De nuevo, una de las barreras del atletismo ha caído con esa mezcla de estrépito y suavidad que supone todo récord. Beatrice Chebet, en la cita de la Liga de Diamante, en Eugene, bajó por primera vez en la historia de los 14 minutos en los 5.000 metros: 13:58.06. No se trata, pues, sólo de una plusmarca, sino de una de esas de especial significación. Que una mujer rompa semejante frontera casi rebasa la imaginación y desmiente otro límite.
Doble campeona olímpica en París (5.000 y 10.000) y plusmarquista mundial de los 10.000, registro conseguido en, precisamente Eugene en 2024, Chebet logró una hazaña inconcebible. La gesta adquirió una importancia suplementaria porque la keniana, de 25 años, tomó la cabeza una vez que abandonaron las liebres.
Tiró, tiró y tiró, incansable, llevando a su estela a la anterior plusmarquista mundial, la etíope Gudaf Tsegay (14:00.21) y a la también keniana Agnes Ngetich. Parecía una táctica suicida. Por un lado, si pretendía romper el récord, no tenía más remedio que forzar la marcha y la situación. Pero podía favorecer a Tsegay, que perseguía el mismo objetivo.
Podían haber colaborado, pero Chebet no lo permitió y Tsegay no tenía nada que objetar si el brutal ritmo se mantenía y Chebet se convertía en la tercera liebre. Pero Chebet no se agotó y, en cambio, sí agotó a Tsegay. En la última curva aceleró, se separó inevitablemente de sus rivales, que parecieron de súbito, por contraste, correr hacia atrás, y voló hacia el récord. Ngetich acabó segunda en 14:01.29. Y Tsegay, tercera con 14:04.41.
El atletismo contempló otra maravilla. Y, una vez más, sabe que no será la última.
Aunque no escasean los registros formidables, acaso tengan razón quienes, dado el supremo nivel de la competición, motejan de lenta la piscina. Unos 200 libre masculinos electrizantes con protagonistas sonoros desembocaron, sin embargo, en marcas nada cegadoras. A remolque durante toda la prueba, ganó David Popovici en la última, agónica brazada. Cuarto en Tokio cuando era un chavalín -ahora tiene 19 años-, el rumano (1:44.72) sólo adelantó por l
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Hubiéramos deseado una última, real y simbólica, victoria de Nadal en su apoteósica y merecida despedida sentimental. Pero ya era imposible, incluso frente a jugadores sepultados en las profundidades del ránking. Su adiós, postergado en exceso entre la tristeza, la comprensión y la gratitud de un país entero, suscita de nuevo una reflexión acerca de los deportistas que no se retiran «a tiempo».
El deportista muere dos veces. Y la primera ocurre cuando se retira (o le retiran). Se trata de una muerte biológicamente provisional, pero profesionalmente definitiva. Y el afectado no la acepta porque abre un abismo bajo sus pies. Así que, con frecuencia, y aunque, como en el caso de Nadal, haya proyectado un futuro confortable, experimenta una especie de horror vacui. No es raro. Después de todo, el deporte es la única actividad en la que la jubilación se produce en la juventud. El deportista tiene todavía por delante, en un territorio desconocido, amenazante por ignoto o incierto, incluso por extenso, la mayor parte de su existencia física. Le entra miedo, vértigo, inseguridad y trata de demorar el momento del adiós.
Autoengañándose acerca de sus, todavía, capacidades, o estirándolas con más o menos dignidad, permanece en activo, con frecuencia en un ámbito individual o, sobre todo, colectivo distinto e inferior del de sus mejores días. No lo hace por dinero, o sólo por eso, sino por mantener una ficción de permanencia.
Un tiempo innecesario
El caso de los futbolistas es paradigmático: Pelé, Cruyff, Beckenbauer, Maradona, Michel, Hugo Sánchez, Guardiola, Iniesta y un interminable etcétera alargaron impropia e innecesariamente sus carreras. Hoy siguen en activo Cristiano, Messi, Luis Suárez, Busquets, Alba y otro largo etcétera. Pero el fútbol sabe que este tiempo les sobra. No son Zidane, Kroos o como Rijkaard, que, en la celebración en el vestuario, después de ganar con el Ajax la Champions de 1995, anunció que ese había sido su último partido. O, cambiando de deporte, como Alberto Contador, que dio sus últimas y crepusculares pedaladas ganando en el Angliru.
No se retiraron a tiempo, entre nosotros, Alfredo Di Stéfano, Severiano Ballesteros e incluso un Alejandro Valverde en su longevidad digna... Ni, volviendo al tenis y al exterior, el mismo Federer. Y quizás Djokovic debe pensar en parar, ahora que está «a tiempo» de mantener su mejor recuerdo. Tampoco Serena Williams se fue cuando debía. Ni Usain Bolt. Existen «retirados en activo», valga la paradoja. Oficialmente aún en la brecha, pero en la práctica fuera de foco, Sergio Ramos o Mireia Belmonte siguen erróneamente la senda de Nadal.
Bolt, en los Juegos de Río 2016.AP
Si un bel morir tutta una vita onora, un mal morir, metafóricamente hablando, no estropea un pasado merecedor de elogio y agradecimiento. Tampoco hace añicos una imagen que se reconoce irrompible. Pero sin borrarla en absoluto, la empañe un tanto por ser la última. Saber retirarse oportunamente, es, no sólo en el deporte, una virtud casi teologal, incompatible a menudo con la ciega y sorda naturaleza humana.
En el lado opuesto de quienes se resisten en vano a los odiosos imperativos de Cronos figuran quienes se retiran «a tiempo» por el procedimiento de hacerlo «antes de tiempo». A «destiempo», en suma. Son sobre todo nadadores, debido a la precocidad de su deporte con relación a otros. La australiana Shane Gould (Gold), que este 23 de noviembre cumplirá 68 años, tuvo en 1972 todos los récords en todas las distancias del estilo libre. Insólito. Apabullante. En los Juegos de Múnich se llevó tres oros, una plata y un bronce. Y le «faltó tiempo» para retirarse. Tenía 16 años. En los mismos Juegos, Mark Spitz conquistó siete oros estableciendo siete récords del mundo. Y se despidió de las piscinas a los 22 años. Le quitó «tiempo al tiempo».