Mundial de balonmano
La selección pierde en semifinales (23-26) tras intentarlo hasta el final pese al cansancio del milagro ante Noruega.
Más era imposible. En las gradas del Ergo Arena de Gdansk únicamente había este viernes una docena de españoles, ruidosos todos, pero en exageradísima minoría: ¿Cómo pedirle más a este equipo? El balonmano en España es demasiado pequeño para tener una selección tan grande. En semifinales del Mundial se quedó esta vez y ya fue mucho. Un año más, España regresó a las nubes y cayó de ellas ante una Dinamarca histórica (23-26), camino a su tercer título seguido, un equipo de esos que quedan para siempre. La Suecia de Magnus Wislander, la Croacia de Ivano Balic, la Francia de Nikola Karabatic, esta Dinamarca de Mikkel Hansen y Niklas Landin.
Para la selección, que venció a este conjunto danés de ensueño hace diez años en la final del Mundial y en otras ocasiones, como en el Europeo del año pasado, la derrota era lo esperable. Como admitía un técnico de la selección justo antes del encuentro, las piernas seguían agarrotadas por el esfuerzo en cuartos ante Noruega y sólo la adrenalina de otro desenlace ajustado podía liberarlas. Estuvo a punto de ocurrir, casi, sólo fallaron un par de detalles.
El plan no salió por un pelo. El guion de España era ese: perseguir a Dinamarca hasta el final, rodearla, incluso sujetarla y entonces echarle encima toda la presión de ser la favorita, la vigente campeona. Pero la selección escandinava se escapó al borde del abismo. A falta de sólo un minuto (23-25), el equipo que dirige Jordi Ribera había revivido dos veces, incapaz de rendirse y empujaba a su rival hacia lo impredecible. ¿Una prórroga? ¿Dos prórrogas? Cualquier cosa era todavía posible. De hecho, en otras circunstancias, con otro rival, cualquier cosa podría haber pasado, pero las fuerzas escaseaban para conseguir lo imposible. Una parada de Landin a un penalti lanzado por Ferrán Solé, cómo no, terminó con la lucha eterna de España.
Demasiado cansancio, demasiado rival
“Falta uno, falta uno”, gritaba Alex Dujshebaev a su banquillo durante una inferioridad en la primera parte. Era una muestra de la falta de energía del equipo. Qué raro, un error de concentración. La portería propia estaba vacía, pero España todavía atacaba con uno menos, nadie entraba por Gonzalo Pérez de Vargas.
En efecto, el cuerpo no acompañaba: sólo quedaba el corazón. No importaba que en ataque varios lanzadores, Dani Dujshebaev, Agustín Casado o Jorge Maqueda, erraran el camino. Daba igual que en defensa faltara ese paso adelante, la agresividad de otros días para ir a chocar contra los daneses. Incluso era indiferente que apenas se disfrutaran de contraataques a favor, que no se celebrasen goles sencillos. Con su carácter, España remontó una vez en la primera parte (de 7-11 a 10-11) y otra en al segunda (de 15-20 a 19-20) para exigir a Dinamarca hasta sus límites.
Y los descubrió, sí, pero no los traspasó. Hubiera sido demasiado. Landin, el mejor portero del mundo, enloqueció a España con su nerviosa parsimonia, una mano aquí, un hombre allá, especialmente a Ferrán Solé, con doloroso desenlace. Aunque en todo el partido quizá no fue lo más decisivo. En años anteriores, se podía saber si España había ganado o había perdido contra Dinamarca mirando un único dato: los goles de Hansen. Si la selección acorralaba al líder danés, vencía; si no, era derrotada. Ya no es así. A sus 35 años Hansen ya no está solo. A su lado hay dos jugadores de primera línea de 23 y 22 años, Mathias Gidsel y Simon Pytlick, con muchísimo balonmano en sus manos. Ellos fueron realmente quienes liquidaron las semifinales.
Este grupo olvidado por los suyos, sin afición que le siga, sin la repercusión que exige, elevó de nuevo a España al Olimpo y no cedió hasta el último minuto ante una Dinamarca para la posteridad. Volverá. Y peleará el domingo por el bronce en el Mundial y dentro de unos cuantos meses buscará una plaza en los Juegos Olímpicos de París 2024. Pero más era imposible.