El Sevilla ganó al Copenhague (3-0) en un partido muy igualado, el festín de goles fue postrero, y mantiene sus opciones de seguir compitiendo por el continente.
Isco celebra su gol, este martes.Jose BretonAP
Fútbol y necesidad son una de esas parejas incómodas a las que no les da vergüenza discutir en público. El Sevilla de Jorge Sampaoli quería ganar el partido, pero planteó un partido extraño. Airado y vano. Acumular hombres de ataque es lo contrario de atacar. El juego se embarulla, se desordena, se vuelve mastodóntico y obtuso. Laterales ofensivos, interiores abiertos, mediapuntismo y tedio. Era un plan emocional, no táctico. Dolberg, el delantero elegido para un encuentro crucial, tampoco animó demasiado el juego. Miraba extrañado los pases de sus compañeros. La primera mitad fue poco esperanzadora. Nadie parecía entender nada. Papu Gómez buscando constantemente a Suso en el costado opuesto. Isco sin profundidad. Y un Copenhague que defendía cómodo, bien situado, viendo los vaivenes de los nervionenses, que jugaban demasiado largo, demasiado lento, demasiado raro. Qué difícil es comer con hambre.
Tras dos tiros suaves de los locales, atacaron los visitantes con más enjundia. Haraldsson obligó a Dmitrovic a realizar una meritoria estirada. Era el minuto 20. El partido estaba igualado. El extremo Daramy era confeti en la izquierda. Una gran jugada suya estuvo cerca de acabar en gol. Caracoleó en la mejilla del área, dejó atrás a su marcador y centró con intención, pero ya sin fuerza. Con muy poco se hacía un pasillo el equipo de Neestrup. Gudelj y Marcao achicaban con la ayuda de Jordán, más pendiente de la retaguardia que del ataque. La mejor jugada de los blanquirrojos llegó en la recta final del primer tiempo. Rakitic cedió a Suso, que esperaba en el área. Su disparo fue potente, pero accesible para Grabara, que palmeó a un lado. Llegó el descanso con la grada encendida y el equipo alicaído. Entendería Sampaoli en ese mustio paseo hasta el vestuario que la presión es un medio, no un fin.
El primero del Sevilla
Un balón al palo del equipo danés tras el refrigerio espoleó al Sevilla. En–Nesyri y Lamela en el campo. Más ruptura. Más profundidad. Menos magreo con el cuero. Cerca estuvo de marcar Isco con un disparo que desvió con las yemas Grabara. Devolvió el golpe el rival, con un mano a mano que ganó Dmitrovic. Con el Sevilla volcado sobre la meta nórdica, con el encuentro roto en dos, con el todo o nada deslizado sobre la mesa, llegó el gol. Papu Gómez centró al corazón del área y En-Nesyri peinó a gol. Respiraba el Sánchez-Pizjuán. El ariete marroquí tuvo que ser sustituido lesionado a los diez minutos del tanto. Mir ocupó su puesto.
Bardghji y Cornelius entraron por el bando danés para equilibrar el marcador, pero el Sevilla se sentía cómodo, más horizontal y pausado. Aunque iba a tocar sufrir. El Copenhague asedió la meta andaluza en el tramo final del partido. Tras un largo saque de banda, Diks cabeceó al larguero. El Sevilla se encerraba mirando el reloj. Sampaoli caminaba ya sobre una zanja en las inmediaciones del banquillo. La victoria se encarnizaba. Pero donde no llegaba el fútbol, llegó el corazón. Isco agarró un balón en el 88, en el borde del área y con una rosca maravillosa batió al portero de los leones. Cuando ya moría el partido, Montiel cazó un rechazo del meta tras disparo lejano de Lamela, y dulcificó aún más el marcador. Tres goles. Tres puntos. Y algo de ilusión.
Aquella mañana en la playa de Fuentebravía, en el Puerto de Santa María, la carrera con Jaime, el pequeño de sus tres hijos, no había sido como las demás. "Joder, me ganaba con seis años. Estaba reventado", revisita Tomás Bellas (Madrid, 1987) en voz alta al instante preciso en el que todo cambia para siempre, en el que uno se da cuenta de que algo, de verdad, no va bien. Las vacaciones familiares en Cádiz el pasado mes de julio tornaron en pesadilla, en una sucesión precipitada de acontecimientos. Noches de sudoración descontrolada, "como un animal", inflamación de ganglios, tos, una visita de urgencia al hospital y un ingreso sin tiempo que perder. "A los pocos días nos confirmaron todos los presagios. Tenía un linfoma", recuerda el base, 14 temporadas en la ACB, el salto inicial del otro partido de su vida.
