Mikaela Shiffrin tras el eslalon gigante en Quebec.Frank GunnAP
Diego Pablo Simeone, nombre literario, senatorial, rebajado en su bella sonoridad por el barrial apodo de “El Cholo”, ha sido elogiado con justicia por alcanzar los 100 partidos de Champions a los mandos de un mismo club. Un hito que lo emparenta con
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Temporada 2024-25. Con el eslalon gigante femenino arrancó el esquí en el tradicional feudo tirolés austriaco de Sölden. El triunfo de Mikaela Shiffrin en la primera manga pareció anunciar el 98º de la estadounidense, una cifra casi impensable. El segundo asalto, sin embargo, contempló una actuación extrañamente floja de la reina rubia del circo blanco. Mikaela, sin punch ni el necesario pulso, acabó quinta en la general final, por detrás incluso de su compatriota Katie Hensien.
El triunfo, el segundo en Sölden y el 28º de su carrera, sonrió a la expresiva y enérgica italiana Federica Brignone. La acompañaron en el podio la fiable neozelandesa Alice Robinson y la austriaca Julia Scheib, en su primer podio en la Copa del Mundo y de regreso de distintas lesiones. Fue baja de última hora Lara Gut, la mejor en gigante la temporada pasada, a causa de molestias en una rodilla, que le vienen de la pretemporada en Sudamérica. Prefirió no arriesgar.
Esperar la victoria número 100 de Shiffrin (29 años), que sin duda llegará más temprano que tarde redondeando un historial todavía creciente, es el principal atractivo de una campaña que tiene al suizo Marc Odermatt en la cima masculina, y a su país en lo más alto del escalafón de naciones, por delante de Austria, el otro gigante alpino. Ese viejo duelo entre naciones, con otras entrometiéndose de modo estimulante en el duopolio, pertenece al mejor catálogo del esquí histórico.
Mikaela, casada este verano con una de las grandes estrellas del circuito, el noruego Alekxander Aamodt Kilde, está cerca también, en eslalon, de su noveno Globo de Cristal. Un récord que superaría el compartido con ocho de Ingemar Stenmark en eslalon y en gigante, y Lindsey Vonn en descenso. La temporada está presidida, en la primera quincena de febrero, por los Mundiales de Saalbach (Austria). Las finales de la Copa del Mundo las acogerá, ya en marzo, la estación estadounidense de Sun Valley (Idaho).
El calendario masculino comienza asimismo en Sölden. Y, como el femenino, en una excesiva pausa, se trasladará, ya muy entrado noviembre, a Levi (Finlandia).
Hoy llega la Vuelta a los Lagos de Covadonga. La clasificación general la encabeza un sorprendente australiano, Ben O'Connor. Aunque cuarto en el Tour2021 y el Giro2024, al comienzo de la carrera nadie lo colocaba entre los favoritos. Una cabalgada en solitario en la quinta etapa en medio de la confianza o el despiste del grupo de ilustres lo situó en cabeza de la general con 4:51 de ventaja sobre el segundo, Primoz Roglic.
Las etapas posteriores contemplaron cómo Roglic le iba limando tiempo hasta, en vísperas de los Lagos, dejar la diferencia en 1:03. Otros aspirantes también se le habían acercado. Hoy O'Connor, heroico pero inestable, está condenado, se augura que perderá la carrera en la última semana de pasión.
Aunque tal vez no. La historia de la Vuelta registra casos de ciclistas más o menos corrientes que, enfrentados a situaciones excepcionales, se comportaron del mismo excepcional modo. La carrera recuerda al francés Éric Caritoux en 1984 y al italiano Marco Giovannetti en 1990.
Curiosamente, la etapa en la que se coronó O'Connor empezaba en Jerez de la Frontera, donde Caritoux, en aquel 1984, en la habitación del hotel, maldecía entre dientes al darse cuenta, al abrir la maleta, de que había olvidado las zapatillas. Las malditas prisas. El equipo Skil había recordado a última hora que estaba obligado por contrato a participar en la Vuelta, y, precipitadamente, reclutó como pudo a nueve hombres. No estaba entre ellos el líder del equipo, Sean Kelly, que se hallaba disputando las clásicas (y ganando algunas). Caritoux, su gregario de cámara, se encontró poco menos que al frente del grupo. Haría lo que pudiera.
