Desde el momento en que el profesor Naismith le dijo a su ayudante que la cesta de melocotones se tenía que colocar a 10 pies del suelo, estaba dando a su invención del basket-ball una dimensión que no podía imaginar.
Dicen que el autor de la primera y única canasta en el gimnasio de Massachusetts fue un tan William Chase, pero no hemos podido certificar su talla. Lo más probable es que fuera el más alto de la clase. Nos vendría bien para justificar y dar coherencia histórica a lo que hemos presenciado estos días en ese gimnasio de Belgrado, un escenario de última generación que se ha construido sin pasillos de evacuación. O eso, o allí había mucha más gente de la que el arquitecto había planificado, y de lo que las mínimas normas de prevención de riesgos dictaban.
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Hasta allí viajó un grupo de jugadores para entonar un evidente ‘Ave, Zeljko, los que van a morir te saludan’, y el giro de guión nos tenía una entretenida sorpresa preparada; un gigante de Cabo Verde, que no ha parado de crecer desde que le pusieron un balón en la mano ya de adolescente, nos explicaría a todos, paso a paso, rebote a rebote, golpe recibido a golpe recibido, gancho por aquí, intimidación en defensa por allá, que el Real Madrid más determinante de estos últimos años triunfantes, el verdaderamente inabordable, no ha sido el Madrid de Laso, ni el de Luka Doncic o Campazzo, ni el de Sergio Llull o Rodríguez o Rudy Fernández, sino, incluso por encima de todos ellos, el Real Madrid de Walter Tavares.
El inicio de esta semana que será tan recordada en el baloncesto europeo, comenzaba en Estados Unidos con una impactante exhibición de Stephen Curry, fluyendo como un artista en trance en un precioso escenario de última generación, y dejando 50 puntos en un séptimo partido de playoff, algo inaudito.
La respuesta de la ‘vieja Europa’, ha tenido el sabor de la cultura ‘punk’ de los 80. En territorio comanche, escuchando cánticos sin traducción posible, frente a tipos que pagan dinero porque los dejen quitarse la camiseta y ver los partidos de espaldas encaramados a las vallas de protección, con la vena del mito de los banquillos rival bien hinchada y apuntando a su enésima Final Four, llegó el gigantón y mandó parar.
Me avisaba un sabio del baloncesto, tras la pelea del segundo partido: “Hermano, poned el foco donde queráis, pero todos los que han jugado con y contra Tavares, saben lo que significa tenerlo en la banda, sin poder intervenir”.
La exhibición de Walter Tavares de esta semana, para los devotos de una contracultural Euroliga, nos refuerza el discurso de “esto, esto… era fundamentalmente el baloncesto”.
Un ‘hombre grande’ como la pieza más codiciada, como faro y boya en ataque, y con el cual poder sublimar la mítica y cobardona zonita 2-3 en casa del enemigo, ese momento en donde el exterior, con cara de susto, mira al banquillo, el entrenador levanta los dos dedos, y él, cambiando la cara, se vuelve a sus compañeros con los dos brazos en alto y grita todo lo fuerte que puede; “¡Estamos en dos, en zona, en dos, en dos, joder!”. Inmediatamente después, busca la mirada cómplice del gigante y, al encontrarla, deja por un instante de oir los cánticos de la afición rival, absolutamente convencido de que junto al inacabable Walter nada es imposible.
(Continuará…).