Cuando Mark Cavendish, bien arropado por cinco de sus compañeros del Astana, cruzó la línea de meta de Plateau de Beille, a casi 1.800 metros de altitud, habían transcurrido 51 minutos y 35 segundos desde que lo hiciera Tadej Pogacar. El británico no fue el último. Poco después entraba Fernando Gaviria y a 52:37, al mismo límite del fuera de control que no superó Bran Welten, acudía, completamente quebrado, el último sprinter, Arnaud Démare.
Eran los restos del naufragio de una jornada para el recuerdo, de una ascensión memorable. El esloveno, al que su compañero Adam Yates había avisado de que esa subida, “es la más dura que ha hecho en su vida” (más de 15 kilómetros a casi el 8% de desnivel medio, después de los cuatro puertos anteriores), destrozó todos los registros. Aprovechando la rueda de Jonas Vingegaard primero, en solitario después. Paró el crono en 39:58, tres minutos y medio más rápido de cómo subió Marco Pantani en 1998 (43:28). En 2007, Alberto Contador lo hizo en 44:08.
Como Pantani y como Eddy Merckx, ganador Tadej de etapa en el Giro con la maglia rosa (cinco veces) y en el Tour con el maillot amarillo (dos), algo nunca visto en el siglo XXI.
Sus queridos Pirineos, como las montañas verdes de su Eslovenia natal. Es la 14ª victoria de etapa de Pogacar en el Tour (alcanzó a Marcel Kittel) y más de la mitad de ellas han llegado en estas cimas. Desde aquella iniciática en Laruns en 2020, por delante de Roglic, a las dos del fin de semana en el que dejó el Tour prácticamente visto para sentencia. “He ganado muchas etapas en los Pirineos. De algún modo, adoro estas montañas… ¡y es recíproco!”, expresaba el líder, que afronta la etapa de descanso con una renta de 3:09 sobre Vingegaard.
El danés no pudo ser más valiente. Fue con todo, arriesgando quizá demasiado con los Alpes en el horizonte aún. “Si mantiene este nivel, no tengo nada que hacer. Está muy difícil el Tour”, confesaba en la cima, ya con la mascarilla, obligatoria para todo el pelotón, puesta. “Sufrí bastante en su primer ataque, pero después noté que era él quien lo pasaba mal. Intentó descolgarme una última vez y vi que no tenía piernas para ello, así que decidí arrancar yo pese al riesgo de reventar. Por suerte, me salió bien”, admitió Pogacar.
La jornada tuvo noticias positivas y negativas para los españoles. Al fin se vio a Enric Mas, presente en la escapada del día junto a sus compañeros Oier Lazkano y Javier Romo. El balear aguantó con los cinco elegidos, pero fue engullido por Pogacar y Vingegaard en Plateau de Beille. “He podido disfrutar. Conocía bastante la etapa, al ser cerca de donde residimos, y lo he pasado como un niño pequeño. Ha sido ‘un mundo nuevo’ para mí. Esta no es ni mucho menos la mejor versión de Enric Mas, y las sensaciones no son muy buenas, pero vamos a seguir intentándolo”, admitió.
También se comprobó a un gran Mikel Landa, que entró cuarto en meta, a 3:54 de Pogacar. Aventajó en casi un minuto a Joao Almeida y más a Adam Yates y un Carlos Rodríguez al que arrebató el quinto puesto en la general. El del Ineos sufrió “muchísimo”. “Me he cebado y lo he pagado”, admitió.
Los padres de Sergio Rodríguez se conocieron en una cancha de baloncesto. Eso podría explicar muchas cosas. "Cuando nací, los primeros regalos eran juguetes de baloncesto". En concreto, una canasta de los Celtics con la que jugaba compulsivamente en su habitación. Eso, también. O quizá el secreto del chachismo, esa marca ya para la eternidad de un jugador irrepetible, sea una frase de Pablo Laso: "Lo más importante, él ve esto como un juego".
Pepu Hernández, el entrenador que le hizo debutar con 17 años -en el quinto partido de unas finales ACB, en el Palau-, solía usar un juego de palabras con su pupilo, que también lo sería dos años después en el oro mundial de Saitama con la selección. Las letras que conforman el nombre de Sergio son las mismas que riesgo. Riesgo, imaginación, naturalidad, osadía, talento, profesionalidad y sobre todo, de nuevo, mucho amor por algo que él siempre vio como eso, un juego. El asombroso viaje del Chacho durante dos décadas es todo eso. De Tenerife a Getxo con 14 años, del Siglo XXI a Madrid, del Estudiantes a Portland, de Nueva York (paso por Sacramento) de nuevo a Madrid, del Real Madrid a Filadelfia, de la NBA a Moscú, del CSKA a Milán y del Armani de nuevo al Real Madrid, para cerrar una carrera repleta de éxitos, tres Euroligas, un Mundial, dos Eurobasket, Ligas y Copas en España, Rusia e Italia... y todo un MVP de la Euroliga en la temporada 2013-2014.
