBA a Moscú, del CSKA a Milán y del Armani de nuevo al Real Madrid, para cerrar una carrera repleta de éxitos, tres Euroligas, un Mundial, dos Eurobasket, Ligas y Copas en España, Rusia e Italia... y todo un MVP de la Euroliga en la temporada 2013-2014.
Pero Sergio Rodríguez es mucho más que su palmarés, es casi una filosofía. Un jugador que trasciende. Es el Chacho, el apodo que le pusieron en su primera preselección con España, en 2002, porque no paraba de decir, como buen canario, aquello de "muchacho". Jugaba entonces en La Salle con su primer maestro, Pepe Luque, y fue justo antes de marcharse a Bilbao, a esa experiencia llamada Siglo XXI, donde chavales cadetes y juniors convivían y se formaban baloncestísticamente. Fue por entonces cuando dio el estirón físico, aunque todavía le llamaban "polilla" porque no paraba de moverse.
Sergio considera aquellos años lejos de casa, previos al Estudiantes, clave en todo lo que iba a suceder después. El primer año en Madrid, donde se le atragantaron los estudios en el Ramiro, combinó el equipo EBA con el júnior y llevaba un mes de vacaciones cuando Pepu le llamó para la final contra el Barça. La noche antes había estado viendo la NBA y tuvo que despertarle una vecina. Aquella canasta en penetración en el Palau es el comienzo de un época. "Esos 20 segundos del final de liga con Estudiantes me marcaron. Nunca había ido convocado con el primer equipo. Venía de vacaciones, no me sabía las jugadas, estaba preocupado... Esa tensión desde el minuto uno de profesional me ha ayudado", confesaba en una entrevista con este periódico años después.
Ese verano también ganó el Europeo júnior, en Zaragoza, a las órdenes de Txus Vidorreta y con el 10 a la espalda (el eterno 13 lo llevó Antelo). "Un chico con mucho gancho", tituló su primer artículo en EL MUNDO un periodista que era a la vez admirador (como todos) de aquel insólito mago.
"El sueño de toda mi vida". La NBA fue la siguiente estación, a la que llegó con 20 años -dos años antes estuvo por primera vez en EEUU, en el Nike Hoop Summit de San Antonio-, campeón del mundo (esa semifinal contra Argentina...), número 27 del draft (por los Suns que tenían a Steve Nash y deciden traspasarle a Portland) y sin saber inglés. Y con el golpe de realidad de tantos, mucho banquillo y "pocas explicaciones" de Nate McMillan. Pero sin perder la esencia. "Podría estar triste si estuviese aquí perdiendo el tiempo, pero al contrario. Estoy mejorando técnica y físicamente y aprendiendo un idioma. Todo va muy bien para mí", confesaba en una entrevista a ABC en diciembre de 2006.
Sergio Rodríguez posa para EL MUNDO en Nueva York, en su etapa en los Knicks.EL MUNDO
Estuvo tres temporadas y media en Portland (coincidió con Rudy Fernández, con quien el destino le tenía preparada una despedida a la vez), unos meses en Sacramento (con Nocioni) y otro curso en los Knicks, vida en la Gran Manzana. El sueño se cumplió, con toda su realidad y toda su crudeza también. Se codeó con aquellos que admiraba (Iverson, Garnett...), danzó en ese mundo idealizado desde la infancia e incluso coleccionó momentos deportivos inolvidables. Pero se amontonaron las ganas de más. Tan valiente para partir como para regresar, sin pronunciar jamás una frase de arrepentimiento, y un fichaje por el Real Madrid de Messina.
Nada sencillo aquel ambiente, donde, él mismo lo reconoce, todo se magnificaba en negativo. Con Messina huido y Lele Molin a los mandos, los blancos se colaron muchos años después en una Final Four, la que iba a ser primera de muchas para el Chacho (aunque aquello fue un revés en el Sant Jordi, acabaría jugando seis finales y ganando tres Euroligas). Sin saberlo, aquel verano de tiroteos, de la llegada con pocas bienvenidas de Pablo Laso, era el comienzo de una era.
Rudy, Chacho y Llull, tras ganar la Euroliga de 2015.EL MUNDO
Con el estallido personal del Chacho en los playoffs de 2012, especialmente en las semifinales contra el Baskonia, cuando a su virtuosismo e imaginación se unió el acierto desde el triple. Esa primera etapa de lasismo fue su cénit, el MVP de la Euroliga, el título en 2015 en el Palacio... Hasta que la NBA volvió a cruzarse en su camino. Y los sueños de infancia, sueños son. Aunque el Chacho y Ana ya fueran padres de Carmela y aunque Claudio, su bulldog, no pudiera viajar con la familia a Filadelfia, donde eligió un apartamento en el centro de la ciudad.
Los Sixers se encontraron a un base diferente, maduro, inteligente, ambicioso. El Chacho asistió al debut de Joel Embiid, que le saludaba con una peineta en la visita de este periódico en febrero de 2017. Fue a menos en la rotación de Brett Brown y las ofertas para seguir un año más, demasiado inestables, no le convencieron.
