Aquel 7 de junio, un día de esos que se cuentan con los dedos de una mano en los que nadie olvida dónde estaba, qué hacía cuando le sobrevino el drama. La prematura muerte de un genio. En aquella autopista alemana, noche de perros, en un Golf rojo hecho añicos contra un camión que se había saltado la mediana, falleció hace 30 años, dormido en el asiento del copiloto, Drazen Petrovic, un jugador inclasificable. «Un fanático del baloncesto», «un obseso», «una figura compleja»… Descripciones de los que tuvieron el privilegio de estar cerca del mito inacabado que confluyen en lo unánime: «Nunca habrá nadie igual».
El destino es un avión rumbo a Zagreb en el que no subirse con el resto de compañeros, unos días libres tras un PreEuropeo en Wroclaw (Polonia), un viaje de Frankfurt a Múnich junto a su novia, Klara Szalantzy, y una amiga, la jugadora turca Hilal Edebal. Y la fatalidad a los 28 años. «Perasovic y yo habíamos perdido el último vuelo a Split y tuvimos que dormir en un hotel. El teléfono sonó de madrugada. Nos despiertan con la noticia. Ese momento no lo olvidas jamás. Sentados en la cama Velimir y yo, mirando al vacío. No puedes creer que un compañero acaba de morir».
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El joven Zan Tabak se había despedido, como el resto de los componentes de la selección croata, de Petrovic. Hasta pronto, pues en unas semanas afrontarían el primer Eurobasket de la historia del país, que se había independizado en 1991 y que el verano anterior había logrado la plata en los Juegos de Barcelona. Allí, en Alemania, Lolo Sainz, entonces seleccionador español, esperaba «con ganas» reencontrarse con su pupilo, aquel «asesino» que, cuando era rival, «nos hacía la puñeta, por decirlo suavemente», con la Cibona (en cinco enfrentamientos contra el Real Madrid, 41 puntos de media). Pero que cuando le tuvo a sus órdenes de blanco, en esa inolvidable temporada 88/89, descubrió a «un gran profesional». «La gente lo recibió con resquemor, pero a mí me causó una sensación maravillosa desde el principio. Llevaba el baloncesto en la sangre, era un ganador nato», rememora el ex entrenador.
Tampoco José Luis Llorente guarda ningún recuerdo negativo del genio de Sibenik, pese a que él fue uno de los que tuvo que bailar con los desprecios, las bicicletas y las provocaciones de aquel precoz Petrovic que convertía, junto a su hermano Aza, cada batalla ochentera contra el Madrid en una pesadilla. «Era muy cordial, simpático, de trato fácil, no se enfadaba casi nunca», cuenta el ex base blanco de su convivencia posterior.
Porque a Drazen lo único que le importó siempre fue ganar y el rabioso puño en alto fue su sello imperecedero. Desde que debutó en el Sibenka, al que con 17 años llevó a la final de la Korac -«hay un chaval en Sibenik que será mejor que Kicanovic, Dapilagic y yo. Es muy ambicioso y hace cosas inverosímiles. Se llama Drazen Petrovic, recordad este nombre», avisó Moka Slavnic a un corrillo de periodistas en 1979-, hasta su última temporada en los Nets, donde, al fin, había logrado hechizar también a esa NBA que le recibió con tan poco cariño y protagonismo en Portland. «Reggie Miller me hablaba mucho de él en Indiana, habían tenido muchos piques, pero le respetaba», recuerda Tabak. Decían que el alero, otro demonio de la provocación, elogiaba a aquel europeo descarado diciendo que le podía insultar en cuatro idiomas. También se las tuvo con John Starks, que un día le propinó un cabezazo: «Es un chulo con acento extranjero», le insultó la estrella de los Knicks.
Tabak, ex pívot del Madrid, de los Rockets y de los Pacers, entre otros, recuerda la huella de Drazen en la mejor liga del mundo en los años posteriores a su muerte. Describe a su compañero de selección, que fue pionero en dar el salto a la NBA siendo ya una estrella en Europa, como «un fanático del baloncesto, un trabajador increíble, un ejemplo para todos los jóvenes de cómo se debe progresar. Está su calidad y talento, pero he visto a muy pocos con esa dedicación al trabajo».