Pero Sergio Rodríguez es mucho más que su palmarés, es casi una filosofía. Un jugador que trasciende. Es el Chacho, el apodo que le pusieron en su primera preselección con España, en 2002, porque no paraba de decir, como buen canario, aquello de "muchacho". Jugaba entonces en La Salle con su primer maestro, Pepe Luque, y fue justo antes de marcharse a Bilbao, a esa experiencia llamada Siglo XXI, donde chavales cadetes y juniors convivían y se formaban baloncestísticamente. Fue por entonces cuando dio el estirón físico, aunque todavía le llamaban "polilla" porque no paraba de moverse.
Sergio considera aquellos años lejos de casa, previos al Estudiantes, clave en todo lo que iba a suceder después. El primer año en Madrid, donde se le atragantaron los estudios en el Ramiro, combinó el equipo EBA con el júnior y llevaba un mes de vacaciones cuando Pepu le llamó para la final contra el Barça. La noche antes había estado viendo la NBA y tuvo que despertarle una vecina. Aquella canasta en penetración en el Palau es el comienzo de un época. "Esos 20 segundos del final de liga con Estudiantes me marcaron. Nunca había ido convocado con el primer equipo. Venía de vacaciones, no me sabía las jugadas, estaba preocupado... Esa tensión desde el minuto uno de profesional me ha ayudado", confesaba en una entrevista con este periódico años después.
Ese verano también ganó el Europeo júnior, en Zaragoza, a las órdenes de Txus Vidorreta y con el 10 a la espalda (el eterno 13 lo llevó Antelo). "Un chico con mucho gancho", tituló su primer artículo en EL MUNDO un periodista que era a la vez admirador (como todos) de aquel insólito mago.
"El sueño de toda mi vida". La NBA fue la siguiente estación, a la que llegó con 20 años -dos años antes estuvo por primera vez en EEUU, en el Nike Hoop Summit de San Antonio-, campeón del mundo (esa semifinal contra Argentina...), número 27 del draft (por los Suns que tenían a Steve Nash y deciden traspasarle a Portland) y sin saber inglés. Y con el golpe de realidad de tantos, mucho banquillo y "pocas explicaciones" de Nate McMillan. Pero sin perder la esencia. "Podría estar triste si estuviese aquí perdiendo el tiempo, pero al contrario. Estoy mejorando técnica y físicamente y aprendiendo un idioma. Todo va muy bien para mí", confesaba en una entrevista a ABC en diciembre de 2006.
Estuvo tres temporadas y media en Portland (coincidió con Rudy Fernández, con quien el destino le tenía preparada una despedida a la vez), unos meses en Sacramento (con Nocioni) y otro curso en los Knicks, vida en la Gran Manzana. El sueño se cumplió, con toda su realidad y toda su crudeza también. Se codeó con aquellos que admiraba (Iverson, Garnett...), danzó en ese mundo idealizado desde la infancia e incluso coleccionó momentos deportivos inolvidables. Pero se amontonaron las ganas de más. Tan valiente para partir como para regresar, sin pronunciar jamás una frase de arrepentimiento, y un fichaje por el Real Madrid de Messina.
Nada sencillo aquel ambiente, donde, él mismo lo reconoce, todo se magnificaba en negativo. Con Messina huido y Lele Molin a los mandos, los blancos se colaron muchos años después en una Final Four, la que iba a ser primera de muchas para el Chacho (aunque aquello fue un revés en el Sant Jordi, acabaría jugando seis finales y ganando tres Euroligas). Sin saberlo, aquel verano de tiroteos, de la llegada con pocas bienvenidas de Pablo Laso, era el comienzo de una era.
Con el estallido personal del Chacho en los playoffs de 2012, especialmente en las semifinales contra el Baskonia, cuando a su virtuosismo e imaginación se unió el acierto desde el triple. Esa primera etapa de lasismo fue su cénit, el MVP de la Euroliga, el título en 2015 en el Palacio... Hasta que la NBA volvió a cruzarse en su camino. Y los sueños de infancia, sueños son. Aunque el Chacho y Ana ya fueran padres de Carmela y aunque Claudio, su bulldog, no pudiera viajar con la familia a Filadelfia, donde eligió un apartamento en el centro de la ciudad.
Los Sixers se encontraron a un base diferente, maduro, inteligente, ambicioso. El Chacho asistió al debut de Joel Embiid, que le saludaba con una peineta en la visita de este periódico en febrero de 2017. Fue a menos en la rotación de Brett Brown y las ofertas para seguir un año más, demasiado inestables, no le convencieron.
