Es Pep Guardiola un tipo tan obsesivo que, antes o después, acaba por mostrar todos los cristales que estallan en su interior. Le ocurrió en Abu Dhabi, cuando, abrazado a Manel Estiarte, ángel de la guarda y mejor jugador de waterpolo de la historia, se hartó a llorar tras conquistar un título aparentemente menor (el Mundial de Clubes frente a Estudiantes de la Plata), pero con el simbolismo que le arrimaba a la perfección: el sextete azulgrana en 2009. La pasada semana, cuando, al frente de un Manchester City en el que cumple su séptima temporada, le ganó la FA Cup al Manchester United en Wembley para quedar a un paso del triplete, la escena se repitió. Las lágrimas de desbordaron otra vez sin remedio. Quizá porque uno puede vivir en una atalaya, pero nunca deja de ser humano. Y porque, si este sábado consigue vencer al Inter en el Estadio Olímpico Atatürk de Estambul en la que será su cuarta final de la Champions, habrá roto el muro que contiene a los no creyentes. Los que siempre le afearon que no pudiera volver a alzar el gran trofeo lejos del mejor Barça de siempre, y sin Messi como respuesta a dilemas no siempre terrenales.
Como todas las historias que se precien, todo comenzó en un ágape del que Guardiola no esperaba mucho más que degustar un plato de garbanzos y unas costillitas de cordero en la Bodega Sepúlveda de Barcelona. El periodista Luis Martín, que conoce como pocos el proceder psicológico del entrenador de Santpedor, relata en su obra Cuando fuimos eternos (Timun Mas) que fue Joan Patsy, histórico periodista de TV3 y extensión durante años de Johan Cruyff en Barcelona, quien le advirtió que él sería el entrenador del primer equipo del Barcelona. Guardiola, por entonces, sólo trataba de comprender su nuevo oficio dirigiendo al Barça B en los campos de Tercera. Era octubre de 2007. Guardiola le dijo a Patsy que estaba loco. Pero a media mañana del 6 de mayo de 2008, en la habitación de la Clínica Dexeus donde de madrugada había nacido su hija pequeña, Valentina, Joan Laporta le confirmó que sería el sustituto de Frank Rijkaard en el equipo. “Pero yo habría entrenado al Infantil B durante diez años. Sólo quería entrenar”.
Las tres finales de Champions dirigidas por Pep Guardiola, dos con el Barcelona, una con el City, dos ganadas, la última perdida, hablan por sí solas de un camino que ya dura 15 años.
Barcelona 2 Manchester United 0 (Roma, 2009)
Leo Messi suele vacilar poco cuando le preguntan por sus goles más bellos. Debe resultar difícil cuando suma en la cuenta 806 en su carrera deportiva. Pero el argentino nunca pudo sacarse de la cabeza aquel vuelo que desafiaba sus presuntas carencias. Frente al gigante Van der Sar y la incomprensión de Rio Ferdinand, Messi se suspendía en el aire y cerraba una noche que antes había aclarado Samuel Eto’o. Su punterazo, redentor, fue ejecutado ante el mismo Guardiola que le levantó la condena que se había llevado por delante el verano anterior a Ronaldinho y Deco.
Pero si por algo se recuerda aquella final fue por el torrente emocional que provocó Guardiola en sus futbolistas antes de comenzar el partido. Había escondido un proyector y una pantalla en un vestuario con temperaturas propias del averno. Y allí, con las luces apagadas, hizo visionar a su plantilla el vídeo que le había confeccionado Santi Padró, trabajador de TV3. Según recuerda Luis Martín, Guardiola se lo pidió el día después del gol celestial de Iniesta en Stamford Bridge, satisfecho como había quedado de un encargo similar un año antes, cuando se jugaba el ascenso con el filial contra el Barbastro. Padró tuvo que recortar el primer montaje desde los 22 minutos a los siete minutos y 15 segundos del definitivo. Guardiola pidió que debían aparecer imágenes de todos los futbolistas, incluso del lesionado Milito. Y también exigió que él mismo no podía aparecer. Entre escenas de la película Gladiator, un concierto de Eros Ramazzotti y el impacto sonoro insostenible del Nessun Dorma, algunos de los jugadores salieron destrozados al campo. Tanto que tuvo que ser Víctor Valdés quien sostuviera al equipo durante los primeros 10 minutos ante el United de Cristiano. A partir del gol de Eto’o, el Barça ya pudo volar.
Barcelona 3 Manchester United 1 (Londres, 2011)
Quien aquí escribe aún recuerda a Sir Alex Ferguson, con la cara aún más roja que de costumbre, y sin fuerzas para apartar a los periodistas que se le cruzaban en su camino hacia la sala de prensa del estadio de Wembley. “Este equipo es el mejor que hemos conocido. Lo sabe todo el mundo y lo acepto. Nadie nos ha dado una paliza así”. El mítico entrenador del Manchester United tuvo que sufrir quizá la gran obra maestra de aquel Barça de Guardiola en el que el momentáneo 1-1 de Rooney no fue más que una inapreciable disonancia entre un baile de pases incomprensibles para los red devils, que sólo encontraron algo de respiro cuando llevaron el balón al centro del campo tras los goles de Pedro, Messi y Villa.
La perfección nunca estuvo tan cerca. El Barça sólo cometió cinco faltas. No dejó tirar un solo córner a su rival. Y tan convencido estaba Guardiola de que todo iría bien que, en el descanso, al ver que era Xavi Hernández quien estaba dando la charla a sus compañeros en el vestuario, le dejó hacer. Fue aquel el día en que Eric Abidal fue titular en el lateral izquierdo dos meses y medio después de haber sido operado de un tumor en el hígado. Puyol, que había entrado en el minuto 88 para alzar el trofeo como capitán, a lo Alexanko en el viejo Wembley, le cedió el honor a su compañero.
“No sólo ganamos, jugamos de maravilla”, celebró Guardiola.
Manchester City 0 Chelsea 1 (Oporto, 2021)
Pocas cosas torturan más a Guardiola que equivocarse en un plan de partido. Durante su etapa en el Bayern, en el partido de vuelta de semifinales frente al Real Madrid de 2014, cometió “la peor cagada que hice nunca como entrenador”, según narró Martí Perarnau.
No pone en esa misma balanza, al menos públicamente, la pirueta táctica empleada en su primera final de la Champions al frente del Manchester City y contra uno de sus apóstoles más aventajados, Thomas Tuchel. Borró Guardiola del campo a sus centrocampistas con mayor capacidad de destrucción (Fernandinho y Rodri); dejó solo a Gündogan para que se las apañara como pudiera en la estepa; tampoco echó mano de delantero centro alguno (Agüero y Gabriel Jesús quedaron fuera); y, tras encontrar el Chelsea autopistas a campo abierto para sus contragolpes y consumarse la derrota, la prensa británica encontró en Guardiola al principal culpable.
“Ha sido un experimento de profesor loco”, le dedicó el sensacionalista The Sun. Aunque la dureza en el análisis del planteamiento fue generalizada y duradera. Aun esta semana había quien le preguntaba por lo mismo. “Era un plan de juego como lo será el de este sábado contra el Inter. Y si te digo la razón por la que tomé la decisión, tal vez piensas que tengo razón [contestó al periodista que se interesó]”.
Y zanjó con una de sus habituales prédicas: “Si gano, tengo razón. Si pierdo, me equivoco. En este negocio, hay que aceptarlo, ¿Lo haría diferente ahora? Tal vez sí, pero eso ya no cuenta”.