Alcanza su victoria número 78 en la Copa del Mundo de esquí a sus 27 años, y se acerca al récord femenino de Lindsey Vonn (82) y al absoluto de Ingemar Stenmark (86)
Suave, fluida, casi dulce en su estilo sedoso, Mikaela Shiffrin alcanzó en el eslalon gigante de Semmering (Austria), sustituto del que no se pudo celebrar en Sölden al principio de la temporada, su victoria número 78 en la Copa del Mundo de esquí. A sus 27 años, se acerca así un poco más al récord femenino de Lindsey Vonn (82) y al absoluto de Ingemar Stenmark (86).
Ninguna esquiadora actual une como ella lo estético y lo práctico. Shiffrin salió con el dorsal número uno en la primera manga y ya marcó un tiempo que no pudo ser mejorado. En la segunda adoptó algunas precauciones y administró sin sobresaltos su ventaja.
Es la cuarta victoria de la estadounidense en lo que llevamos de curso (la quinta en Semmering y la decimoquinta en gigante). La esquiadora de Aspen se impuso anteriormente en los dos eslalons de Levi y en el supergigante de Saint-Moritz el pasado día 18. Fue, además, segunda en el eslalon de Sestriere y estuvo entre las 10 primeras en el eslalon de Killington (5ª), en el gigante de Sestriere (6ª) y en los dos descensos de Saint-Moritz (6ª en el primero y 4ª en el segundo). Aunque especialista sobre todo en pruebas de habilidad, su polivalencia asombra.
Shiffrin superó a la eslovaca Petra Vlhová, que no se baja de los podios, pero sigue sin pisar su primer escalón este año, y la italiana Marta Bassino. Mañana, en el segundo gigante, tendrá Shiffrin la posibilidad de aproximarse aún más a Vonn y Stenmark. Por descontado, lidera con holgura la general de la Copa del Mundo, por delante de la relampagueante italiana Sofia Goggia, reina del descenso, y Petra Vlhová. La clasificación del gigante es, provisionalmente, para Bassino.
Hubiéramos deseado una última, real y simbólica, victoria de Nadal en su apoteósica y merecida despedida sentimental. Pero ya era imposible, incluso frente a jugadores sepultados en las profundidades del ránking. Su adiós, postergado en exceso entre la tristeza, la comprensión y la gratitud de un país entero, suscita de nuevo una reflexión acerca de los deportistas que no se retiran «a tiempo».
El deportista muere dos veces. Y la primera ocurre cuando se retira (o le retiran). Se trata de una muerte biológicamente provisional, pero profesionalmente definitiva. Y el afectado no la acepta porque abre un abismo bajo sus pies. Así que, con frecuencia, y aunque, como en el caso de Nadal, haya proyectado un futuro confortable, experimenta una especie de horror vacui. No es raro. Después de todo, el deporte es la única actividad en la que la jubilación se produce en la juventud. El deportista tiene todavía por delante, en un territorio desconocido, amenazante por ignoto o incierto, incluso por extenso, la mayor parte de su existencia física. Le entra miedo, vértigo, inseguridad y trata de demorar el momento del adiós.
Autoengañándose acerca de sus, todavía, capacidades, o estirándolas con más o menos dignidad, permanece en activo, con frecuencia en un ámbito individual o, sobre todo, colectivo distinto e inferior del de sus mejores días. No lo hace por dinero, o sólo por eso, sino por mantener una ficción de permanencia.
Un tiempo innecesario
El caso de los futbolistas es paradigmático: Pelé, Cruyff, Beckenbauer, Maradona, Michel, Hugo Sánchez, Guardiola, Iniesta y un interminable etcétera alargaron impropia e innecesariamente sus carreras. Hoy siguen en activo Cristiano, Messi, Luis Suárez, Busquets, Alba y otro largo etcétera. Pero el fútbol sabe que este tiempo les sobra. No son Zidane, Kroos o como Rijkaard, que, en la celebración en el vestuario, después de ganar con el Ajax la Champions de 1995, anunció que ese había sido su último partido. O, cambiando de deporte, como Alberto Contador, que dio sus últimas y crepusculares pedaladas ganando en el Angliru.
No se retiraron a tiempo, entre nosotros, Alfredo Di Stéfano, Severiano Ballesteros e incluso un Alejandro Valverde en su longevidad digna... Ni, volviendo al tenis y al exterior, el mismo Federer. Y quizás Djokovic debe pensar en parar, ahora que está «a tiempo» de mantener su mejor recuerdo. Tampoco Serena Williams se fue cuando debía. Ni Usain Bolt. Existen «retirados en activo», valga la paradoja. Oficialmente aún en la brecha, pero en la práctica fuera de foco, Sergio Ramos o Mireia Belmonte siguen erróneamente la senda de Nadal.
Si un bel morir tutta una vita onora, un mal morir, metafóricamente hablando, no estropea un pasado merecedor de elogio y agradecimiento. Tampoco hace añicos una imagen que se reconoce irrompible. Pero sin borrarla en absoluto, la empañe un tanto por ser la última. Saber retirarse oportunamente, es, no sólo en el deporte, una virtud casi teologal, incompatible a menudo con la ciega y sorda naturaleza humana.
En el lado opuesto de quienes se resisten en vano a los odiosos imperativos de Cronos figuran quienes se retiran «a tiempo» por el procedimiento de hacerlo «antes de tiempo». A «destiempo», en suma. Son sobre todo nadadores, debido a la precocidad de su deporte con relación a otros. La australiana Shane Gould (Gold), que este 23 de noviembre cumplirá 68 años, tuvo en 1972 todos los récords en todas las distancias del estilo libre. Insólito. Apabullante. En los Juegos de Múnich se llevó tres oros, una plata y un bronce. Y le «faltó tiempo» para retirarse. Tenía 16 años. En los mismos Juegos, Mark Spitz conquistó siete oros estableciendo siete récords del mundo. Y se despidió de las piscinas a los 22 años. Le quitó «tiempo al tiempo».
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