Pedía a gritos España los penaltis, sangraba, dolorida, maltrecha, achatada primero por unos cambios desafortunados y después por una máquina de armar ruido, Alemania, a la que con de empujones y centros le bastó para acariciar las semifinales. Pedía a gritos España los penaltis, suplicaba por ellos, boqueando tras un ejercicio de supervivencia en la prórroga, olvidada una primera hora más que aceptable. Pedía a gritos España los penaltis, herida de muerte ante un rival enfebrecido, donde hasta Toni Kroos, triste adiós el suyo debiendo estar en el vestuario antes de tiempo, aguantaba los gemelos en la boca. Pedía España a gritos los penaltis cuando Dani Olmo, el mejor, encontró milagrosamente la cabeza de Mikel Merino, que remató de forma inverosímil una pelota maravillosa para sepultar a la anfitriona, primero, y disparar, después, el sueño de España, que pedía a gritos los penaltis, que rogaba por ellos, que imploraba por ellos, pero que estará en semifinales tras una tarde inolvidable y agónica en Stuttgart, donde incluso el árbitro se inhibió en una mano de Cururella que tenía toda la pinta de penalti. [Narración y estadísticas (2-1)]
Fue un partido para mayores, un partido para los papás, un partido donde los niños no terminan de sentirse cómodos, lógico en un proceso de aprendizaje como el de Nico y Lamine, dos chicos algo abrumados por el ambiente y por la magnitud del escenario y del momento, asombrado además el equipo de inicio por la bravura local, personificada en dos entradas bastante feas de Kroos en el inicio del choque. Una mandó a Pedri a la camilla con (seguramente) un esguince de ligamento en su rodilla. Otra, en forma de pisotón, dejó a Lamine cojeando un rato. No vio ni amarilla.
Para saber más
Los palos de Kroos son la metáfora de una gran España
Era el momento de sufrir. Igualados en casi todo, como anunciaban las estadísticas previas, España miró de frente al partido y bajó al barro propuesto por Alemania en los primeros minutos. También fue fuerte a la pelota y, cuando la cosa se calmó, aceptó el intercambio de golpes. Alemania lo intentó descolgando a Gündogan para meterse a la espalda de Rodrigo y Fabián y, desde ahí, poner la pelota a la carrera de Sané y Musiala, con Havertz por allí pululando. Lo consiguió alguna vez, del mismo modo que España encontró la vía para girarse y encarar a los centrales alemanes. En un lado, fue Unai Simón el que cerró todos los caminos, no con grandes paradas, pero sí con una seguridad infinita en cada balón. En el otro lado, fueron las imprecisiones las que condenaron al equipo de Luis de la Fuente, entregado en esta Eurocopa a unos niños esta vez cohibidos.
Nico no encaró a su lateral ni en la primera, ni en la segunda ni en la tercera. Lamine sí lo hizo, tarde pero lo hizo, y se encontró con dos robos de Raum que le dejaron pensativo. Si Alemania dispuso de un remate de Havertz, España dispuso de uno de Pedri, antes de irse, y otro de Fabián, además de un par de escaramuzas que terminaron en ese nada producto de la precipitación. En el reparto de amarillas le tocó a Le Normand, que se quedó en el vestuario en el descanso para dar paso a Nacho. De la Fuente estaba viendo el mismo partido que los demás, algo que no ocurriría luego. Las piernas debían seguir fuerte y una amarilla era un peligro. Lo mismo pensó Julian Nagelsmann de Emre Can.
LOS CAMBIOS
La segunda parte empezó con el gol, y claro, así cualquiera. Se descolgó Morata de su sitio, con la complacencia de Tah, se giró y encontró a Lamine, que más allá de regatear, sabe jugar al fútbol, y como ayer lo primero no le salía, levantó la cabeza y vio la llegada de Dani Olmo, que la empujó con delicadeza. Sobrevino el arreón alemán, sólo faltaba, y eso era la prueba del algodón de la madurez del equipo. Nagelsmann no esperó y metió a Füllkrug para empezar a tirar centros y buscar el jaleo.
Sufrió España, cómo no hacerlo, pero decidió que, si había que enfangar el partido, pues se hacía. Se dedicó a hacer cosas muy futboleras: perder tiempo, parar el partido, desmayarse, hacer cambios despacio, tardar en sacar… Ese tipo de cosas, tan despreciadas siempre por los estetas y tan necesarias para ganar títulos cuando no se puede jugar bien y hacerlo bonito. Y esa parte estuvo bien, porque era lo que tocaba, pero lo que no tocaba, quizá, era dejar al equipo sin la posibilidad de amenazar al contragolpe. Así se quedó tras los cambios.
Sufrió España, cómo no, en algunos centros laterales, pero siguió a lo suyo, remangada, defendiendo, corriendo detrás de la pelota y sudando para llegar a la meta. La estrelló Füllkrug en el poste, sí, y rugió el estadio, sí, y entró Müller, sí, y todo fue un barullo, una guerra, una pelea, una tienda de grillos ensordecedora y de ahí sacó Alemania, en un centro, en el enésimo centro, el empate en el minuto 89, cuando Kimmich le ganó el salto a Cucurella y Wirtz remató en la frontal del área.
Final agónico
Seguramente merecido, porque se echó encima de España y no paró hasta conseguirlo, y seguramente también la selección pagó así las decisiones de De la Fuente, que con sus cambios dejó al equipo sin la posibilidad de amenazar al contragolpe. A falta de 10 minutos quitó del campo a Morata y a Nico para meter a Oyarzabal y a Merino, y el equipo se encogió, sin opciones de estirarse para respirar. Cuando le cayó el empate, el panorama para la prórroga era feo.
Con un equipo mucho más pesado, se la había jugado a mantener ese 1-0 y no le había salido bien. Media hora por delante parecía mucho, y encima ya sin la inercia del que viene de atrás, sino con la de quien se ve alcanzado casi en la meta. Con Alemania también cansada, sí, pero con la sensación, en el ambiente del estadio, de que si alguien podía marcar era la anfitriona. Estuvo a punto de hacerlo de nuevo Wirtz llegando al descanso de la prórroga, pero su disparo se fue fuera por poco, igual que uno anterior de Oyarzabal. España pedía los penaltis a gritos. Deshecha, suplicaba por ellos. Los anhelaba. Los hubiese firmado con la sangre que salía de su sudor. Hasta que apareció Mikel Merino.