Potaje de dopaje
En los últimos meses ha reaparecido bajo diversas máscaras el apestoso cuerpo insepulto del dopaje. De una forma u otra, de vez en cuando, el deporte lo regurgita. No hace mucho se anunció la creación de los Enhanced Games (Juegos Mejorados), una idea del empresario australiano Aaron D'Souza, a plasmarse en mayo de 2026 en Las Vegas, la «ciudad del pecado». Allí y entonces, nadadores, atletas y halterófilos podrán competir dopados, barra libre, en aras de dotar al evento de una mayor «espectacularidad», sin la sujeción a reglas ni demás zarandajas éticas. Un aquelarre.
A modo de dorado anzuelo, se anuncian premios suculentos para quienes vendan su alma al diablo. Algunas estrellas de la natación, renegando de su viejo y escrupuloso mundo, ya han dado su conformidad al Maligno: Ben Proud, James Magnusson, Shane Ryan, Marius Kusch, Andrii Govorov, Josif Miladinov, Megan Romano...
Del experimento podrá la medicina extraer conclusiones interesantes, comparando los registros limpios con los sucios, calibrando los alcances de la trampa. Para empezar, en un ensayo, el griego de origen búlgaro Kristian Gkolomeev, quinto en París en los 50 metros libre (21.59), se embutió en un prohibido bañador de poliuretano rojo pasión y, con el organismo estimulado por lo que fuera, nadó esa misma prueba en 20.89, por debajo del récord de César Cielo (20.91), de 2009.
En el potaje de dopaje, el atletismo también ha tenido su cuota de indeseable protagonismo. A la ucraniana Maryna Bekh-Romanchuk, una de las mejores especialistas mundiales en longitud y triple, le han caído cuatro años por aficionarse a la testosterona. Y tres a la keniana Ruth Chepngetich, plusmarquista mundial de maratón, por amancebarse con un diurético. Por otro lado, el TAS ha desestimado el recurso de nuestro Mohamed Katir contra su sanción de cuatro años. Y también el del estadounidense-surinamés Issam Assinga, plusmarquista mundial sub-20 de los 100 metros, condenado a la misma pena.
El martes conocimos el fallecimiento del tristemente célebre Victor Conte, fundador de BALCO (Bay Area Laboratory Co-operatory), que atiborró de porquería a, entre otros, los velocistas Marion Jones, triple oro en Sidney, su pareja, Tim Montgomery, plusmarquista mundial de los 100, y Dwain Chambers.
Hace unos pocos días, los ciclistas Oier Lazkano y Antonio Carvalho han sido señalados por los anómalos valores de su pasaporte biológico.
Perseguido administrativa o penalmente, el dopaje, con todas sus martingalas, artimañas y trapacerías, no ha faltado nunca en el deporte, al igual que la sociedad jamás abandonará el delito en todas sus manifestaciones y escalas. Creer que ambos serán erradicados algún día resulta ilusorio y utópico. Pero luchar sin desmayo contra su toxicidad moral constituye un deber para tratar de reducirlos a tasas tolerables, asumibles, digeribles por el cuerpo social. Ya que manchan, que, al menos, no corrompan. Ya que dañan, que no destruyan. Que arañen la piel, pero que no calen hasta el hueso. Y eso reza también para la política.

