Álvaro Martín y María Pérez, con sus medallas de oro.Javier EtxezarretaEFE
Se puede morir matando y se puede perder ganando. La marcha está condenada a una desaparición más o menos próxima, más o menos rápida, más o menos completa, más o menos definitiva. Pero, entretanto, España le está sacando el máximo jugo posible. Cuatro pruebas, cuatro oros. No se puede protestar con más vehemencia, denunciar con más razones, sucumbir con más grandeza. Asomarse al medallero en la mañana del jueves 24 era constatar que España había recuperado el segundo lugar, que había cedido el miércoles en favor de Inglaterra. La sesión de tarde revestía de pronto el atractivo de saber si, resuelta ya la sexta jornada del Campeonato, a tres de la clausura, nuestro país mantenía tan privilegiado y sorprendente puesto en el podio entre naciones.
Así era después de disputarse un salto de longitud en el que Miltiadis Tentoglou y Wayne Pinnock se enfrascaron en un duelo en los ocho metros y medio, y resolvió el griego en un último brinco de 8,52 por los 8,50 del jamaicano. Y así continuó tras el lanzamiento femenino de martillo, dominado por la canadiense Camryn Rogers con 77,22. Ningún país, excepto, claro, Estados Unidos, seguía teniendo más oros, la unidad de medida en el medallero, que España, feliz en su quimera dorada. Un oro vale por todas las platas y todos los bronces juntos, sumen lo que sumen.
La privilegiada posición española se mantuvo cuando, en los 100 metros vallas, probablemente la prueba de mayor nivel previo del Campeonato, y respetado en los nombres de la final, el título fue para la jamaicana Danielle Williams, aunque su marca (12.43) se quedase corta para las expectativas. Llegaron entonces los 400 metros masculinos. Jamaica se nos aproximó sin rozarnos con la victoria de Antonio Watson (44.22). Cuando Femke Bol (Países Bajos) se dio un paseo en los 400 vallas con 51.70, España remató la jornada permaneciendo segunda en el medallero. Ver para creer. Creer para disfrutar. Larga vida -es un decir- para la marcha.
Manolo el del bombo era, en la vida civil,Manuel Cáceres Artesero. Pero saltó a la fama y, por así decirlo, se ganó la posteridad con ese apelativo tan... ¿cómo definirlo?... berlanguiano, valleinclanesco, conmovedoramente esperpéntico.
Tan español en el sentido chusco y, por otra parte, profundamente serio de un carácter cada vez más ligado a un país que sociológicamente ya no existe.
Manolo era el superviviente y, en cierto modo, el único ejemplar de un tipo elemental de hincha, que dedica su vida a una causa secundaria, transformada en principal. Una misión tangencial, convertida en nuclear porque se ve cautivo de ella, una vez que se ve reconocido en sus términos por la gente. Una afición derivada en pasión y, más tarde, en obsesión. En una adicción de la que acabó siendo víctima.
La biografía de Manolo, como la de todo ser humano, se contiene en el fondo, a grandes rasgos, entre su nacimiento y su fallecimiento. Manolo nació en San Carlos del Valle (Ciudad Real) el 15 de enero de 1949 y ha muerto, en la Comunidad Valenciana este 1 de mayo de 2025.
Entre esas dos fechas, una peripecia personal, singular, resumida para sus compatriotas en un uniforme de La Roja, una boina y un bombo con el escudo nacional y una leyenda: "Manolo, el bombo de España".
Ha habido muchos "el... de España". Pero sólo un bombo, que significaba la ruidosa sencillez de una predisposición anímica colectiva, no traducida, por pudor, por vergüenza, a algo tan primario como el aporreamiento de un tambor de ese tamaño. Un latido inocente en su puerilidad y excesivo por ensordecedor en su manifestación.
Manolo caía simpático. Recogía el sentimiento general de apoyo al equipo y lo convertía en un acto simple y contundente que nadie más que él se atrevía a protagonizar. Encarnaba el alma fogosa de una afición que depositaba en él lo más primitivo de su aliento. Curiosamente, él no veía los partidos, dedicado a recorrer, sudoroso, enrojecido, las gradas atizándole al instrumento, vuelto de cara al público, entregado a tratar de que los demás se entregaran a su vez a la Selección. Sostenía, y quizás tenía razón, que más de un gol del equipo se debía a su persona.
Manolo el del Bombo, en la inauguración del mundial de 1982Zarco / Archivo Marca
Empezó a crearse y creerse un personaje que se le escapó de las manos desde sus primeros alientos a los equipos representativos de su lugar de residencia: Huesca, Zaragoza, Valencia... Llegar a la Selección fue algo aumentativo y natural. La causa suprema a la que dedicar una existencia llamada a la inanidad social y el anonimato.
Y ya no pudo escapar de su influencia, de su poder de atracción. Ya no pudo retroceder, aunque su devoción le costaba tiempo, dinero y amarguras. Siempre se quejó de que no recibía el apoyo oficial que merecía.
Quienes viajaban al encuentro de la Selección, periodistas y aficionados, le recuerdan arrastrando penosamente el bombo por el pasillo del avión, pidiendo educadamente perdón a los pasajeros por las molestias y colocando el artefacto, con la comprensiva ayuda de las azafatas, allá al fondo, donde no estorbara.
