Obviamente, esa no será la posición definitiva. Pero había empezado el quinto día de competición, cruzado ya el ecuador del Campeonato, y España, con dos recompensas en total, ocupaba el segundo lugar en el medallero, sólo detrás del gigante Estados
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Manolo el del bombo era, en la vida civil,Manuel Cáceres Artesero. Pero saltó a la fama y, por así decirlo, se ganó la posteridad con ese apelativo tan... ¿cómo definirlo?... berlanguiano, valleinclanesco, conmovedoramente esperpéntico.
Tan español en el sentido chusco y, por otra parte, profundamente serio de un carácter cada vez más ligado a un país que sociológicamente ya no existe.
Manolo era el superviviente y, en cierto modo, el único ejemplar de un tipo elemental de hincha, que dedica su vida a una causa secundaria, transformada en principal. Una misión tangencial, convertida en nuclear porque se ve cautivo de ella, una vez que se ve reconocido en sus términos por la gente. Una afición derivada en pasión y, más tarde, en obsesión. En una adicción de la que acabó siendo víctima.
La biografía de Manolo, como la de todo ser humano, se contiene en el fondo, a grandes rasgos, entre su nacimiento y su fallecimiento. Manolo nació en San Carlos del Valle (Ciudad Real) el 15 de enero de 1949 y ha muerto, en la Comunidad Valenciana este 1 de mayo de 2025.
Entre esas dos fechas, una peripecia personal, singular, resumida para sus compatriotas en un uniforme de La Roja, una boina y un bombo con el escudo nacional y una leyenda: "Manolo, el bombo de España".
Ha habido muchos "el... de España". Pero sólo un bombo, que significaba la ruidosa sencillez de una predisposición anímica colectiva, no traducida, por pudor, por vergüenza, a algo tan primario como el aporreamiento de un tambor de ese tamaño. Un latido inocente en su puerilidad y excesivo por ensordecedor en su manifestación.
Manolo caía simpático. Recogía el sentimiento general de apoyo al equipo y lo convertía en un acto simple y contundente que nadie más que él se atrevía a protagonizar. Encarnaba el alma fogosa de una afición que depositaba en él lo más primitivo de su aliento. Curiosamente, él no veía los partidos, dedicado a recorrer, sudoroso, enrojecido, las gradas atizándole al instrumento, vuelto de cara al público, entregado a tratar de que los demás se entregaran a su vez a la Selección. Sostenía, y quizás tenía razón, que más de un gol del equipo se debía a su persona.
Manolo el del Bombo, en la inauguración del mundial de 1982Zarco / Archivo Marca
Empezó a crearse y creerse un personaje que se le escapó de las manos desde sus primeros alientos a los equipos representativos de su lugar de residencia: Huesca, Zaragoza, Valencia... Llegar a la Selección fue algo aumentativo y natural. La causa suprema a la que dedicar una existencia llamada a la inanidad social y el anonimato.
Y ya no pudo escapar de su influencia, de su poder de atracción. Ya no pudo retroceder, aunque su devoción le costaba tiempo, dinero y amarguras. Siempre se quejó de que no recibía el apoyo oficial que merecía.
Quienes viajaban al encuentro de la Selección, periodistas y aficionados, le recuerdan arrastrando penosamente el bombo por el pasillo del avión, pidiendo educadamente perdón a los pasajeros por las molestias y colocando el artefacto, con la comprensiva ayuda de las azafatas, allá al fondo, donde no estorbara.
Asistió a 10 Mundiales. Su primer viaje para animar a la Selección fue a Chipre, en 1970. Su último partido, el 23 de marzo, en Mestalla, en el partido que sellaba en pase del equipo a la Final Four de la Nations League. En el mundial de España, en 1982, iba de sede en sede en autostop. Tenía un bar en Valencia, "Tu museo deportivo", junto a Mestalla. Entre gastos por reformas, cierre por la pandemia y otros azares, lo perdió casi todo y quedó en precaria situación económica. "Tendré que vender el bombo para comer", se lamentaba.
En cierto modo, representaba a la España futbolística no triunfal. Cuando el viento cambió, perdió protagonismo y, por así decirlo, "influencia". Ya no se le "necesitaba" tanto. Y ya era un personaje "quemado" en su propia intensidad ya sin contenido. No lo pasó bien casi nunca. Y bastante mal al final de su vida. Pero probablemente, si volviera a nacer, la repetiría. Después de todo, y estas líneas son una prueba, forma parte de la historia, no sólo futbolística, de España.
