Federico Martín Bahamontes, leyenda del ciclismo español, ha muerto a los 95 años. Su muerte ha puesto en el ciclismo un crespón de luto actual y retrospectivo. Bahamontes… Un apellido premonitorio en sus dos últimas sílabas. Y desdeñoso con las dos primeras. Bahamontes, duro, fibroso, el rostro afilado y el cabello espeso, de gruesas ondulaciones peinado clásicamente hacia atrás, no baj(h)aba las montañas. Las subía, ingrávido, alado, “uno setenta y tantos largos de estatura y unos sesenta y tantos cortos de peso”. Así, levitando sobre los pedales, siempre con una indesmayable vocación atacante, a menudo imprudente e irreflexiva, siempre nervioso, purasangre impaciente, se ganó su inmortal apodo, acuñado por el periodismo en Francia y admitido por todos en todas partes: “El Águila de Toledo”.
Él decía que, en realidad, no era ni Federico ni Bahamontes, sino Alejandro Martín, porque su nombre completo era Alejandro Federico Martín Bahamontes. Añadía, sin embargo: “Martín hay muchos, pero Bahamontes sólo uno”. No existió, pues, para la historia-leyenda del ciclismo universal y el deporte español Alejandro Martín, sino Federico Bahamontes. Fede en su círculo de amigos.
Para saber más
Su vida y sus andanzas dentro del ciclismo sólo pueden ser contenidas a duras penas en una enciclopedia, no en las páginas más o menos extensas de un periódico. Era un personaje con un temperamento explosivo, a modo de prolongación de sus tremendas facultades. Un personaje con tendencia intrínseca a una excentricidad que, cultivada de modo natural, hizo de él un genio de la autopublicidad. Un Dalí en bicicleta. Astuto, desconfiado, espontáneo, imprevisible, capaz de bajarse de la bici para recoger algo que brillaba en el asfalto, un reloj, un pendiente… Se buscaba la vida sobre su máquina o sin ella. Suscribía pactos verbales en la ruta a los que luego faltaba. Un Lázaro de Toledo, del Tajo, un pícaro del siglo XX, obligado por la cuna y fomentado por la necesidad. Su carácter con gestos de derroche de campeón generoso y otro de mezquindad aldeana levantaba, dentro del reconocimiento general, polémica en una afición entregada apasionadamente de un modo u otro a su persona y su personalidad.
Bahamontes, el mayor y único varón de cuatro hermanos, era hijo de los nada felices años 20. Nació el 9 de julio de 1928 en el pueblo de Val de Santo Domingo, en una casucha (él decía “casilla”) de peón caminero de RENFE, el oficio de su padre, Julián Martín, quien poco después se trasladó con los suyos a Toledo y encontró trabajo como guarda jurado en un cigarral propiedad del Duque de Montoya. La familia se refugió en Villarrubia de Santiago durante la Guerra Civil. De regreso a Toledo tras la contienda, Bahamontes entró, a los 17 años, de aprendiz en un taller de carpintería. Lo acabó dejando por el reparto de frutas, legumbres, hortalizas, leche, subiendo y bajando hora tras hora por las cuestas de Zocodover, Miranda y tantas otras en una pesada bicicleta de segunda mano que le costó 30 duros, 150 pesetas (0,90 euros). En aquella España pobre y sombría de la frágil subsistencia y el estraperlo de supervivencia, hacía viajes con su bici a los pueblos cercanos para traer alimentos que su madre revendía en Toledo…
Animado por su asombrosa facilidad para dejar atrás a los amigos dando pedales, se planteó convertirla en un “modus vivendi”. Decidido a proyectarla en cualquier lugar, participó, por tierras toledanas, en su primera carrera, en la que quedó segundo (en la segunda quedaría primero), el 18 de julio de 1947. Curiosamente, la misma fecha en la que, 12 años después, se coronaría en París, hasta su debut profesional. Hasta el momento de saltar a un profesionalismo aún de calderilla, a mitad de 1953, fue ganando carreras de aficionados, incluido el Campeonato de España. En todas ellas se hizo evidente su innata soltura, un don más que una cualidad, como escalador superdotado. Los doctores, empero, ni siquiera le admitían la capacidad de competir a cualquier nivel. Federico había sufrido unas fiebres tifoideas y se le detectó la secuela de una insuficiencia torácica. En el reconocimiento de la Federación Española preceptivo para acceder al profesionalismo, los médicos le consideraron “no apto para la práctica del ciclismo”.
