Duelen las lágrimas, pero qué diferentes. Hace un año, en el Bercy Arena de París, Alba Torrens, ojos enrojecidos, abrazos de cariño y tristeza aquí y allá, mostraba una de esas derrotas que rompen el corazón, en cuartos de final de los Juegos, también Bélgica. “No en caliente”, se concedió, lo que parecía tan obvio, su adiós a la selección. Ya en frío, el paso de los meses, la responsabilidad. Camino de los 36 años, el premio, su décima medalla con España. No se puede decir que sea la más asombrosa, aunque haya sido en mitad de un acelerado y casi obligado relevo generacional, con bajas a puñados (más la de Iyana Martín durante el torneo), cinco jóvenes debutantes y sin jugadora nacionalizada. ¿Cuál de todas las medallas fue la más insospechada, la más alucinante?
Alba es el paradigma de lo que Laia Palau bautizó como “la revolución”. Hasta 2001, apenas un oro como un oasis, su plata de Los Ángeles, el de Perugia 1993. En 24 años desde entonces, 17 medallas, entre ellas, tres oros continentales más, una plata mundial y la plata olímpica en Río. Ayer Italia se colgó el bronce en el Pireo, habían pasado 30 años de su último éxito. Para poner en perspectiva.
La revolución es luchar contra molinos, siempre en inferioridad física. Es la garra, el esfuerzo, la solidaridad y, especialmente, el compromiso. La Familia. El trabajo de la Federación con las categorías de formación y la Liga. Es no darse “por satisfechas”, como pedía en la previa Miguel Méndez, pese a que el ogro Meesseman estuviera de nuevo enfrente. ¿Pero es que las francesas no son más altas y más fuertes?
La revolución es levantarse tras golpes que pueden destruir imperios, que los hubo en el trayecto. El décimo puesto en Eurobasket 2011 que dejó sin billete para los Juegos de Londres. La vuelta, 2013, fue el oro en Orchies. O el más reciente, el que parecía poner fin a una época, el séptimo puesto en el Eurobasket patrio de Valencia, dolor infinito y adiós al Mundial. La vuelta han sido dos platas más. La revolución son 157.432 licencias (y subiendo cada año), el deporte femenino español, de largo, con más. Casi 50.000 más que el fútbol, goleada pese a todo. La revolución es una mujer, Elisa Aguilar, presidenta de la Federación, rareza absoluta y maravillosa en el deporte español.
Que la crueldad del desenlace en Atenas no empañe la realidad. La herencia es la enormidad de Raquel Carrera, el poderío de Awa Fam, el descaro de Ayna Ayuso, el talento y la calma de Helena Pueyo. Y las lágrimas de quien pierde con un amor propio infinito. Eso también es la revolución.
El judo español se quitó de golpe en París todos sus complejos, tanta maldición pasada. Pero a la medalla de bronce de Fran Garrigós no le pudieron seguir ni la de Tristani Mosakhlishvili en -90 kilos ni la de Ai Tsunoda en -70, ambos quintos, ambos bien cerca en sus primeros Juegos. Este jueves, Niko Shera apurará las opciones nacionales.
Había sido una mañana para la ilusión. El judoca de origen georgiano, nacionalizado por carta de naturaleza en 2022, derrotó primero a Komronshokh Ustopiriyon, de Tadjikistan, con un wazari. En octavos a Erlan Sherov (4º), de Kirguizistan. Y en cuartos al brasileño Rafael Maceda.
Pero se le estropeó la tarde. Primero, en semifinales, llevó hasta el límite al número uno del ránking mundial, el georgiano Lasha Bekari, campeón olímpico en Tokio. Un duelo fiero y dinámico en el que varias veces se salvó el español de wasari.
Y después, en la lucha por el bronce, sucumbió contra el griego Theodoros Tselidis, con un warari tempranero que no pudo remontar el judoca valenciano.
Ai Tsunoda, en acción.Eugene HoshikoAP
Bien cerquita de la medalla se quedó también la jovencísima Ai Tsunoda, una de las perlas del judo español (tres veces campeona del mundo junior), en su primera participación olímpica. Hija de judocas, su padre japonés, su madre francesa, la ilerdense perdió en la repesca por el bronce, tras ganar a la japonesa Saki Niizue, campeona del mundo.
Lo hizo con un ipon fulminante de la austriaca Michaele Polleres, subcampeona olímpica, cuando no habían transcurrido ni dos minutos de combate. Finaliza quinta Tsunoda que por la mañana, tras dos victorias iniciales, había caído en cuartos contra la número uno del mundo, la croata Barbara Matic.
La etapa entre Muret y Carcassone fue un buen síntoma de la frustración permanente del ciclismo español, del querer y no poder del que otrora era la envidia del resto, ahora relegado a las migajas. Carlos Rodríguez no pudo intentarlo con más ahínco y ambición en la fuga del día. Fue protagonista total, sumando su esfuerzo al de la jornada anterior camino de Superbagnères (donde ganó su compañero Thymen Arensman), pero cada vez que había una selección, el granadino perdía comba.