El Olímpico de Roma, maravillado y exaltado, contempló y paladeó uno de los más grandes hitos del atletismo español, aunque la genética, la técnica, la estética y la mística provengan del Caribe. Un sabor dulce y fuerte, de frutas y especias. Jordan Alejandro Díaz Fortún agarraba, en el triple salto, una marca de 18,18 y ascendía al cielo intemporal de la prueba. Era campeón de Europa en su estreno con la selección española. Quiere ser campeón olímpico y plusmarquista mundial. No hay nadie ahora en este planeta que pueda aspirar con tanto fundamento a todo eso.
Cuba está lejos, pero seguramente sus autoridades deportivas seguían con atención cómo su talento exportado, bueno, fugado, luchaban por el título europeo de triple salto. Un portugués de Santiago y un español de La Habana, las dos grandes ciudades de La Perla de las Antillas, dirimían un duelo en la cumbre europea con extrapolación a la mundial y olímpica.
Desde el primer salto, Pichardo (17,51), que iba unos turnos por delante hasta que luego pasaron a los tres últimos de la mejora, y Díaz (17,56) relegaron a todos los demás a la irrelevancia irremediable y se enfrascaron en lo suyo, ignorándolos. Cuando, en el segundo intento, el portugués se plantó en 18,04, la prueba adquirió una dimensión excepcional. Jordan respondió con 17,82.
Al borde de la frontera
Soberbio, pero insuficiente. Ambos crecían, pero Pichardo había tomado ventaja y Jordan se vio obligado a arriesgar. Hizo un nulo en su tercer intento (el de Pichardo había sido de 17,55). Las espadas estaban en todo lo alto, pero la de Pichardo era más afilada. El portugués, tranquilizado, la envainó de momento, renunciando a un cuarto salto. Jordan lo aprovechó aterrizando en el foso a 17,96. récord de España (el anterior, 17,87) al borde de la frontera sagrada por casi inviolable.
La atravesó, destrozándola, convirtiéndola en escombros, cuando dejó en la arena una huella a 18,18 de la tabla. Se convertía de ese modo en el tercer hombre de la historia, tras el británico Jonathan Edwards (18,29) y el estadounidense Christian Taylor (18,21). Pichardo, al borde de la angustia y la impotencia, tras un quinto salto de 17,47, puso el alma en el último. Fue largo, muy largo, 17,92. Pero estéril. Jordan renunció a su sexto. Nimbado por la gracia, estalló de júbilo.
Pichardo y él han vivido historias similares. Pichardo, en el lenguaje del Régimen, desertó en 2017. Díaz, en junio de 2021, en Castellón y, vía Zaragoza, desembocó en Guadalajara, con la ayuda, casi una película de espías, de Ana Peleteiro y con Iván Pedroso en la retaguardia receptiva y acogedora.
Trayectorias paralelas
Como cubano, Pichardo, cuatro veces P (Pedro Pablo Pichardo Peralta), había sido campeón mundial júnior y doble plata mundialista. No estuvo, a causa de una lesión, en los Juegos de Río. En el tránsito de cubano a portugués, no sufrió deportivamente ningún bache físico, psicológico, de instalación o de adaptación. Fue campeón olímpico en Tokio, mundial en Eugene y europeo en Múnich.
Díaz mató a su hermano mayor. También una estrella juvenil no dejaba ¿inconscientemente? de tenerlo como ejemplo a seguir, modelo a imitar e ¿ídolo? a superar. Dos trayectorias paralelas de esa moderna y globalizadora índole política y sociológica que consiste en abrir Europa a los fugitivos de las dictaduras o el hambre. En los separados pero contemporáneos 31 años (el día 30) de Pichardo y los 23 de Díaz caben una rivalidad y una determinación sucesoria que, quizás, han enturbiado las relaciones entre, después de todo, ex compatriotas con historias similares. Ni se tratan ni se hablan. Pero no pueden ignorarse y Roma ha sido el comienzo de una hermosa enemistad.
Era la guerra. El 12 de marzo de 1945, un bombardeo masivo a cargo de un enjambre de aviones que atosigaban el cielo destruyó prácticamente el 100% de los edificios del centro de Dortmund. La ciudad se reconstruyó. Era la vida. El Borussia también se rehízo. Era el fútbol. Y, el 30 de mayo de 2024, el equipo, atendiendo al fútbol, aferrándose a la vida, y acercándose a la guerra, firmó un contrato de patrocinio con Rheinmetall, la principal empre
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