O sea, nada. O casi. A los 23 años, sólo reunía cuatro victorias; la más importante de ellas, una etapa de la París-Niza. La Vuelta no era un bocado a su alcance. El equipo cubriría el expediente, y a otra cosa. Pero he aquí que, tras una semana de etapas llanas, en la que finalizaba en Rasos de Peguera, atacó Eduardo Chozas e hizo pedazos el pelotón. Lo atraparon Alberto Fernández y Caritoux, que se sintió muy bien y soltó al español, que fue sobrepasado por un trío en el que figuraba Pedro Delgado, que se vistió de líder con su primer jersey amarillo.
Lo perdió en, también curiosamente, Covadonga, donde ganó Reimund Dietzen, y pasaría a manos del inesperado Caritoux, que ya no lo soltó. Fernández ascendió al segundo puesto, a 32 segundos del francés. Ni en etapas posteriores ni en la sierra de Madrid-Segovia pudieron Delgado y Fernández con él.
Alberto estaba entonces a 37 segundos. Era un buen contrarrelojista y en la penúltima etapa, la crono de Madrid, de 33 kms., depositó sus esperanzas. Le sacó 31 segundos al francés, que acabaría con seis de ventaja, todavía la menor diferencia registrada en la Vuelta entre el primero y el segundo. Fernández se mataría en diciembre, junto a su esposa, en un accidente de tráfico cuando regresaba desde Madrid, donde había recogido el trofeo al mejor ciclista español del año.
Giovanneti pedalea en una etapa de la Vuelta.MARCA
Giovannetti no tenía más pedigrí que Caritoux. Es cierto que entre 1986 y 1989, incluidos, había coleccionado dos sextos puestos y dos octavos en el Giro. El clásico corredor fiable, pero sin brillo. No era un ganador. Su historial de triunfos se reducía a una etapa de la Vuelta a Suiza. Los equipos españoles Banesto (Miguel Indurain, Pedro Delgado, Julián Gorospe) y ONCE (Pello Ruiz Cabestany, Anselmo Fuerte, Marino Lejarreta) estaban tan preocupados por vigilarse entre sí que no advirtieron que Giovannetti, tras la sexta etapa, era segundo, a 25 segundos de Gorospe.
En el undécimo asalto, el que concluía en la estación de esquí de San Isidro, en la frontera astur-leonesa, Gorospe flaqueó. Lejarreta, que había roto las hostilidades, se había caído a 60 kilómetros de meta. La etapa la ganó Carlos Hernández (Lotus-Festina). Pero Álvaro Pino (Seur) había llevado a su compañero Giovannetti hasta el liderato.
Y ya no lo abandonó. Ni en el Naranco. Ni en la cronoescalada de Valdezcaray. Ni en Cerler. Ni en la contrarreloj de Zaragoza. Ni en la sierra segoviana, pese a los esfuerzos frenéticos de Delgado. Al día siguiente, el italiano desfiló de amarillo por Madrid y coronó un podio con Delgado a 128" y Anselmo Fuerte a 148".
Sin más emociones
Giovannetti y Caritoux no lograron nada parecido en años posteriores. Ambos fueron campeones nacionales (el francés dos veces) y Giovannetti fue tercero en el Giro en ese mismo 1990.
Conseguiría también buenos puestos en la corsa rosa. Pero terminaría su vida profesional con cuatro victorias. Caritoux, con 13. La flamígera gloria, esa yegua hermosa y salvaje, había pasado una vez por su lado. Se subieron a ella en marcha, se aferraron a sus crines, la domaron y luego, exhaustos, derribados pero victoriosos, la vieron perderse galopando en dirección a otros.
Estamos donde estamos. Donde nos ponen los demás. Donde nos ponemos nosotros: en el desván, donde, de caridad, nos permite vivir el fútbol. Somos fútbol y poco más. Una sociedad futbolera tanto como futbolística, redimida en parte por algunos jóvenes entusiastas y heroicos, nacidos aquí o nacionalizados, que se acercan a otros deportes. Incluso, a veces, con fortuna, en la espuma, no en la profundidad de sus disciplinas, huérfanas de densidad.
El
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