Tour de Francia
Elguezabal es masajista e inseparable asistente del esloveno desde 2019. Habla de su “musculatura privilegiada”, de su personalidad tranquila y de sus hobbies: los coches deportivos y la buena comida
«Pero qué le voy a decir yo, si es el mejor ciclista del mundo». El ángel de la guarda de Tadej Pogacar, sobre todo, escucha. Y protege. Y se desvela porque no haya ni un detalle al azar, ni un músculo tensado en las piernas del chico, ni una cortina indiscreta en el bus del UAE, ni un maillot arrugado, ni un bidón caliente en las manos del esloveno que busca reconquistar el Tour que hoy llega a la cima del volcán, el Puy de Dome. Joseba Elguezabal, 42 años, es un fornido vizcaíno de Gatika, la sombra del genio.
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El destino se empeñó en cruzar sus caminos en 2019, cuando ambos aterrizaron en el UAE Emirates y debutaron en la misma concentración. Aquella promesa rubia iba a encontrar en Joseba a su hombre de confianza, el guardián de sus secretos, el cincelador de sus músculos. Desde aquella Vuelta a España en la que Tadej sorprendió al mundo con su precocidad, sus tres triunfos de etapa y su tercer puesto en la general, siempre el vasco a su vera, en la felicidad de dos Tours ganados, en el abrazo tras conquistar Flandes o Lombardía, entre tantos éxitos; pero también en los desvelos de la frustración ante Jonas Vingegaard de la Grande Boucle de 2022.
«No cambia de un día malo a uno bueno. Es muy estable. Cuando hace un etapón, está contento, pero tiene los pies en la tierra. Y cuando tiene un día duro, como el miércoles en Laruns, tiene la capacidad de no perder mucha energía en el pasado. Piensa en mañana, en cómo mejorar, en comer bien en la cena. Mente positiva», cuenta a ELMUNDO un masajista que es mucho más. Es guardaespaldas, asistente y psicólogo. Y hasta el tipo que le desafía, tal es la confianza, ya amistad aunque se comuniquen en inglés.
La apuesta
«Yo soy de Bilbao y allí nos gustan mucho las apuestas. Cuando preparamos el primer Tour, en la concentración, vacilábamos. ‘Que sí, que no… Me cago en diez’. Acordamos que si ganaba una etapa, me rapaba el pelo como Matxin. Eso me lo hizo tras estrenarse en Cauterets. Y si ganaba el Tour, teníamos que ir de París a Bilbao en bicicleta. Que por el tema del covid y del nacimiento de mi niño, no he podido aún. Pero está pendiente. Siempre me lo está recordando. Me dice que no vamos a hacer una apuesta más hasta que lo cumpla», bromea Elguezabal, ciclista frustrado que llegó a amateur, amante de las motos y de los caballos. El suyo, de tres años, se llama, cómo no, Pogi.
Tadej y Joseba hablan «con la mirada». El esloveno prefiere a menudo los silencios. «Cuando llega a la camilla (alrededor de una hora cada tarde noche en el hotel) lo que prefiere es la tranquilidad. Si quiere hablar, hablamos, él comienza. Aunque nunca es de ciclismo. Si no, ponemos la música. Casi nunca reggaeton, que no le gusta». Pogacar prefiere el rap, el de su país y Eminem. Ante esos músculos privilegiados -«su mayor virtud y diferencia con el resto es su capacidad de recuperación»-, el esloveno y el vasco hablan de comida y de coches, las otras pasiones del chico. Ríen con los reels de Instagram de bólidos deportivos que ve en bucle y sueñan con atracones de pollo al curry (su comida preferida), de pasta, pizzas o hamburguesas. «Es glotón, aunque ahora no puede, claro».
Elguezabal encontró su vocación hace unos años gracias a su amigo, el ciclista Julen Zubero. Se formó y empezó en el Seguros Bilbao de Xabier Artetxe. Después pasó al Caja Rural y también trabajó junto a Javier Minguez con la selección española en muchos mundiales. Finalmente, hace cuatro años, Josean Fernández Matxin le reclutó para el ambicioso proyecto del UAE, que también cuenta con otros españoles en su staff, como el nutricionista Gorka Prieto.
Si hay un momento que Joseba considera sagrado para Pogacar es, sin duda, el de antes de la carrera. Una liturgia. «Necesita que no le agobien, su música, preparar sus cosas a su manera. Yo recojo su ropa, se la lavo y se la dejo en su asiento. Él llega y tiene su protocolo. Ya está pensando en lo que viene. No tiene muchas manías ni es supersticioso, le gustan sus cuatro cosas», relata. «Por lo que sea, cuando llega de la etapa, a él le gusta que yo esté. Para lo bueno y para lo malo. Por ejemplo, el primer día de Pirineos, que no le fue bien, necesita una tranquilidad extra, a alguien que le conozca, que sepa lo que necesita. Estar con él, apoyándole. Le recojo en la meta y luego, protocolos del podio, de prensa, autobús, ducha…». Que nada le falte, para eso está su ángel de la guarda. Porque tantas veces las relaciones improbables no tienen explicación. Y aguantarse más de 200 días al año juntos fuera de casa no parece sencillo: «No sé, congeniamos bien. Es feeling».