Una Copa Davis para volver a ser niños

Una Copa Davis para volver a ser niños

Diría que la culpa fue de Indurain, que nos sacó del apasionante culebrón que era Perico para meternos en un reiterativo documental de leones comiendo gacelas a base de una consistencia desconocida para nosotros, hijos de los 70 y los 80. Piñón fijo, rivales cayendo a su alrededor, un, dos, tres, cuatro, cinco. Como si ganar el Tour, tanto tiempo El Dorado que te birlaba un Roche al borde de la muerte o un despiste en Luxemburgo, fuera una ruta cicloturista.

Pero llegó Miguel y nos mostró algo desconocido para los aficionados españoles al deporte: la certeza. A partir de ahí empezamos a ganar como si fuera fácil, baloncesto y fútbol, Rafa Nadal y Fernando Alonso, Marc Márquez y Carolina Marín, durante años París parecía Cuenca, daba igual Carlos Sastre que Albert Costa. No quedó espacio por conquistar y para quienes crecimos contando las medallas olímpicas con, literalmente, los dedos de una mano, que ganar 17 pudiera ser decepcionante fue una inesperada y un tanto hortera transformación en nuevos ricos.

Lo extraordinario se convirtió en rutina y por el camino perdimos algo fundamental para disfrutar del deporte: el asombro, esa impagable sensación de “¿qué diablos acaba de suceder?”. También olvidamos la felicidad de alegrarnos con poco. Hitos de entonces hoy serían efímeras sonrisas aplastadas por el empacho de éxitos: la plata de José Luis González, los mundiales de Aspar y Tarrés, los títulos europeos del Bidasoa y Granollers, los cuartos de final de Emilio Sánchez Vicario, incluso el gol de Nayim. Sin embargo, aún nos acordamos.

Ahora que el Madrid gana Champions como rosquillas y el Barça ya no cree en maldiciones, que Santi Aldama mete 29 puntos en la NBA, un sevillano gana el mundial de Moto3 (Antonio Rueda) y nadie se inmuta, que hemos pasado de Nadal a Alcaraz y de Iniesta a Lamine como si fuera normal, cuatro tenistas que el 99% de la población no reconocería de coincidir en el ascensor han rozado una gesta antigua. Inesperada y memorable. De las que perduran aun muriendo en la orilla.

El deporte se ha profesionalizado tanto que ya no hay sorpresas. El mejor gana siempre. Por eso, que Munar, Carreño, Martínez y Granollers hayan ido derribando molinos hasta engancharnos a un torneo que empezó clandestino es una hazaña especial y la derrota final no la oscurece. No ha sido la Davis del pueblo sino la Davis del recuerdo. De lo que fuimos y de lo que siempre seremos mirando a una pelota: niños. Niños felices que aún creen que todo es posible. Aunque no lo sea.

kpd