El 10 de mayo de 2024 Tomás, sin saberlo, se había vestido de corto por última vez. "Ganamos al Valladolid. A un entrenador que me echó de Fuenlabrada, que le tenía ganas... Bueno, no es mal colofón", saca pecho con media sonrisa melancólica. Repartió ocho asistencias, disfrutó y se despidió del Fernando Martín dándose el gusto de un baile más: la siguiente temporada seguiría en el Fuenla, uno de los clubes de su vida, al que ayudaba en su retorno a esa Liga Endesa en la que él disputó 466 partidos. "Nada mal para un tipo normal que no levanta el 1,80", reivindica una carrera que "ha sido la hostia". Ya en pasado, confirmada su retirada, pese a "estar ya sin enfermedad en el cuerpo". "Eso no quiere decir que este curado. El alta no te lo dan hasta que pasan 10 años", explica.
Tomás repasa con EL MUNDO su batalla de los últimos meses sentado en la mesa de reuniones de su empresa familiar, en Las Rozas. La que fundó su padre hace 32 años y en la que ahora le acompañan sus cuatro hermanos. A la que volvía cada verano unas semanas para echar una mano, para hacer gala de sus estudios universitarios. Un jugador profesional. Ya le ha crecido el pelo, aunque aún le acompaña una boina, nueva seña de identidad. Llegó a perder nueve kilos. Está volviendo al deporte, al crossfit, y va tachando de su lista las cosas que apuntó que no podía dejar de hacer. Esquiar, tirarse en paracaídas, viajar con sus hijos, ver en directo un Partizán-Estrella Roja (lo hizo este mismo viernes, en Belgrado)... Porque el final era una posibilidad. "Te pones en el peor escenario, claro. Y piensas: 'Mi vida ha sido fantástica, no tengo un solo pero a los 37 años", pronuncia con crudeza.
Tomás Bellas, en su empresa familiar en Las Rozas.ANTONIO HEREDIA
El sopapo fue inesperado. "Cuando me dicen, 'tienes un linfoma', yo estaba con mi padre en la habitación del hospital. Así, de frente. Es difícil describir las sensaciones. Intentas no llorar [se emociona, "ahora me cuesta"]. Intentas hacer ver a todos que estás bien. Porque creo que yo he sufrido, pero mucho más los que están alrededor", cuenta. El 19 de agosto recibió la primera sesión de quimioterapia en el Puerta de Hierro. "Hay cuatro estadios y yo estaba en el cuarto. Fue un tratamiento súper fuerte. Una bomba para mi organismo. Mi médula no estaba preparada, tuve un problema en el pericardio porque tenía el corazón encharcado, la quimio te inmunodeprime: cogí fiebre, varias semanas ingresado...", relata un infierno físico y mental del que escapó también con velocidad, como siempre deambuló por la cancha. "Antes del segundo ciclo, a finales de septiembre, me hicieron una prueba de Pet Tac y vieron que no tenía enfermedad. Había sido efectivo. Me dieron dos más, de refuerzo. El último, a mediados de noviembre", celebra.
"Estoy convencido de que el deporte me ha ayudado muchísimo. Para coger el toro por los cuernos. Era como un partido, había un objetivo y sabía que iba a tener que esquivar balas. Gran parte es actitud. El baloncesto me ha enseñado a saber sufrir, a que no siempre hay una recompensa inmediata, a gestionar las emociones...", relata un tipo al que no le cuesta admitir que nunca tuvo "pedigrí", pese a que con 12 años ya estaba en la cantera del Real Madrid.