Sergio Rodríguez, tras proclamarse campeón de la Euroliga en 2019 con el CSKA.Juan Carlos HidalgoEFE
Y cuando tocó volver a Europa, el Madrid ya había armado su equipo y el CSKA le puso sobre la mesa una oferta de esas que no se pueden rechazar. De USA a Rusia, la familia Rodríguez, una aventura vital que iba a coronar con su segunda Euroliga, en Vitoria 2019 (primer español en ganarla) con un club extranjero. De ahí a Milán, siempre cotizadísimo, el reencuentro con Messina, donde de él se enamoró cada aficionado del Armani e incluso el propio dueño Giorgio, que llegó a decir: "Me gusta todo de él. Amo a sus niñas. Su actitud dentro y fuera de la cancha es ejemplar. Y luego su sonrisa y su mirada profunda dicen mucho de él, son el espejo de su alma". Y un par de temporadas para cerrar el círculo en el Real Madrid, hasta otra Euroliga, la de Kaunas, protagonista principal el Chacho en la Final Four y en la feroz serie de cuartos contra el Partizán en la que se echó al equipo a la espalda, otro destello maravilloso.
Y, durante todo este tiempo, siempre su querida selección, de la que se retiró tras los Juegos de Tokio y se ausentó, por descanso, en el Mundial de 2019 que fue oro en Pekín. Más de 150 partidos y siete medallas con España, de Saitama a Saitama.
"Siempre soñé con retirarme estando bien físicamente y ganando mi último partido. Y ahora la vida me ha ofrecido este regalo", dice en su carta de despedida quien no ha querido homenajes jugando. Pues para él, el baloncesto siempre fue diversión, no nostalgia. El secreto lo guardó y las canastas ya echan de menos el chachismo, al eterno 13.
Unicaja es el nuevo líder de la Liga Endesa, a estas alturas, un mérito terrible. Esa es la conclusión del sexto clásico de la temporada, en el que el Barcelona se sintió poderoso y el Real Madrid irreconocible. Un cambio de síntomas que mucho tiene que ver (o todo) con la aparición de Ricky Rubio, cada vez más pleno. Su temple, su dominio del ritmo y su experiencia marcaron la tarde en el Palau. Después, en la resolución, ahí estaban Vesely (con las dos torres blancas expulsadas por faltas) y la magia de Laprovittola. [85-79: Narración y estadísticas]
Venció de principio a fin el Barça, seguro de sí mismo, agresivo, acertado por momentos y con la cabeza fría siempre. Capaz de golpear de inicio y de aguantar las embestidas del Madrid, que se intentó rebelar en la segunda mitad, pero era "remar" demasiado en ambiente hostil. De nuevo en el Palau vence el Barça (como en el precedente de Euroliga), más triunfo moral que otra cosa, porque se aproxima la hora de la verdad del curso y porque arrebata un bien preciado a su rival directo. Nada menos que el liderato que lucía desde la jornada 1. Igualado con Unicaja (que remontó por la mañana al Manresa), pero con mejor basket average para los malagueños, históricos, que dependen de sí mismos para acabar ahí.
"La manera en la que hemos salido es simplemente vergonzosa, hay que hacérselo mirar". La frase de Llull todavía con el aliento entrecortado, contundente como un puñetazo al mentón, resumió mejor que nada los 15 primeros minutos del Real Madrid en el Palau. Se vienen repitiendo estas autocríticas últimamente en los blancos y eso no es buena señal. El Barça le había pasado por encima como casi nadie este curso (llegó a mandar por 21, 38-17) y sólo una pequeña reacción antes del paso por vestuarios dejaba con vida a los de Chus Mateo.
El Barça fue un pitbull. Su amanecer, como una revancha llena de rabia por lo sucedido en el último clásico, la final copera. El meneo fue aún más evidente cuando Ricky Rubio ingresó en cancha con ocho puntos en dos minutos y junto a Laprovittola golpearon una y otra vez a un Madrid aturdido, que encajó un parcial de 24-2. No permitían los de Roger Grimau ni una canasta sencilla y, en el otro aro, martilleaban con su acierto desde el perímetro (anotaron sus seis primeros triples sin fallo).
Vesely
En semejante crisis, tuvo que salir al rescate el coraje del capitán. Llull espabiló a los blancos antes del descanso con dos triples. Después, un horrible Satoransky y la irrupción de Deck (recordando su versión de hace tiempo) firmaron un parcial de 2-14 que era oxígeno para el Madrid. Fue Ricky, en cancha de nuevo, quien con tres tiros libres de pillo puso un poco de orden.
Esos minutos, tantas veces clave y que tantos equipos desprecian, de antes y después del descanso, iban a resultar un alivio para el Madrid. Porque a la vuelta ya era otro y también el Clásico, que fue elevando su temperatura como no podía ser de otra forma. El Barça ya no encontraba un amigo en el triple y había perdido momentáneamente a Kalinic por faltas. Y el Madrid, con Campazzo a los mandos, se encontraba cómodo en la remontada (llegó a ponerse a tres, 57-54), aunque también vio como Tavares, penalizado por un claro tapón a Willy (de nuevo muy gris, aunque luego lo arregló), se iba al banco con cuatro personales.
El Clásico ya eran detalles. Y el Madrid estaba en la orilla (64-63) cuando su rival tardó tres minutos en anotar la primera canasta del acto definitivo. Un volver a empezar. Pero ahí ya las riendas las tenía Ricky, que no jugaba un partido de este tipo desde 2011, y el Madrid comprobó como todo iban a ser malas noticias. La quinta de Tavares, la irrupción de Vesely (que tanto daño le suele hacer), una técnica al desquiciado Poirier que poco después también abandonaba la cancha y la puntilla de Laprovittola, con los cinco puntos finales (para un total de 25), con esa clase única que posee el argentino, para cerrar la fiesta.