Vi el nacimiento de Ricky Rubio con La Penya y, como decía Aíto, era un jugador que tocaba distinto el instrumento, tenía una forma especial de jugar. El estilo Ricky. Era muy descarado. Muy hábil. Le cuadraba la comparativa con Pistol Pete Maravich.
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La duda era cómo iba a reaccionar. Y entre la desconfianza y la rabia, el Real Madrid eligió lo segundo. Que el dolor de la derrota en la final de la Euroliga, tan reciente como las 72 horas que apenas habían pasado desde Berlín, fuera el "combustible" que pedía Campazzo. Porque fue precisamente el argentino el que elevó las revoluciones, de principio a fin, el que contagió al resto, un torbellino que se llevó por delante al Barça en el primer partido de semifinales. [97-78: Narración y estadísticas]
Campazzo (20 puntos, 10 asistencias), que no siempre en el pasado se había encontrado cómodo ante Ricky, firmó una noche suprema. Ni rastro ya en su mente del Panathinaikos, de las puñaladas de Sloukas, de esa horrible segunda parte que les costó la corona. O quizá estaba todo ahí y ese fue su acicate, con el que conectó a todos, especialmente a Tavares (18 puntos y 15 rebotes). Si el anuncio de su renovación es cuestión de horas, él lo festejó mostrando que sigue siendo el pívot más dominante de Europa.
El Barça acudía más descansado desde que el pasado jueves eliminara al Tenerife en cuartos. Pero salió a la expectativa, siempre a remolque de los designios del rival, con tan poca personalidad como acierto, dominado completamente en el rebote. Sin nadie dispuesto a convertirse en héroe y, para colmo, desesperado con un arbitraje algo errático.
Nada más amanecer se comprobó el ansia local, una agresividad de cuchillo entre los dientes, ocho canastas en la pintura de un Barça que achicaba agua, a la espera de que amainara la tormenta. Entre el Facu y Tavares habían anotado los 15 primeros puntos blancos y luego llegó la conexión del base con Hezonja, otro con propósito de enmienda, incluso en la defensa sobre Jabari Parker, bien mentalizado por Paco Redondo en los minutos previos. Porque el croata empezó al cuatro, con Causeur en el quinteto y Eli Ndiaye, el titular de la Final Four, fuera esta vez. Una canasta del Chacho cerró el primer acto con la máxima (24-14), aunque el Barça iba a reaccionar a la vuelta, con la irrupción de Da Silva y su energía (un parcial de 2-11 hasta que regresaron a pista Campazzo y Tavares).
Los de Grimau incluso se habían puesto por delante tras un técnica a Llull, que protestó una falta clarísima a Tavares que obviaron los árbitros (luego compensarían con una antideportiva a Satoransky). La noche en el WiZink era ya electrizante, todo un clásico, aunque fuera en la rareza de unas semifinales, algo que no ocurría desde 1995.
Yabusele abrochó la primera parte con una canasta imposible sobre la bocina y, tras el paso por vestuarios, Musa se subió al partido, Campazzo siguió a lo suyo y el Madrid asestó un parcial de 17-2, puro rock and roll, que pareció decantar la batalla (máxima de 23, 61-38) demasiado pronto.
Pero el Barça se empeñó en no darlo todo por perdido y el Madrid, como le ocurrió en el Uber Arena, mostró algo de su falta de consistencia, sus pequeñas desconexiones mentales, como el cabreo de Hezonja esta vez. Pero la distancia era grande y Llull clavó cuatro triples seguidos tan asombrosos que sólo alguien como él es capaz de hacer algo así. Fue la guinda que elevó al WiZink y terminó de hundir al Barça. El viernes, segundo asalto.
Valencia Basket - Real Madrid (20.30 h.)
LUCAS SÁEZ-BRAVO
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