Tendrían razón objetivamente. Pero Federico, en uno de esos gestos suyos de rebeldía entre la terquedad arrogante y la inconsciencia pueril, no hizo caso. Se responsabilizó de las posibles consecuencias y superó sus deficiencias, si es que de verdad existían, por el procedimiento de negarlas. Y ya, con el modesto equipo Santiago Montajo-Balanzas Berkel, entró en el gremio. Conocería, como contratado o cedido, una práctica habitual para afrontar según qué tipo de carreras, 16 más, algunos repetidos y entre ellos el Faema y el Kas. Tras sus exhibiciones en las cumbres de la Volta a Catalunya y la Vuelta a Asturias (a cuyas tierras se trasladó haciendo en bicicleta, desde Toledo, 700 kilómetros en dos días), el seleccionador, Julián Berrendero, lo llamó para integrar la selección española que acudiría al Tour, que se disputaba por equipos nacionales.
Comenzó entonces el mito con su primer reinado de la Montaña en la Grande Boucle. Entre 1954 y 1965, y con 17 equipos por medio, prueba de su singularidad sin ataduras ni fidelidades, siempre entre las espantadas y los agravios reales o inventados, construyó un palmarés formidable, en ciertos aspectos inigualado e irrepetible: 40 o 70 victorias, quizás más, contando pruebas oficiales, critériums, exhibiciones., aparte de un inverosímil triunfo, en compañía de Rik van Steenbergen, en los Seis Días de Madrid. Un denso historial resumido para la gran posteridad en un primer puesto, un segundo y un tercero en el Tour, junto a seis reinados de la Montaña. Título que, completándolos, obtuvo en dos ocasiones en la Vuelta y una en el Giro. Ganó de forma inolvidable siete etapas en el Tour, tres en la Vuelta y una en el Giro.
Sus enfrentamientos dentro y fuera de la carretera con Jesús Loroño, la otra gran figura de la época y de carácter opuesto, se hicieron célebres (hoy diríamos virales). Su historia de antipatía, celos, incompatibilidades y paranoia dividieron a la gente como entre los partidarios de Lagartijo y Frascuelo, por poner un ejemplo de máxima popularidad sin conciliación posible en un país extremista en sus afectos y rechazos.
Su victoria en el Tour de 1959 fue inspiración de Fausto Coppi, invitado por él, junto a Raphaël Géminiani y Jean Graczyk, un destacado “pistard” y “sprinter” francés, a una tradicional cacería con galgos, sin armas, en una finca toledana. El “Campeonísimo” lo convenció de que sería capaz de ganar el Tour si no se conformaba de antemano sólo con la Montaña, que llegaría sola, por inercia, acompañando a la general. Y a los 39 años, en su última y del todo crepuscular temporada, formó un equipo llamado “Tricofilina (una marca de brillantina) Coppi” articulado en torno a Bahamontes y sus 500.000 pesetas de sueldo (3.000 euros, una fortuna), escoltado por sus dos fieles gregarios, escuderos y guardaespaldas, José Herrero Berrendero (sobrino de Julián) y Julio San Emeterio, a los que Coppi pagaría directamente. En el equipo nacional, dirigido por Dalmacio Langarica y con Coppi en la trastienda, Bahamontes, sobre las franjas rojigualdas, lució victoriosamente ese nombre: Tricofilina Coppi. Estaba permitido que cada corredor portase el nombre de su casa comercial en el “maillot” común.
