Gambito de Putin

Gambito de Putin

El accidente, o lo que sea, de Anatoli Kárpov nos ha retrotraído a la Guerra Fría, que también se libró en los tableros de ajedrez. En el desempeño desnudo de una brillante individualidad enfrentada a otra equivalente a la búsqueda común de una victoria única, el ajedrez desempeñaba un papel. Ofrecía la metáfora perfecta de la pugna incruenta entre bloques: silencioso, pasivo, acechante, cerebral, disciplinado…

El jugador, trasunto trajeado del soldado uniformado, trataba de anticiparse, adivinándolos, a los movimientos del adversario sin que él se adelantase a los suyos. Una lucha de estrategias suaves; un juego de engaños, de fintas intelectuales, como una esgrima de neuronas feroces y mudas en combate invisible a corta distancia. Sin fuego, sin explosiones, sin sangre, sin muertes.

Los soviéticos consideraban las 64 casillas su territorio. Y, roja bandera de una superioridad ideológica en un ejercicio de propiedad excluyente, lo defendían como defendieron con las armas sus fronteras. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el campeón ya era un soviético, Alexander Alekhine, hijo de un miembro de la Duma y, por amor, nacionalizado francés en 1927. Después del conflicto, y a partir de 1948, cuando se reanudaron la actividad y los títulos, se sucedieron soviéticos en el trono del ajedrez mundial: Mijail Botvinnik (en tres etapas), Vasili Smyslov, Mijail Tal, Tigrán Petrosian (en dos períodos) y Boris Spassky.

En 1972 apareció Bobby Fischer. No sólo era occidental. Era estadounidense. El enfrentamiento con Spassky en Reikiavik se interpretó a ambos lados del Telón de Acero como una pugna política de primer orden entre dos campeones singularizados, pero representantes de dos naciones de idearios antagónicos y dos concepciones opuestas del mundo. Dos símbolos, además de dos hombres. A Fischer no le pesaba esa etiqueta, que, probablemente, ni siquiera reconocía como tal. A Spassky sí. Por eso, cuando perdió, fue cayendo paulatinamente en desgracia y, en 1984, se refugió en la ciudadanía francesa.

El talento juvenil de Kárpov fue elegido por la jerarquía moscovita para recuperar la corona y devolver a la URSS algo más que la superioridad perdida: la hegemonía. Ni siquiera tuvo que derrotar a Fischer. El estadounidense, disconforme con las condiciones impuestas por la Federación Internacional (FIDE), renunció al duelo. Ya empezaba a ser víctima de esos trastornos mentales aceptados con naturalidad, por frecuentes, en los genios. Para acceder al derecho a disputar el cetro, Kárpov había tenido que derrotar a otros tres soviéticos: el propio Spassky, Lev Polugayevski y Viktor Korchnói, a la postre desertor y apátrida. Fue declarado campeón por defecto y en ausencia del titular. Era 1975.

Comenzó entonces otra era en el ajedrez mundial y una especie de nueva Guerra Fría en el seno de un mismo país. El gran talento emergente era en esos momentos otro soviético: Garri Kaspárov. Un azerbaiyano y crítico con el Régimen en tiempos ya de cuestionamiento e insumisión. Sus ordalías con Kárpov pasaron a establecerse, y a ser entendidas así en todas partes, entre el oficialismo y la disidencia. Entre la vieja guardia y la “perestroika”.

Desde 1984 hasta 1990 protagonizaron una de las más grandes rivalidades en la historia del deporte mundial. Antes, en 1978 y 1981, Kárpov, a la espera de Kaspárov, volvió a deshacerse de Korchnói, considerado el mejor jugador que nunca fue campeón del mundo. Luego derrotó a Kaspárov en 1984. En 1985, 1986, 1987 (en Sevilla) y 1990, Kaspárov accedió a la cima. Había un nuevo rey después de 5.581 movimientos en 144 partidas. Kaspárov venció en tres de las cinco cumbres mundialistas, perdió una y empató otra. Ganó 21 juegos, perdió 19 y empató 104. Sólo le separaron de Kárpov dos puntos.

Las trayectorias posteriores de ambos, nada desdeñables dentro del cisma del ajedrez entre 1993 y 2002 con la creación de la Professional Chess Association (PGA) y el abandono de Kaspárov de la FIDE, no alcanzaron la resonancia y trascendencia de aquellos años. Como sucede a menudo, las disensiones entre campeones crearon un cierto vínculo por encima de las posiciones personales y políticas irreconciliables. Kárpov visitó a Kaspárov en la cárcel en 2007.

Miembro del Partido de Putin y de la Duma, ni apoyó ni dejó de apoyar la invasión de Ucrania, pero sí votó a favor del reconocimiento de la independencia de las provincias de Donietsk y Lugansk. Paradójicamente, es, entre otras condecoraciones del país, Ciudadano de Honor de Ucrania por su labor tras el accidente de Chernóbil. La vida y la historia dan muchas vueltas.

Un gambito de rey es, en ajedrez, un movimiento de apertura caracterizado por ofrecer al adversario el peón que está junto al rey. Las blancas ofrecen esa pieza a cambio de la iniciativa en el juego. Es muy arriesgado. Sustituyamos “rey” por “zar”, y “zar” por “Putin”, y tendremos una metáfora de la guerra en Ucrania. Guerra Caliente en un tablero ensangrentado.

kpd