Y cuando tocó volver a Europa, el Madrid ya había armado su equipo y el CSKA le puso sobre la mesa una oferta de esas que no se pueden rechazar. De USA a Rusia, la familia Rodríguez, una aventura vital que iba a coronar con su segunda Euroliga, en Vitoria 2019 (primer español en ganarla) con un club extranjero. De ahí a Milán, siempre cotizadísimo, el reencuentro con Messina, donde de él se enamoró cada aficionado del Armani e incluso el propio dueño Giorgio, que llegó a decir: "Me gusta todo de él. Amo a sus niñas. Su actitud dentro y fuera de la cancha es ejemplar. Y luego su sonrisa y su mirada profunda dicen mucho de él, son el espejo de su alma". Y un par de temporadas para cerrar el círculo en el Real Madrid, hasta otra Euroliga, la de Kaunas, protagonista principal el Chacho en la Final Four y en la feroz serie de cuartos contra el Partizán en la que se echó al equipo a la espalda, otro destello maravilloso.
Y, durante todo este tiempo, siempre su querida selección, de la que se retiró tras los Juegos de Tokio y se ausentó, por descanso, en el Mundial de 2019 que fue oro en Pekín. Más de 150 partidos y siete medallas con España, de Saitama a Saitama.
"Siempre soñé con retirarme estando bien físicamente y ganando mi último partido. Y ahora la vida me ha ofrecido este regalo", dice en su carta de despedida quien no ha querido homenajes jugando. Pues para él, el baloncesto siempre fue diversión, no nostalgia. El secreto lo guardó y las canastas ya echan de menos el chachismo, al eterno 13.
"No tengo miedo a nada ni a nadie. Sólo a Dios". No olvidará Ayoub Ghadfa esta noche de agosto en París, 10.000 gargantas rugiéndole en contra en la Philippe Chatrier y un bravo francés intentando hacerle añicos. Un chico, Ayoub, que hace no tanto jamás había boxeado. Y ya tiene una medalla olímpica de los pesos superpesados (+92 kilos) colgada al cuello. Será plata u oro tras un fantástico combate de semifinales en el que se impuso de principio a fin.
Djamili-Dini Aboudou era un rival incómodo y no sólo porque le impulsara el aliento de las tribunas, el "Djamili, Djamili" de enfervorecido público de Roland Garros (tan extremadamente lejos de las tradiciones tenísticas, claro), el "Allez les Bleus", la Marsellesa a capela o los abucheos continuos. Ayoub ya le había derrotado en mayo de 2022, en Yerevan, pero el francés de Dunkerque es fornido y veloz, con 10 centímetros menos, y cazarle no le resultaba sencillo.
Aun así, manteniendo las distancias y no entrando al trapo del rival, Ayoub se llevó los dos primeros rounds por unanimidad. No había juez capaz de negar la evidencia. Y ni en el tercero, en el que Aboudou se fue con todo y logró derribar por un momento al gigante español (que se levantó de un acrobático salto), hubo dudas del ganador.
Agilidad para esquivar
Porque el marbellí luce un físico imponente. Antes de cada combate extiende sus piernas en el aire en dos saltos poderosos. Antes de empezar con el boxeo en el gimnasio Argüelles de José Valenciano, hacía calistenia y kickboxing. De ahí esa agilidad que ahora es una virtud preciosa cuando se trata de esquivar cañonazos que van directos a su rostro.
A principios de abril, cuando contaba a este periódico su historia de abusos en la infancia, de racismo e insultos por su físico, ni siquiera tenía aún billete para París. Venía de perder en un Preolímpico con el italiano Diego Lenzi y se le agotaban las oportunidades. Unas semanas después, en Belgrado, noqueó con un directo de derechas brutal al serbio Dusan Veletic y se proclamó campeón de Europa.
La progresión de Ayuob asusta y en París avanzó con solvencia de veterano. Sorprendió en octavos al kazajo Kamshybek Kunkabaev (bronce en Tokio) y arrasó en cuartos al gigante armenio Davit Chaloyan. Para asegurar la segunda medalla del boxeo español en estos Juegos de la resurrección, para unirla al bronce de su compinche Reyes Pla, con el que intercambia entrenamientos, fe y peripecias.
En la final, el próximo sábado (22:51 h.), en busca del primer oro del boxeo olímpico español, en el mismo escenario, se enfrentará al temible Bakhodir Jalolov, campeón olímpico en Tokio, un púgil, el uzbeco, que ha ganado sus 14 combates profesionales, la mayoría por KO. Y que al alemán Nelvie Tiafack le recetó lo mismo que a sus dos anteriores rivales en París: lo pasó por encima.