La leyenda habla de que Petrovic, que se subió en el verano de 1988 en un avión para fichar por el Barça y se bajó con una bufanda del Real Madrid (Aíto García Reneses rechazó su fichaje, por su egoísmo en la cancha), pidió las llaves del antiguo pabellón de la Ciudad Deportiva para ir a lanzar en sus ratos libres. Así lo hacía en su ciudad natal, a orillas del Adriático, junto a su hermano Alexandar cuando era adolescente. En su única pero intensa temporada en la capital de España vivió en un apartamento en la calle Alfredo Marquerie, en el barrio de Mirasierra, junto a Renata, su novia de entonces y con la ayuda en lo logístico de Miroslav Vorgid, un preparador físico balcánico del club que le hacía de traductor. «Sólo tenía que cruzar la calle», admite Lolo Sainz, que recuerda a los «gitanillos» que el croata reclutaba por «100 pesetas» para que, después de cada entrenamiento le rebotearan en sus rutinas con ese tiro que debía mejorar, «como una obsesión. Siempre quería más y más» También se hacía ayudar por alguno de los júniors, como Joaquín Herencia o Miguel Ángel Cabral.
«Era una figura compleja, su prioridad era él mismo. Tenía el reto de mejorar, casi algo patológico. Supongo que como todos los que son muy brillantes», le define Jou Llorente, al que sorprendía «verle tan tenso los días de partido, desde por la mañana», y que habla de los problemas en la pista de ese Madrid que reconquistaría la Copa del Rey y alzaría Recopa con los inolvidables 62 puntos de Petrovic al Snaidero Caserta (117-113) en el Palacio de la Paz y la Amistad de Atenas y el no menos histórico enfado de Fernando Martín, pero que perdería la ACB -no sin polémica, pues el árbitro del partido definitivo fue Juan José Neyro, al que Drazen había escupido en la cara años atrás, en el torneo de Puerto Real- contra el Barça de Epi y Norris. «Entrenando no se esforzaba mucho. Es decir, no entrenaba como jugaba y eso dificultaba los ajustes del colectivo». Ese individualismo era, a la vez, oro puro para sus compañeros. Quique Villalobos, quien fue uno de sus apoyos más cercanos en el vestuario blanco, suele recordar que con Drazen «la sensación es que era imposible perder».
«Siempre pensé que era un gran tímido. Se encerraba en sí mismo, era un obseso. Ni siquiera sucumbió a la noche de Madrid, como otros extranjeros que llegaron. Nunca me llegó ninguna trastada nocturna suya», describe Lolo Sainz al mito que tanto echa de menos. «No tengo aficiones. Sólo el basket», llegó a pronunciar. «Era introvertido y un poco recogido», confirma Llorente.
Cuatro días después del accidente fatal, en el cementerio Mirogoj de Zagreb, 100.000 croatas con el primer presidente de la nación, Franjo Tudjman, y el legendario entrenador Mirko Novosel a la cabeza, despidieron a su héroe. Aquel que levantó Copas de Europa con la Cibona, el que conquistó la NBA (22,3 puntos por partido y un 44,9% en triples en su última temporada), el que batalló contra el Dream Team, mirando a los ojos a Jordan, en la final olímpica. Su madre Biserka, rota de dolor, sostenida por su otro hijo, Aza. Sus gigantes compañeros (Radja, Kukoc, Vrankovic…), encogidos portando el féretro. También cerca Chris Dudley y Chris Morris, de aquellos Nets a los que parecía que ya no iba a volver. Y, desde la distancia, hasta los hermanos como Vlade Divac, con los que fue campeón del mundo en el Luna Park tres años antes, ahora convertidos en enemigos por la guerra, sin poderle decirle ya jamás adiós por una maldita bandera.
«Fue un momento triste y duro. Era un emblema del país. En su mejor año, con esa juventud… Fue impactante», relata Tabak, uno de los presentes también en la imponente capilla ardiente que se instaló en el pabellón de la Cibona, que resume el legado del pionero, del Mozart del baloncesto: «Siempre ha habido jugadores que han cambiado la historia. Por ejemplo, LeBron o Jokic ahora. Tipos que traen algo nuevo. Esta fue la época Drazen. Él innovaba, todos lo miraban intentando copiar».