Hubo un día en el que Carlos Alcaraz dejó de ser ese niño que se soñaba a sí mismo en París, mordiendo una copa enorme como hacía su ídolo, para erigirse en una leyenda de del tenis. Fue el 8 de junio de 2025. El futuro enmarcará sus números, de momento van cinco Grand Slam con 22 años, pero recordará antes su milagro en aquella final de Roland Garros, la final de todos los tiempos, la final más larga de la historia en el lugar. La certeza de ser capaz de todo le llevó a una gesta imposible, remontar dos sets de desventaja, salvar tres bolas de partido, para celebrar su segundo título consecutivo.
Su rival generacional, Jannik Sinner, le presentó una evolución de laboratorio, un mejor juego, un mejor físico, una mejor mentalidad, y pese a ello cayó ante él por un asombroso 4-6, 6-7(4), 6-4, 7-6(3) y 7-6(2) en un nuevo récord de cinco horas y 29 minutos de juego. Pase lo que pase, quedará el canto de ambos a la belleza del tenis y su búsqueda de la eternidad. No será consuelo, Sinner requerirá de muchas horas de trabajo psicológico, pero la rivalidad entre ambos ya tiene su partido icónico. ¿Fue mejor que la final de Wimbledon 2008 entre Rafa Nadal y Roger Federer? Dependerá de cada uno, dónde los vivió, cómo los vivió, con quién los vivió.
El arranque de Sinner
Al acabar Alcaraz romper a llorar, como también tuvo que hacerlo Sinner. La ausencia de gestos, incluso de muecas, le define como un hombre insensible -“Sinner è una macchina umana”, escribía La Gazzetta en su previa-, pero en realidad no lo es. Es imposible verlo, no así sentirlo. En los partidos grandes, especialmente ante Alcaraz, especialmente en las finales, empieza con muchos errores incomprensibles; hay nervios, vaya si hay nervios. La inquietud va por dentro: los dientes apretados, la tensión por las nubes, los dolores de cabeza. Como ocurrió en los últimos Masters 1000 de Shanghai y Pekín, el italiano estuvo lejos del nivel en los primeros juegos, pero esta vez salió airoso.
Sinner fallaba todos sus primeros saques, Alcaraz acumulaba bolas de rotura a su favor y el marcador ahí seguía, inmovil, durante más de media hora. Sólo al séptimo intento, por fin, el español rompía la igualdad. Una alegría y, al mismo tiempo, una condena. El ‘break’ en contra tranquilizó a Sinner que a partir de entonces empezó a jugar. Un metrónomo a toda velocidad, ‘allegro prestissimo con fuoco’, tac, tac, tac, tac, tac, tac, golpes aquí y golpes allá desde el fondo. En su adaptación a la tierra batida, ya sabe dar un paso atrás y mandar desde la defensa: lo que le faltaba.
Una brizna de tierra
Si después de su despertar seguía la igualdad era porque Alcaraz todavía tenía su derecha. Ese golpe que le sale de dentro, sin esfuerzo, como si estuviera cautivo en su interior esperando su liberación. Temblaba la Philippe Chatrier con cada estallido y los espectadores se extasiaban. Pero algo inesperado ocurrió. Todavía en ese periodo inicial, con 5-4 en el marcador, el viento -durante toda la jornada hubo viento, mucho viento- levantó briznas de arcilla y una le entró en el ojo derecho al español. Una nimiedad. Una tontería. Una pequeña molestia que le despistó, le enfrió y le hizo perder ese primer set y prácticamente el segundo.
Con otro break inicial -un 3-0 para empezar-, Alcaraz volvió al agujero del que siempre habla, “las pataletas” que critica su actual entrenador, Juan Carlos Ferrero, y amagó con rendirse. Si no le hizo, si aguantó más, fue por un hecho impensable antes del éxito de Rafa Nadal. El público de París le levantó con sus cánticos. “¡Carlos, Carlos, Carlos!”. Y él, tan emocional como todavía es, tan permeable, aprovechó ese cariño para llevar el periodo hasta el tie-break. Era su última oportunidad, su salvavidas. Una muerte súbita que para él fue eso: una muerte, súbita. Sinner fue más Sinner que nunca en sus intercambios, sumó ese segundo set y se abalanzó sobre el título.
Una reacción imposible
A partir de ese momento tan sólo quedaba el milagro. ¿Quién podía creer? Los amigos de Alcaraz aterrizados desde El Palmar todavía cantaban: “¡Sí se puede, Sí se puede!”. Pero la estadística le golpeaba en la cara. En toda su carrera, el español había empezado un partido con dos sets en contra hasta en ocho ocasiones y nunca los había remontado. Sólo en cinco finales en la historia se había dado un giro de esas características y siempre había sido por desfallecimiento del favorito. La última, aquel triunfo de Novak Djokovic sobre Stefanos Tsitsipas en 2021. Alcaraz necesitaba que Sinner temblara primero y se desplomara después y eso no ocurrió.
Para los libros, para siempre, queda su reacción. En lugar de reconocer la derrota en el tercer set aprovechó el peor juego de su rival -tocó dos bolas con el canto de la raqueta- para minimizar su desventaja y en el cuarto set resucitó con la muerte justo detrás. Con 5-3 en el marcador, Sinner disfrutó de tres oportunidades para cerrar el juego, el partido y el torneo y no las aprovechó. Ahí el partido cambió de manera definitiva. Alcaraz, con la certeza de que podía, levantó un tie-break con dos saques directos a la línea y, en el quinto set, la locura, lo nunca visto.