Tomás Bellas.ANTONIO HEREDIA
El hándicap de la altura siempre le acompañó. Fue a la vez su acicate. Como las miradas de sospecha: "Ser infravalorado forja tu carácter". "Nunca fui a una selección. Es mi espina clavada, lo reconozco. Me podían haber llamado, sin lugar a dudas. Hay gente que ha estado con mucho menos nivel que yo", se queja, consciente también de que no ayudó su forma de ser -"mi carácter. Yo no soy una ovejita a la que dirijas"-, para bien y para mal, es su otra gran seña de identidad. Ha habido pocos guerreros con más ardor en la cancha que Tomás Bellas, pesadilla para los rivales, pretoriano de los entrenadores en sus cuatro equipos ACB (Gran Canaria, Zaragoza, Fuenlabrada y Murcia), desde Pedro Martínez hasta Sito Alonso, pasando por Aíto García Reneses, Jota Cuspinera, Luis Guil... "Era una mosca cojonera. 'Joder, hoy me toca contra Bellas', decían los rivales. He tenido peleas con todos. Yo siempre fui a muerte. Hacía en la cancha lo que nadie quería hacer", admite de unas batallas que ahora son anécdotas de amistad con sus ex rivales, los que le han abrumado con mensajes de apoyo e interés.
¿Cómo llega un niño bajito de Las Rozas a la elite? "Todo es más o menos positivo en función de las expectativas que tengas. Las mías ni de lejos eran estar 14 años en la ACB, casi 500 partidos, más competición europea, haber jugado la Summer League de Las Vegas... y un denominador común: he jugado muchísimos minutos", se enorgullece de una trayectoria que empezó por su padre, entrenador en equipos femeninos, guardián de sus primeros entrenamientos en el patio de su casa. En infantil ya estaba en el Madrid, pero a los 18 jugaba en Primera Nacional en el Torrelodones, "entrenando a las nueve de la noche con abogados, dentistas, pintores...". Quería centrarse en sus estudios universitarios y en su novia. Y por eso rechazó, ahora ríe, hasta a Pablo Laso. "Me quería en Cantabria tras una pretemporada, se quedó alucinado", recuerda.
Tomás Bellas.ANTONIO HEREDIA
Pero le llamó el Cáceres de Piti Hurtado, destacó en LEB Oro, y después le surgió la oportunidad "de una vida". Saltar a la ACB con el Gran Canaria. Se acogió a aquel decreto 1006 que hizo famoso Alberto Herreros. "Con Pedro Martínez fue un máster de cinco años, diario. Con una exigencia bárbara. Pero es lo que me permitió estar tantos años en la liga". Tras seis temporadas en Las Palmas, sale a Zaragoza, la otra cara del baloncesto, "peleando por no bajar, impagos... No fue muy agradable. Remar y remar". "De ahí a Fuenlabrada. Decido acercarme a casa por el tema de la empresa, la familia...". Y después Murcia, "una segunda juventud". Tras tres cursos, repliega, otra vez el negocio familiar como prioridad, y Tomás, Paola y Jaime, claro. Pero mantiene el gusanillo del deporte de elite en su vuelta a Fuenlabrada. "Ha sido la hostia. Mi carrera ha sido la hostia", repite.
Cuando le sobrevino la enfermedad, Bellas, siempre celoso de su intimidad, no quiso hablar públicamente demasiado. Se centró en la recuperación, se fue despidiendo del baloncesto al que no sabe si volverá como entrenador o director deportivo quizá y del que, por ahora, sólo echa de menos lo bueno, "competir, el vestuario...". "Si me llega a pasar más joven, probablemente hubiera intentado volver. Pero ya no está en mis planes", dice. Ahora cuenta el proceso por primera vez. En unos días, en Gran Canaria, recibirá un homenaje durante la Copa del Rey, en el "club de su vida", en el que fue capitán. "Todo esto ha sido una lección de vida. Me ha retirado del baloncesto, pero no de la vida. Te hace cambiar las prioridades. Antes te preocupabas porque no metías dos canastas y ahora porque estás vivo".
La España que duele, la España de Unamuno, continúa vigente. No hay más que mirar estos días al Congreso, donde la selección más representativa de los españoles se dice de todo, en lo que más que un debate parece un acto de autodestrucción. A España le dolía el pie de Rafa Nadal, cuyos problemas anticiparon su retirada, porque era como perder el punto de apoyo que sostenía a la España de la utopía, del consenso y el orgullo. El tenista ha sido la
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