El cielo hizo su propia revolución y desató toda su furia. El diluvio privó a París de su hora dorada, pero no impidió que hiciera lo que mejor sabe hacer: exhibir su belleza, su historia y su cultura. Mientras las aguas del Sena, emblema de una vieja Europa que hoy parece que se desdibuja, se fundían casi con las del cielo, la capital francesa lo consiguió: brindar al olimpismo sus escenarios más monumentales, transformados en un estadio a cielo abierto, a través de una ceremonia fluvial donde lo más bonito fue el final: el relevo del último tramo de la antorcha, entre los que estaban Zinedine Zidane y Rafael Nadal, y el alumbrado del pebetero olímpico, con el Himno al amor de Edith Piaf cantado por Celine Dion. Un remate bordado tras cuatro horas de espectáculo en las que ha habido guiños a la historia, a su revolución, sus tradiciones y su música, con toda la grandiosidad a la que acostumbra el país, pero que también pretendió ser original y moderno.
A las siete y media en punto, el barco griego inició el baile olímpico desde el puente de Austerlitz, kilómetro cero de los seis, con los colores de la bandera francesa y La foule, de Edith Piaf. El equipo de refugiados olímpicos le siguió, esta vez con Serge Gainsbourg de fondo. A partir de ahí se sucedieron las actuaciones, como las de Lady Gaga o Aya Nakamura. Se oyó a Piaf, sonó el Imagine, de John Lennon, Maurice Ravel o Carmen, de Bizet. Hubo acróbatas, cancanes del Moulin Rouge, raperos o drag queens en un desfile de moda, Sonó la Marsellesa y, cuando ya anocheció, comenzaron las luces sobre los 17 puentes.
En ese recorrido de seis kilómetros por el Sena estaban los puntos cardinales de lo que es Francia, y también Occidente. Su corazón religioso, la Catedral de Notre-Dame; el de la cultura y el arte, que es el Museo del Louvre. El corazón militar, Los Inválidos, donde está la tumba de Napoléon, para acabar en el núcleo industrial de Francia: la Torre Eiffel. A esos cuatro puntos añadió el deporte, en el centro.
La ceremonia se estructuró en 12 representaciones visuales, que tenían lugar en algunos de los 17 puentes que atraviesan el río o en los sitios más emblemáticos de París. Cada una con un título. Hubo enchanté, el bloque liberté con guiños a la revolución francesa; el de egalité, un homenaje al amor libre, o sincronicidad, a los artistas que restauran la catedral de Notre Dame.
Hubo sororidad, con referencia a las mujeres que han marcado la historia de Francia, justicia, deportividad o festividad. En paralelo, el último relevista, el encargado de encender el pebetero olímpico, sirvió de hilo conductor e iba recorriendo París, enmascarado. El misterio se mantuvo hasta el final. El desfile se hizo largo y en ocasiones parecía más una cabalgata.
El colofón fue en el monumento más icónico de París y Francia:la torre Eiffel, donde se alzó la bandera olímpica. Ahí llegó el relevista enmascarado subido en un caballo blanco. Les siguieron los discursos del presidente del CIO, Thomas Bach, y de Paris 2024, Tony Estanguet. Este saludó la «gran historia de amor entre Francia y los Juegos». «Cuando amas los Juegos, no te dejas impresionar por unas gotas de lluvia», dijo..
Por el agua, y sobre todo bajo el agua, desfilaron más de 6.000 atletas de los 10.500 convocados en los Juegos en casi un centenar de barcos de 205 delegaciones. Hacía semanas que no llovía así en la capital. No paró en las casi cuatro horas de espectáculo. Sólo dio tregua a final. De todos los problemas que se habían barajado, este fue al que menos importancia se dio.
Han sido meses de inquietudes: la contaminación del agua del Sena, la inseguridad, la amenaza terrorista... Que la ceremonia de los Juegos saliera bien era determinante para que lo que empieza ahora: ceder parte de esos escenarios a las pruebas deportivas. Francia siempre ha querido distinguirse: en los Juegos de 1900, los primeros que acogió, participaron las mujeres por primera vez, y los de 1924, hace un siglo, fueron los primeros con una villa olímpica.
El desafío de salir del estadio y abrirse al mundo `parecía una locura. Han sido años de preparación, bajo la batuta del escenarista Thomas Jolly. Acudieron un centenar de jefes de Estado, entre ellos los Reyes de España. Iba a acoger a un millón de espectadores, pero se redujo a unos 320.000.
Había varios planes en caso de ataque inminente, pero no hizo falta activarlos porque el dispositivo, el mayor desplegado en la capital, que sacralizó ese espacio en una burbuja. Se cerró el espacio aéreo y en las calles había unos 45.000, entre los propios y extranjeros. Se pidió ayuda a 45 países, que aportaron sus efectivos. También ondearon sus banderas, no sobre el Sena pero sí bajo la lluvia.