Cuando el Madrid ganó su Séptima Copa de Europa yo tenía 20 años, pero en ese mi primer viaje a una final europea aprendí lo duro que es conquistar la orejona. El azar que reventó el motor de aquel bus en el que viajaba y que nos mantuvo horas en una cuneta burgalesa quiso que, cuando empezábamos a resignarnos a perdernos nuestra primera final, un autocar llegara a nuestro rescate después de que los Ultras Sur que viajaban en él la liaran en algún punto del País Vasco, provocando la detención de todo el grupo, y pudimos llegar a Ámsterdam con el tiempo justo para llegar al estadio a ganar la añorada Séptima.
El caos en los aeropuertos de París y Glasgow fue seguramente el menor de los problemas vividos en las ocho títulos de la era moderna.
Para ganar la Décima antes había que perderla. Y yo lo hice en Trujillo, donde paramos a comer camino de Lisboa Luis (entonces todavía Miguelito), Gistau, Ana y yo. Todavía no hemos descubierto cómo me robaron o perdí la entrada seguramente más cotizada de la historia de nuestras finales.
Seguir hasta Lisboa sin boleto confiando en un milagro fue otro de los ejemplos de fe del madridismo. Tocamos tantos palos durante las horas que duró el viaje que la mañana del partido, desayunando en el hotel de la directiva, nos juntamos hasta con tres entradas y terminé viendo el gol de Ramos en la zona noble abrazado a la entonces Balón de oro brasileña Marta y a tres señores entonces desconocidos por mí y que llevaba una chapa de un partido nuevo que estaban creando: Vox.
Toda la preparación del atractivo viaje a Milán por la Costa Azul con mi amigo Pocas se vino abajo dos días antes de la final por la enfermedad de su abuela. Ya no quedaban vuelos y milagrosamente me colé en un bus por una baja de última hora. Y en ese viaje conocí a los Herrero, desde entonces además vecinos de localidad en el Bernabéu.
A Kiev había renunciado por el precio de los vuelos cuando mi amigo Nacho Mata me rescató en su vuelo y descubrí mi primera final en formato Vip.
La de París 2022 fue la del bautismo de mis dos hijos Diego y Vicente. Y como no hay Champions sin sufrimiento, el viaje en coche también tuvo su misterio. Primero un accidente en Burgos. Sí, otra vez Burgos. Por suerte sólo chapa, así que tiramos hasta nuestra meta volante para dormir la noche antes a la final en un pueblo francés a menos de dos horas de París. Al llegar pasada la medianoche el hotel tenía overbooking y nos dejaron en la calle. Sin opciones de encontrar nada a esas alturas y desesperados, alguien se apiadó de nosotros y nos acogieron en un tenebroso agujero que parecía el castillo del Conde Drácula. Al menos pudimos dormir antes de llegar a París y mis hijos aprendieron la lección de que no hay victoria sin sufrimiento. Aunque todavía tuvieron que sufrir un poco más para llegar al Estadio, en cuyo camino robaron a mi mujer la cartera y en la pesadilla de la salida entre atracos indiscriminados. Eso sí, la cena en Saint Germain con la 14 haciendo clanc no la olvidaremos nunca.
Este sábado veré la final por primera vez en casa por la tele con mis hijos. Repetiremos los rituales de cada eliminatoria de Champions, pero llegaré al pitido inicial sin un sufrimiento previo. Y por esto tengo tanto miedo al Borrusia. Porque no hay Champions sin sufrimiento previo.