El ciclista que hacía pis en la calle Pradillo

El ciclista que hacía pis en la calle Pradillo

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Bahamontes, un corredor caótico, fue una personaje irrepetible, siempre hizo lo que quiso sin importarle lo que dijeran los demás

Federico Martín Bahamontes, en Toledo.J.C.HidalgoEFE

Doce de la mañana. Se disuelven los restos de una boda en el Registro Civil de la calle Pradillo. Un hombre mayor arranca su mercedes y a los pocos metros para en un gran solar frente a la sede de EL MUNDO. Iluso de mí me dirijo a este Dios en vida y le digo cuando comprendo lo que va a hacer. “Federico, entra en el periódico a los baños de la primera planta”.

-Te lo agradezco, pero yo siempre he meado en la calle, en el campo.

Tras un breve saludo me despido del ciclista anarquista, caótico, de la persona con buen y mal genio, de estar arriba y estar abajo. Capaz de tomar un coñac con Agua del Carmen en pleno Tour y de ganar y perder carreras con su falta de método.

Cuentan los historiadores que comenzó con la bici en Toledo para burlar la vigilancia y poder comprar y vender alimentos en el mercado negro después de la guerra. Nunca le pilló la Guardia Civil, pero sí tuvo un grave problema en una ocasión. Tras un chivatazo, los civiles le perseguían y tuvo que refugiarse debajo de un puente donde estuvo mucho tiempo. La humedad y los bichos le provocaron un tifus que casi se lo lleva por delante.

En aquellos años robaba verdura tirándose con unos compañeros en un camión que frenaba al llegar a un puente, momento que era aprovechado por los chavales para lanzarse a la caja del vehículo y lanzar toda la verdura y fruta que era recogida por los compinches. Recogía restos de bombas (anarquía pura) y metales provenientes de la Guerra Civil en Toledo y trabajó descargando camiones por salarios de subsistencia, lo que había después de la guerra.

Su caos le llevaba a ganar o a esperar a los rivales tomando el famoso helado. Un genio del marketing, ciencia que aún no había nacido. Se enfrentaba con quien hiciera falta aunque fuera Luis Puig, su director, a quien mandaba a la porra.

Lo encontré en los últimos años varias veces. Una de ellas en la presentación de una Vuelta a España. Tenía ya más de 90 años y comía como el chiquillo que robaba verdura en Toledo. En otra ocasión le hice pasillo en su ciudad para que pudiera hacer fotos en un final de la Vuelta a España. En Toledo no era Dios. Era la Santísima Trinidad.

La última vez que tuve la oportunidad de saludarle fue en un pueblo de Toledo en el cumpleaños de un magnate de los dulces que reunió a decenas de personas en un zoo de animales muertos. Tarde surrealista. Estaba como una rosa.

Pero la edad es como un puerto que no termina nunca y te machaca mientras subes. Un accidente doméstico y la rotura de un dedo del pie, agravado por una osteoporosis, enfermedad que padecemos pocos hombres, le hizo la puñeta en sus últimos años en su retiro rural en Valladolid.

Bahamontes fue la anarquía victoriosa en la carretera. Su vida personal fue también complicada y su querida Fermina, que llevaba la tienda de bicis de Toledo, le perdonó sus escapadas. Reconoció a dos hijas gemelas nacidas fuera del matrimonio.

Fermina estuvo en sus últimos años siempre acompañado por el ciclista anarquista capaz de lo mejor y de lo peor. El Tour, siempre el Tour, le premió en 2013 con la distinción de mejor escalador, un trofeo que le lleva a lo más alto de la historia.

Sus triunfos fueron muchos, pero quizá el mayor fue, además de ser un gran ciclista, ser un hombre libre y seguir haciendo pis, discretamente, en un solar en la calle Pradillo, frente a EL MUNDO o bajando el Galibier.

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