Mundial de atletismo
La venezolana estuvo cerca de ser eliminada y se colgó el oro desde el octavo puesto con un último salto de 15,09 metros
En su presentación en el National Athletics Center de Budapest, Yulimar Rojas bailó. Como siempre, tan caribeña, tan alegre, las cámaras la enfocaron, ella se marcó unos pasos raros -ni bachata, ni salsa, ni nada- y el público lo gozó. “Vamos allá”, gritó la venezolana bajo la ovación del público húngaro. Fue el único momento de toda la noche en el que la saltadora disfrutó. Por primera vez en mucho tiempo, quizá desde los Juegos Olímpicos de Río 2016, su última gran derrota en el triple salto, Rojas no se divirtió, tembló, sufrió y estuvo a punto de fallar. Al último intento llegó encerrada en el octavo puesto, un lugar impropio, y sólo otro gran brinco final, como aquel récord del mundo en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, le devolvió el oro que siempre fue suyo. Al final superó los 15 metros (15,09). Al final, campeona del mundo otra vez, por cuarta vez consecutiva.
Después, en su celebración, lloró. No fue un llanto de alegría, como tantas otras veces, fue de rabia, de tensión, incluso de frustración. ¿Cómo había llegado a ese punto? “Nunca pienso en ganar porque me esfuerzo cada día para poder estar al 100% en competición. Hay circunstancias que pueden no darse bien siempre, pero trabajo para corregirlas cuando sea necesario”, comentaba en zona mixta en la previa y tenía razón: “Hay circunstancias que pueden no darse bien siempre”. Como un mal día con la tabla. En toda la competición, Rojas hizo tres nulos (el primer intento, el cuarto y el quinto) y eso la condicionó.
De hecho, estuvo muy cerca de caer eliminada: a la mejora entró por los pelos. Con un salto de 14,33 metros, un salto de entrenamiento para ella, se colocó octava y la italiana Ottavia Cestonaro pudo dejarla fuera. Tenía que superar la mejorar marca de su vida, pero era posible. No lo hizo. Y Rojas respiró tranquila hasta que volvieron los nulos y nada salía. Durante todo el concurso, como siempre, hablaba con su entrenador, Iván Pedroso, y éste le transmitía calma, pequeñas correcciones, pero la saltadora cada vez multiplicaba sus nervios. Hasta que llegó ese último salto y pudo liberarse. Justo al ver su registro en los marcadores y comprobar que se colocaba primero, se estiró en el suelo y se puso las manos en la cara. La derrota había estado cerca, pero era campeona del mundo otra vez, por cuarta vez consecutiva.