Algo parecido a Iván Romeo, "etapa marcada", sacrificio suyo y de todo el Movistar que acabó en las lágrimas del prometedor ciclista en meta, en la escapada pero lejos de la victoria. "Era un día para mí, pero fui siempre a contrapié. Terminar el 14º no es lo que quería. Tengo mucha rabia dentro porque había piernas para estar más adelante", se sinceró.
Rodríguez finalmente sacó un buen pellizco de ventaja para la general (« no era lo principal»), en la que ascendió a la novena plaza. Las migajas. No quebró ninguna de las maldiciones que persiguen a los nacionales en el Tour. Precisamente él fue el último en alzar los brazos, 42 etapas atrás, brillante en Morzine 2023, donde hizo lo que casi nadie, sorprender a Pogacar y Vingegaard. Ese mismo año, días antes, Pello Bilbao había roto una racha que había puesto alarmantemente el contador de la sequía en 100. Otro dato para reflexionar: España no se queda sin al menos un top cinco en las primeras 15 etapas desde 1980. Para encontrar otro caso similar, hay que remontarse a 1950.
Y más. En lo que llevamos de siglo, España sólo se ha quedado una vez sin representación en el top 10 final del Tour. Fue en 2022, cuando Luis León Sánchez sólo pudo ser 13º a casi 50 minutos de Vingegaard.
Rodríguez, que habló de sus «mejores sensaciones» y de «seguir intentándolo», y Enric Mas, son los señalados. Por contrato, por talento y por galones. Ambos amanecieron mirando a la general y ambos han acabado pensando en otra cosa. Una escapada, una etapa que alivie las críticas. Mientras que el del Ineos admite ir a más, el balear, con tres podios de la Vuelta en su palmarés, parece bloqueado mentalmente con el Tour, en el que ya cumple siete participaciones (quinto en 2020 y sexto en 2021). «Cuando vienes a intentar hacer la general y tienes la mala suerte, por llamarlo de alguna manera, de salir de esa clasificación, asimilarlo cuesta un par de días», analiza su director José Joaquín Rojas después de la decepción de las jornadas alpinas. «Es más psicológico que físico, es más mental que otra cosa. Tiene que pasar el duelo. En los Alpes veremos al Enric de siempre», augura.
Carlos Rodríguez, en el Tour.CHRISTOPHE PETIT TESSONEFE
Rojas, que presenció bien de cerca los éxitos de su inseparable Valverde, de Contador y Purito, cuando ganar era norma, es consciente de la presión sobre el ciclismo español. Que no gana un Tour desde 2009 (Contador, el último en vestir de amarillo también), que no pisa un podio desde 2015 (Valverde), pero que tampoco lucha por la Montaña (el último fue Samuel Sánchez, en 2011) o por la Regularidad (Freire en 2008). Rojas se ciñe al Movistar, un equipo que no se lleva una etapa desde Nairo Quintana en Valloire, en 2019. «No nos sentimos presionados. Somos un equipo de la mitad de la tabla para atrás en cuanto a presupuesto y no se pueden hacer muchas maravillas. Cualquiera del UAE estaría en el podio. Nosotros con lo que tenemos estamos satisfechos. Sabemos cuáles son nuestras posibilidades», confiesa.
Esta vez fueron 10 los españoles de inicio, cada uno con diferentes misiones. Por suerte, ninguno ha tenido que retirarse. Marc Soler brilla en su preciada labor de sombra de Pogacar. Los jóvenes Iván Romeo y Pablo Castrillo se divierten (y sufren) en su debut. Ion Izagirre (que también ganó etapa en aquella edición de 2023) y Alex Aranburu, compañeros en el Cofidis, pasan desapercibidos. García Cortina y su espíritu disfrutón cumple en su labor de protección y apunta a jornadas más propicias: «En la tercera semana hay un par de etapas que me gustan y también habrá más fatiga en todo el mundo. Ojalá».
Luego está la pareja del Arkea, dos tipos bajo el radar que están rindiendo. Pues ambos, Cristián Rodríguez y Raúl García Pierna, tienen la misión de proteger a la esperanza francesa, Kevin Vauquelin. El almeriense es el segundo mejor español en la general (19º), espoleado por el fin de su contrato en el equipo galo. «Para mis aspiraciones personales no es el momento. Con la edad y la experiencia que tengo, me gusta más trabajar para un compañero así, que hace buenos resultados. Que por ejemplo, ser el 15 de la general, que podría», confiesa en EL MUNDO quien pronto tuvo que buscarse la vida fuera de España. «Fue lo mejor que pude hacer. En Francia estoy súper bien y no sé si volveré, porque se me valora más. Cuando voy a España siempre me piden más, no me valoran lo que hago. Es un poco raro», protesta.