El triunfal Tour adquirió una naturaleza de símbolo en una España paupérrima en tantos órdenes. Bahamontes fue mucho más que un pionero: un conquistador. El primer gran triunfador individual de nuestro deporte. Compartió con el colectivo del Real Madrid los únicos éxitos deportivos de auténtica proyección internacional, nacida en Europa, pero no reducida a ella. El franquismo lo instrumentalizó, pero a él le dio igual. Ni rechazó la manipulación ni se benefició de ella. No era ni franquista ni antifranquista. Era bahamontista. Gozó de una fama inconmensurable, que hizo extensiva a su mujer, Fermina (Aguilar Sánchez), con la que no tuvo hijos, ejemplo oficial de esposa sacrificada en el altar del ídolo que, a diferencia de uno de sus grandes adversarios, el refinado y hedonista Jacques Anquetil, proclamaba su monacal castidad durante la temporada.
Sus excentricidades, rabietas y caprichos fueron legendarios. Ya en su primer Tour, al coronar con ventaja el “col” de La Romayère, se detuvo a comerse un helado. Sufría una avería en los radios de la rueda trasera y se vio obligado a esperar el recambio. Pero el gesto y su inmediata tergiversación lo acompañarían para siempre. Desmintió la extravagancia, pero no demasiado. No participó en el Tour de 1955 porque, arguyó, padecía “limaquillo”, dolencia desconocida para la Medicina. Afirmaba que Anquetil se dopaba con “chupi”, sustancia igualmente ignota. En el Tour del 57 se retiró en la novena etapa a causa de una inyección de calcio que le puso el seleccionador, Luis Puig, pero probablemente porque Loroño le sacaba cinco minutos en la general. Los compañeros le rogaban que no abandonase. “¡Sigue, Fede, por favor!”. “¡No!”. “¡Hazlo por Francia!- ”No” ¡Por España!”. “¡No!”. “¡Por Fermina!”. “¡No!”.
El año de su retirada, en 1965, se escapó subiendo el Portet dAspet y se escondió entre unos matorrales. Cuando pasaron por allí todos los corredores, que pensaban que seguía fugado, salió de su escondrijo y se subió al coche escoba. Incluso en ese año final venció en la Subida a Montjuïc. Tenía esas cosas, pero también sufrió graves percances llevado de su ambición, honradez profesional y coraje. Sólo en el Tour coronó en cabeza 53 puertos, los más importantes varias veces: cuatro el Tourmalet, el Aubisque y el Peyresourde, dos el Galibier, el Aspin y el Izoard…
Locuaz, ameno y nostálgicamente belicoso, despotricaba contra el ciclismo posterior a su tiempo. Cuando Richard Virenque lo superó en títulos de Rey de la Montaña (siete), a él y a Van Impe, exclamó, desdeñoso: “Si ese es el mejor escalador de la historia, yo soy Napoleón”. Ameno y cordial cuando estaba en su salsa entre gente rendida a su figura, se jactaba de su memoria, tras enlazar anécdota tras anécdota. “¿Tengo memoria, eh?”, les retaba a sus oyentes más que interlocutores. Y éstos, sinceramente, asentían.
Regentó un comercio de bicicletas propio, dirigió el equipo La Casera-Bahamontes, organizó la Vuelta a Toledo, y sus argucias y triquiñuelas para conseguir patrocinadores y dinero llenarían una antología hilarante y exitosa de la zorrería nacional. Guardaba en una nave de su propiedad docenas, obsequios y adquisiciones, de bicicletas de todas las épocas, amén de muchas de las suyas más representativas y otras regaladas por los vencedores españoles del Tour. Recibió innumerables premios y reconocimientos locales y nacionales, entre ellos la Gran Cruz de la Real Orden del Mérito Deportivo. Y fue grande. Muy grande. Inmensamente grande.