Joan Laporta ha vuelto al redil. Balando mansamente, ha acelerado su regreso a los apriscos de Al Khelaifi y Ceferin, que le han pasado paternalmente la mano por el borreguil lomo y le han dado la bienvenida al abrevadero común. El regreso de la oveja pródiga. Bastante tiene Laporta en casa como para seguir indisponiéndose con quienes pastorean el rebaño en el continente.
En el fútbol la geografía es elástica. Al Khelaifi, presidente de la ECA, ahora rebautizada EFC (European Football Clubes), es qatarí y su organización reúne a 55 países. No hay tantos en Europa. Pero desde que Australia participa en Eurovisión, cualquier corrección del mapa es posible. Y, bueno, un partido de nuestra Liga en Miami es poca cosa en comparación con aquello de que la Supercopa de España se juega en Arabia Saudí.
Sea como fuere, el Madrid se ha quedado bailando solo con su fantasiosa Superliga, en mitad de la pista desierta, sin música y con las luces apagadas. Pero mejor solo que mal acompañado. El Barça actual puede ser compañero de celda, pero no de baile, ni de viaje, ni de cama.
De un modo u otro, el Madrid siempre ha estado solo. En su majestad; en su arrogancia; en su orgullo; en su ambición; en su coraje; en su negativa a la derrota, mal digerida, y en su resistencia mal tolerada a la crítica. En su mentalidad de máximos continuos y en el agotador esfuerzo de mantenerlos por el exclusivo procedimiento de aumentarlos. En el cultivo de su propio mito, porque nadie, excepto él, que convive consigo mismo, puede comprenderlo y transmitirlo en su totalidad. La soledad del Madrid no es la de la falta de seguidores en todo el globo. Al contrario, sino la de la imposibilidad de cotejo con el resto del planeta fútbol, dividido en dos hemisferios. En uno reina el Madrid. En el otro vive el resto. En su “splendid isolation”, a falta de un interlocutor de su tamaño y tesitura, el Madrid se ve obligado a conversar en voz alta con su espejo. Goza y sufre la soledad de quien es único.
Florentino es un producto del madridismo imperial y un convencido de su providencialismo para representarlo. A sus virtudes gestoras y su moderno sentido del espectáculo une un concepto mesiánico de la presidencia. Se ha quedado solo con la Superliga, una criatura nonata, fecundada “in vitro”, en cuya relación familiar el huérfano es el padre.
Florentino experimenta una comprensible fijación emuladora con Santiago Bernabéu. Les separan décadas y generaciones. Pero les empareja un mismo tinte visionario y una similar y máxima trascendencia histórica. Cada cual es hijo de su época, a la que ayudan a definir y entender en el plano futbolístico. Don Santiago nació en el siglo XIX, en 1895, y penetró en el XX. Florentino, en el XX, en 1947, y se ha adentrado en el XXI. Don Santiago levantó el estadio que lleva su nombre. Florentino lo ha convertido en el mejor del mundo. Don Santiago fue crucial para el nacimiento de la Copa de Europa.
Florentino quería crear la Superliga. Pero ha pinchado. Son otros tiempos, otra vida y otro fútbol.
Siempre caminará solo.