A su lado, también de rojo Arkea (aunque el año que viene le espera el Movistar), la sonrisa inseparable de García Pierna, estirpe de ciclistas (su padre es Félix García Casas, su hermano Carlos corre en el Caja Rural). El año pasado fue su debut, este vuela con sensaciones estupendas. «Me noto mejorado y tengo más interiorizado el ritmo de carrera», admite, brillante en los Pirineos (12º en Hautacam, 26º en Superbagnères).
«El ciclismo ha subido a niveles estratosféricos con Pogacar, Van der Poel y todos estos genios. Es una época gloriosa y es súper difícil. Tuvimos la suerte de tener a Contador, a Valverde a Purito. Antes a Indurain, a Perico. Ahora hay jóvenes con talento que no están para ganar el Tour pero sí para hacer cosas grandes. Hay que seguir insistiendo con la cantera», concluye con el análisis Rojas. "Nos toca una época en la que es súper complicado conseguir victorias y luchar por algo, pero a la vez estás compartiendo pelotón con el que quizá sea el mejor de la historia y hay que saber disfrutarlo también", añade García Cortina.
Cuando los argumentos se agotan y las esperanzas menguan, sólo queda el corazón. Y en capacidad de imposibles, no hay nadie como el Real Madrid. Aunque parezca lejos de lo que fue, aunque asuste poco y no gane tanto. Ante Olympiacos, en una noche de rebeldía en el Palacio, se pidió otra ronda, se resistió a morir. [80-72: Narración y estadísticas]
Habrá cuarto rounda el jueves, porque un tipo como Alberto Abalde es un capitán sin galones que contagia desde el silencio y la humildad. Capaz de pedir perdón público por un error que pudo no ser suyo, de secar al tormento Williams-Goss, de anotar el triple que balanceó una noche. Porque se juntó con Andrés Feliz o Usman Garuba, que olvidaron sus malos días y encontraron su momento donde menos se sospechaba, en el igualadísimo último cuarto ante el Olympiacos en el que la derrota era muerte. Ellos, los secundarios, propiciaron un triunfo para seguir creyendo.
Las mismas tribunas que la noche antes acogían a los varados en la ciudad por el gran apagón vibraban ahora con un amanecer como requería la cita, aunque en el Palacio, en la que podía ser su última noche europea, sorprendieran algunas sillas vacías. A falta de otras cosas, al Real Madrid le hacía falta fuego para creer en el imposible, para al menos hacer dudar al impasible Olympiacos, el equipo que le había derrotado ya cuatro veces este curso, las dos últimas, la semana pasada, para poner pie y medio en la Final Four.
En estos abismos el pasado no importa, se trata de al menos avanzar un paso más. Pocos los saben tan bien como el Madrid, al que siempre le gustó el vértigo, el único en la historia de ser capaz de levantar un 0-2 (hace dos años ante Partizan, para luego salir campeón). En eso se aplicó, aunque el susto le duró más bien poco al grupo de Bartzokas, que no contó por lesión con Evan Fournier.
Tavares, durante el partido contra Olympiacos.THOMAS COEXAFP
Sin tener que estar pendiente del talento francés y con el impulso de sus seis triples del domingo en Girona, Musa arrancó como una moto. Nadie pudo pararle en todo el primer cuarto, 12 puntos y la sensación de plenitud. Pero el bosnio es el paradigma de este Madrid, que llegó a dominar al Olympiacos hasta por nueve puntos cuando Llull asestó un triple al inicio del segundo cuarto (30-21). Todo quedó emborronado en un momento y cuando Dzanan volvió, lo arruinó todo con un puñado de errores seguidos. Los griegos, impulsados por un tremendo Williams-Goss, primero hirieron con un 0-10 y más tarde con otro 0-13, con el Madrid pidiendo la hora del descanso.
Y todo ello aliñado con la buena rabieta por la actuación arbitral, heredada de los duelos en el Pireo. La grada clamaba, pero esta vez los jugadores blancos no perdían los nervios, aunque tuvieran unas cuantas acciones para hacerlo.
La vuelta fue ya una batalla sin guardias, dos púgiles desatados. Tavares dominaba sin faltas, Hezonja se echó el equipo a la espalda y le respondía Vezenkov, súperclases en pleno desafío. El Madrid necesitaba no parar de reaccionar, porque enfrente lo que había era una roca, con un fondo de armario bastante superior. Tras un impás de errores y la igualdad inquebrantable, una canasta de Llull pregonó un último cuarto de pura agonía.
Y de puro éxtasis cuando un par de elementos inesperados emergieron para, al fin, desequilibrar al Olympiacos. Fue el corazón de Garuba y Abalde el que puso todo patas arriba puntos y defensa desde la rebeldía. Era la segunda unidad, los guerreros, también Feliz, Ibaka y Llull, los que estaban haciendo perder el pie al equipo más duro de Europa.
Campazzo apareció después para que no se escapara un triunfo vital, porque los del Pireo se resistían pese a sus 28 puntos en toda la segunda mitad. Fue una noche de las de antaño, mágica y vibrante, aunque todo siga aún muy cuesta arriba para el Madrid.