Asistió a 10 Mundiales. Su primer viaje para animar a la Selección fue a Chipre, en 1970. Su último partido, el 23 de marzo, en Mestalla, en el partido que sellaba en pase del equipo a la Final Four de la Nations League. En el mundial de España, en 1982, iba de sede en sede en autostop. Tenía un bar en Valencia, "Tu museo deportivo", junto a Mestalla. Entre gastos por reformas, cierre por la pandemia y otros azares, lo perdió casi todo y quedó en precaria situación económica. "Tendré que vender el bombo para comer", se lamentaba.
En cierto modo, representaba a la España futbolística no triunfal. Cuando el viento cambió, perdió protagonismo y, por así decirlo, "influencia". Ya no se le "necesitaba" tanto. Y ya era un personaje "quemado" en su propia intensidad ya sin contenido. No lo pasó bien casi nunca. Y bastante mal al final de su vida. Pero probablemente, si volviera a nacer, la repetiría. Después de todo, y estas líneas son una prueba, forma parte de la historia, no sólo futbolística, de España.
Inesperadamente, a lo bello y a lo bestia, hubo cambio de líder. Primoz Roglic cedió el rojo a Ben O'Connor, australiano, 28 años, del Decathlon Ag2R. Rojo pasión ardiente para O'Connor. Rojo sangre derramada para Roglic.
¿Hemos dicho cedió? No. El rojo le fue arrebatado de un tirón a un Roglic sorprendido, aturdido, aunque no, obviamente, noqueado. La Vuelta ha dado la vuelta. Ha dado un giro, pero no, necesariamente, un vuelco. Entre lo temporal y lo definitivo puede caber un mundo, que está esperando, amartillado, en las grandes etapas, aún vírgenes, de la prueba.
Pero, en cualquier caso, la carrera ha tomado un sesgo impredecible y adquirido un interés inusitado. Sobre ella, entre la amenaza y la ilusión, según quién la interprete, temiéndola o cortejándola, planea la sombra de Javalambre, en aquella etapa que acabó significando en 2023 la victoria de Sepp Kuss. Y siempre, de un modo u otro, está Roglic por medio. Su historia se repite y corre el peligro de hacerlo como farsa.
En una zona de tradición y lujo taurinos, Ronda y su serranía, el australiano realizó una faena portentosa, de maestro sobrado de poderío y arte. Y la remató con una escapada hasta la bola en todo lo alto. Voló, desbocado, hacia el Alto de las Abejas, mientras los ases del pelotón, encabezados por Primoz, mostraban una impotencia hija de la perplejidad y seguían perdiendo tiempo kilómetro a kilómetro.
Así salió, más rebelde que respondona, una etapa incómoda, durilla, de constantes subidas y bajadas, de ondulaciones picudas, con la meta en un largo repecho de 3ª. Y la montaña no parió un ratón, sino un gigante. Un aspirante a ganar la carrera, que empezó la jornada en la vigesimotercera posición a 1:56 de Roglic y la terminó en la primera con el esloveno a 4:51. O'Connor no es ningún piernas. Cuarto en el Tour de 2021 y en el Giro de este año, ha dado un salto de eso, de gigante, en el curso de una ceremonia de magia.
Etapa demasiado exigente para que el magro elenco de sprinters se la tomara en serio y demasiado blanda para que el amplio abanico de ilustres se la tomara a la tremenda. Etapa, pues, adecuada para el éxito de una fuga, predispuesta al triunfo de los valientes, especímenes humanos que a la suerte le caen simpáticos. Audaces fortuna iuvat.
Y eso sucedió. En el puerto del Boyar, de 1ª, que se coronaba a 73 kms. de la salida y, todavía, a 112 de la llegada, se armó la marimorena. Los dimes y diretes; los ataques y contraataques; los movimientos, los latigazos nerviosos, espasmódicos de la masa móvil de corredores cristalizó en una escapada de 30 elementos. Luego los 30 se quedaron en 13. Una fuga lo suficientemente numerosa y de nivel como para asegurar que el vencedor de la etapa saldría de sus filas. Ahí estaban O'Connor, Gijs Leemreize, Jay Vine, Cristian Rodríguez, Pelayo Sánchez, Chris Harper, Marco Frigo, Pablo Castrillo, Mauri Vansevenant, Urko Berrade, Florian Lipowitz...
O'Connor y Leemreize se disociaron de sus compañeros antes de la subida al Puerto del Viento. Frigo, Berrade y Pelayo trataron (en vano) de unirse a ellos. O'Connor se desprendió de Leemreize en el Puerto Martínez, también de 3ª. Y, a partir de ahí, exhibición en solitario, incontenible, una obra de autor entre la exquisitez y la fuerza. Ese tipo de manifestaciones ruteras que hacen Evenepoel, Pogacar, Van der Poel y compañía.
O'Connor no está a esa altura ni lo estará. Pero ahora mismo no es aventurado afirmar, con toda la cautela del mundo, pero también con toda la justificación, que se ha ganado la gracia de ser considerado un outsider a tiempo completo y con pleno derecho a llevarse una Vuelta reiniciada, reanimada, reconstituida. Una Vuelta que, tras unas etapas aplastadas por el calor, ha revivido estimulada por el fuego.