Jordan Díaz hace tres años y dos meses que no ve a sus padres y, claro, lo primero que hizo tras bailar, disfrutar y tocar la campana del Stade de France fue agarrar su teléfono y llamarles y decirles que “bebiesen lo que no estaba escrito”. También habló y se abrazó en esos instantes de euforia desmedida que sucedieron tras su enorme oro olímpico con Iván Pedroso, que es mucho más que su entrenador. Y su siempre deslenguado compatriota le soltó, tras el abrazo, “40 malas palabras”.
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Si alguna vez Jordan deja de saltar, debería ganarse la vida con el humor. Porque su alegría es contagiosa y sus declaraciones bien podrían ser monólogos cómicos. En las entrañas de Sant Denis, minutos después de haber derrotado a su ‘enemigo’ Pedro Pichardo en la final olímpica del triple salto (una de las mejores de la historia, quizá sólo por detrás de la de Atlanta 96 con los 18,09 de Kenny Harrison y los 17,88 de Jonathan Edwards), exigía a los periodistas las portadas para él del día siguiente y también “vacaciones”.
A Jordan Díaz, que hace que parezca muy sencillo, no le hizo falta ese salto perfecto con el que suele tener sueños y ni siquiera le quedaban fuerza en las piernas para un intento más si lo hubiera necesitado anoche en el Stade de France, si a Pichardo, que se había ahorrado el quinto intento por unas molestias, le hubiera dado por volar en su última bala. “No, no no. Yo estaba hecho mierda”, reconocía el joven que, cuando hace meses dibujaba en su cabeza la hoja de ruta que sería necesaria para asaltar el oro olímpico que no pudo afrontar en Tokio por su reciente fuga de Cuba, estaba convencido de que sólo sería posible con un salto de 18 metros que hasta entonces no había logrado en competición. Lo quería en París, lo logró en Roma (18,18, la tercera mejor marca de la historia) y resulta que fue campeón con él y sin él.
Contrastaba en la zona mixta el cabreo de Pichardo con la guasa de Díaz. El portugués deslizaba su retirada y se quejaba de la falta de apoyos en su país de acogida, todos los esfuerzos “para el fútbol”. Ninguno de los dos oculta su pique. No se saludaron ni en la pista, ni antes ni después, ni en esos momentos. “No me empiecen a hablar de eso…”, regateaba el español una polémica que viene de lejos, antes del Europeo, donde Pichardo le acusó hasta de haber hecho trampa.
Jordan lo que quería era alegría, seguir con su flow, la que no había tenido en una jornada de muchos nervios y poco dormir. “Las camas están duras de cojones, me acosté a las tres de la mañana. Me levanté a las nueve, por el nerviosismo. Y me volví a acostar de nuevo porque dije: ‘No puedo estar despierto’. Comí, hablé con Iván y a entrenar”, rememoraba las horas previas a su gesta, para la que siempre quiso un poco más: “Salté 85, 86, 84, no sé cuantos… Lo he intentado. Pero mañana, el himno de España y ‘palante'”. Tras el control antidoping y la rueda de prensa oficial, el cubano de nacimiento se fue a la Casa de España. A seguir celebrando el cuarto oro de una delegación que no había tenido su mejor día.
A sus 23 años, el panorama que se dibuja ante Díaz es extraordinario. Alguno de sus rivales no aguantará demasiado por edad y su capacidad competitiva ha quedado suficientemente avalada: dos competiciones con España, dos éxitos. Dejó en París tres de los mejores saltos de su vida: 17,86, 17,85 y 17,84 y con cualquiera hubiera sido campeón. Eso es lo importante, el récord del mundo (por allí estaba Jonathan Edwards, “me la pela”). También fue campeón del mundo sub 18 y sub 20, entonces con Cuba. Y, por aquellos tiempos, él mismo ya sabía lo que quería. “Tengo algo escrito en Facebook, en 2017, cuando fui campeón mundial, que quería ser campeón olímpico. Eso lo voy a buscar por ahí”, hacía memoria. Y se acordaba Jordan de su familia, cómo no. De los sacrificios por una decisión “bastante difícil”, ese sí, el salto de una vida: “Si tuviera que tomar la decisión 10 veces, la volvía a hacer”.