Su récord, alcanzado en Ciudad de México durante los Juegos Olímpicos del “Black Power” en 1968, permaneció imbatible durante más de 14 años
El atletismo, deporte de centésimas y centímetros en la máxima-mínima expresión de sus registros y medidas, es una historia de barreras rotas, de fronteras cruzadas, de lindes dejadas atrás. Y ninguna barrera tan reconocible, ninguna frontera tan admitida, ninguna linde tan señalada como aquellas que los 100 metros quiebran, trasponen y borran. Los 100 metros. La carrera más corta y, por lo tanto, la más relampagueante; la que fascina casi por igual al aficionado y al desentendido, al experto y al lego…
Si existe una frontera por antonomasia en el atletismo, es la de los 10 segundos en los 100 metros. Y acaba de morir quien la traspuso por primera vez. “The first man”, como Neil Armstrong. Ese hombre se llamaba Jim Hines. Y lo hizo, el 14 de octubre de 1968, en Ciudad de México, durante aquellos Juegos Olímpicos del “Black Power”, el “Fosbury Flop”, los récords “sobrehumanos” de Tommie Smith, Lee Evans, Bob Beamon, Viktor Saneyev… Y, sí, Jim Hines en los 2.300 metros de altitud de la capital mexicana. El día anterior, el 13, se había escapado de la Villa Olímpica para hacer el amor con su mujer, “antes de la carrera de mi vida”.
Hines, entrenado en la Texas Southern University por Bobby Morrow, el soberbio velocista blanco, triple campeón olímpico en Melbourne56, había nacido en Dumas (Arkansas) el 10 de septiembre de 1946. Tenía, pues, 22 años recién cumplidos. Era hijo de un albañil de Oakland y, en los “trials” de selección olímpica, celebrados en Sacramento, en junio, había corrido, el día 20, en 9.9, cronometraje manual, considerados 10.03 electrónicamente. En la final fue superado por Charlie Greene, un graduado por la Universidad de Nebraska. Ambos, en unión de Melvin Pender, de 30 años, capitán del Ejército, representarían a su país en los Juegos.
En la primera pista olímpica de tartán, instalado el cronometraje electrónico, en las series, Greene y el cubano Hermes Ramírez (eliminado en las semifinales) corrieron en 10.00. En la final, la primera de la historia con ocho atletas negros, Hines, en palabras suyas, partió de los tacos con mayor velocidad que nunca. No con tanta celeridad, sin embargo, como Pender, al que Hines y Greene atraparon a los 50 metros. A los 70, Hines ya era el primero. Terminó en esos inmortales 9.95. Greene (10.07) sufrió un calambre y fue adelantado “in extremis” por el jamaicano Lennox Miller (10.04). Pender sería quinto con 10.17. Unos días después, el 20, los tres estadounidenses, junto a Ronnie RaySmith, y con Hines en la última posta, establecían (38.24) un nuevo récord mundial de los relevos 4×100.
Hines ya había firmado, el 18, un contrato de tres años con los Miami Dolphins de “football” (lo que por aquí llamamos “fútbol americano”), que lo había elegido en el correspondiente “draft”. Sólo, con un papel totalmente marginal, cumplió dos y fue contratado por los Kansas City Chiefs, con los que tampoco alcanzó relevancia alguna.
No estuvo de acuerdo con la protesta de los atletas negros, a los que acusó de haberles arruinado, sin provecho para nadie, la vida a todos. “Cuando volvimos de México, nadie quería saber nada de nosotros”. Su trayectoria en el atletismo fue, pues, tan breve como gloriosa. Su récord, hasta que lo batió Calvin Smith (9.93) en la también altitud de la Academia de las Fuerzas Aéreas, en Colorado Springs, el 3 de julio de 1983, permaneció en la cabeza de las tablas durante 14 años, 8 meses y 19 días. Ni siquiera el de Usain Bolt ha durado (aún) tanto. Desde 1968, “innumerables” atletas han bajado de los 10 segundos. Pero ésa sigue siendo la frontera dorada.
Poco después de regresar de México, entró Hines en su piso de Houston para, consternado, descubrir que le habían desvalijado. Le habían desaparecido el televisor, el equipo de música, las joyas de su esposa y… las medallas de oro. Puso un anuncio en un periódico local y le fueron devueltas por correo en un sobre marrón.
Hines llevó una existencia anónima como empleado municipal. En cierto modo, fue más grande que sí mismo.